NI TU ROSTRO, NI TU VOZ / 266 — ojarasca Ojarasca
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NI TU ROSTRO, NI TU VOZ / 266

JUVENTINO SANTIAGO JIMÉNEZ

Mi mamá me decía que eras alto y que vivías en El Duraznal en la casa que el señor Pablo tardó en construir más de un año. Ciertamente la casa no era de dos, ni de tres pisos. Era una casa de sólo un cuarto. Los muros estaban hechos de lodo y de piedra. En cada esquina tenía postes de madera y a la mitad del muro estaban ocultos unas varas en forma horizontal para que no se cayera cuando hubiera temblor. El techo era de zacate y debajo tenía unos palos largos y delgados donde lo amarraban con bejuco. En lo alto de la casa había dos huecos donde salían el humo de la fogata. También tenía una ventana redonda y pequeña. Ubicada al este por donde sale el Sol en su movimiento aparente.

Las personas que te habían conocido en el pueblo también cuentan que caminabas muchas horas porque llevabas cargando cantidades de blusas de manta para venderlas en Cotzocón en la zona mixe media de Oaxaca, y que allá tuviste mujeres e hijos. Yo todavía era muy pequeño para comprender sobre tu trabajo, tus amores y tu ausencia. Además, no recuerdo tu rostro, ni tu voz; excepto cuando estuve viviendo en algún momento en la casa de mis tíos en Oaxaca. Fue allí donde vi una foto tuya colgada en una pared. Estabas sentado con tu hermano menor en una banca, mi abuelo, y mi mamá aparece cargando a mi hermano menor con su rebozo. Te veías joven, sonriente y lleno de vida. Pero sólo tengo esa imagen de ti de cómo eras físicamente cuando estabas vivo.

Sin embargo, muchas veces te he visto en el patio de la casa y en las veredas convertido en tecolate, en zorro, en víbora y en ciempiés. En ocasiones me has asustado muchísimo por las formas y colores que has adquirido. Te he visto que caminas y aúllas. También vuelas y cantas, y cuando te arrastras, enseñas la lengua. Cuando veía a estos animales, de pronto pensaba que algún día regresarías en persona a la casa y posiblemente podrías regalarme una resortera, o harías un trompo pintado de muchos colores y al hacerlo bailar, juntos veríamos un arcoíris. Pero jamás volviste en persona; solamente aparecías en forma de animal. Y no podías regresar a casa porque ya estabas muerto.

Todavía mi mamá se acuerda que dos días después de tu entierro, tus compadres echaron piso de cemento en tu tumba para que no pudieras salir de tu cajón de ocote y tampoco podrías realizar algún acto de escapismo. Así que quedó bien sellado tu fosa. Mientras tanto, yo jamás pronuncié la palabra teety (papá) como otros niños en El Duraznal. Yo veía a ellos que sus papás les compraban chicle motita y plátano pera. Luego me sentaba debajo de un encino y desde allí miraba cómo los niños masticaban el chicle y después lo tiraban. Y cuando terminaban de comer los plátanos, tiraban la cáscara. Finalmente, me paraba e iba a recoger el chicle masticado y lo volvía a masticar. También levantaba la cáscara porque aún tenía algo de plátano. Saboreaba más el chicle.

Desde pequeño, mi abuela y mi mamá me cuidaban, pero parecía que no me quería mucho mi abuela, porque ella escondía los plátanos en un costal dentro de la casa cuando regresaba los jueves de plaza de Atitlán. Era difícil saber dónde ella escondía exactamente el costal de plátano. Pero el olor que desprendían los plátanos me daba pista para encontrar el escondite. Y cuando yo alzaba la vista, el costal del plátano estaba colocado sobre dos maderas atravesadas en lo alto del techo de nuestra casa. Me subía sobre una silla para alcanzarlo, pero no podía bajarlo. Entonces, me conformaba con el olor dulcísimo de los plátanos.

Luego mi mamá decía que debía de pizcar frijoles en nuestra parcela y que después me compraría una resortera para matar pájaros. Pero cuando terminaba de pizcar, mi mamá ya no me compraba la resortera. ¿Es que acaso ella tampoco me quería? Por eso, un día le robé unos pesos para comprarme un globo. Mi mamá guardaba su dinero en un cajón pequeño de madera. Y cuando iba a la escuela, pues no me daba ni un peso para comprar algo en la hora del recreo. Entonces, un día tomé del cajón tres pesos para comprarme un globo que había visto en la tienda cerca de la escuela donde estudiaba la primaria y compré un globo rojo. Después lo inflé para jugar con algunos de mis compañeros.

Una vez que terminó la jornada escolar, regresé a mi casa y estaba yo muy contento de mi nuevo y único juguete. Pero desde la mañana mi mamá ya se había dado cuenta que yo había robado los tres pesos y cuando llegué a casa, comprobó que efectivamente yo había sido el ladrón cuando vio el globo. Luego me azotó con unos mecapales con todo su coraje, pues ella se dedicaba a las labores del campo, y en aquel tiempo, mi mamá tenía las fuerzas necesarias para dejarme marcado en todo mi cuerpo. Realmente me dolía muchísimo mi espalda y mis piernas. Ahora intento imaginar el dolor que sentía de niño Charles Bukowski de la paliza que recibía de su padre en La senda del perdedor. Pero después entendí que yo no tenía futuro de ser ladrón y volví al infierno: la escuela.

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Juventino Santiago, escritor ayuuk, colaborador frecuente de Ojarasca.


 

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