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OLA DE ASESINATOS MODELO 2019: DEFENSORES Y DIRIGENTES COMUNITARIOS / 265

Son alarmantes la frecuencia y la regularidad con las que son asesinados en México dirigentes y voceros indígenas, representantes agrarios, periodistas de radios comunitarias, defensores ambientales y de derechos humanos. No representan “otro rubro” entre las cifras aterradoras que desde la década pasada crucifican el nombre de México. Ya bien entrado el 2019 del nuevo gobierno federal, las cifras y las tragedias del “rubro” empeoran.

Estos homicidios son producto de la persecución declarada contra ellos por una variedad de actores que rara vez dejan de pasar por algún ámbito gubernamental. El Estado falla al permitir la impunidad a los criminales que como quiera le ayudan a “limpiar” el campo para las inversiones (el “Paraíso” prometido por el supersecretario Romo). Falla al no dar protección a las personas en riesgo. Falla al dividir deliberadamente comunidades y regiones en torno a proyectos externos de gran envergadura en sus territorios. Falla al no detectar o tolerar las complicidades existentes entre las fuerzas públicas y los perpetradores de estas ejecuciones y desapariciones teledirigidas.

La cuota crece: en los días recientes fueron ultimados el locutor radial Telésforo Santiago Enríquez, zapoteco de San Agustín Loxicha (Oaxaca), José Lucio Bartolo Faustino y Modesto Verales Sebastián, nahuas de Guerrero y miembros del Congreso Nacional Indígena. En San Luis Acatlán, también en la Montaña de Guerrero, fue ejecutado el coordinador de la Policía Comunitaria, Julián Cortés Flores. En febrero, el asesinato de Samir Flores en Amilcingo, Morelos, marca un antes y un después en la relación del gobierno de Andrés Manuel López Obrador con las comunidades reales que defienden su territorio y su autodeterminación.

Ya ni Colombia, Brasil o Guatemala, también “líderes” en esta categoría especial de ejecuciones, poseen la tasa de casos que ostenta México. Quererlos camuflar tras las cifras generales de mortandad violenta no funciona. Hay comunidades directamente heridas; para ellas la memoria es resistencia y luchan por lo justo.

Como la tuvo en los tres sexenios anteriores, el Estado tiene una responsabilidad central en esta violenta guerra parainstitucional que, en los casos dichos, funciona como limpieza social, remueve obstáculos humanos para el extractivismo, los megaproyectos, la depredación urbanizante, agroindustrial y de infraestructura al servicio exclusivo del gran capital. Lo demás son migajas. El mismo viejo “desarrollo”, y el Banco Mundial de plácemes, como de costumbre.

La falta de respeto mostrada por el Ejecutivo a las comunidades indígenas reales, la usurpación de “usos y costumbres” por personeros gubernamentales, la tergiversación de los procesos de consulta al extremo de lo ilegal, lo ilegítimo y lo ominoso, pese a los 30 millones, ese presunto cheque en blanco para la imposición. La descalificación declarativa contra “fifís” y “radicales/conservadores de izquierda” (¿dónde hemos oído estas asociaciones discursivas antes?) no se arredró ante el asesinato de Samir Flores, que habría ocurrido para molestar al gobierno y estorbar la por demás ilegal consulta para imponer la termoeléctrica y el gasoducto en Huexca y otros pueblos de Morelos.

Tú devalúa al opositor, trátalo de enemigo, criminalízalo, señálalo. Alguien hará el trabajito. Caciques, capos e interesados nunca faltan. Nada detiene los asesinatos selectivos, a veces cantados y nunca del todo sorprendentes, de luchadores legítimos si no es que heroicos. Los gobiernos federales recientes militarizaron el país y fallaron en proteger a los ciudadanos. El actual recicla la militarización y descalifica las resistencias.

Nunca fue tan peligroso ser activista social en México. El ciclo iniciado en 2006 no ha concluido. Crimen y represión autoritaria, así sea declarativa, se siguen mordiendo la cola.

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