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UNA COLECTIVA PROPIA PARA CRECER DESDE DENTRO

ÁLIKA SANTIAGO

EN BACALAR, LAS MUJERES SE ORGANIZAN

Yo soy Álika. Soy integrante de una colectiva que nos llamamos: “K-luumil X’Ko’ olelo’ob” que significa en maya peninsular “la tierra de nosotras las mujeres”. En la zona de Bacalar, en Quintana Roo, tenemos un proceso de defensa.

En 2012, se autorizó un permiso para la siembra comercial de soya transgénica en el sureste de México. En nuestra región había ya una organización de muchos años atrás, de compañeros milperos: el Colectivo de Semillas Muuch’Kanan l’inaj, que ya lleva 18 años caminando en la defensa de la semilla. Para cuando nos enteramos de este permiso, ya había antecedentes en la Península de Yucatán con la muerte de las abejas en 2010, sobre todo en las regiones de Hopelchén en Campeche. Cuando empezamos a entender que lo que en procesos de formación previa habíamos revisado de los transgénicos era un hecho en la región, empezamos a organizarnos. El movimiento siempre fue liderado por los compañeros milperos, porque habían venido trabajando en la región por muchos años —su labor es muy importante. En la defensa, se interpusieron amparos contra el permiso y el argumento principal tenía que ver con el derecho al medio ambiente sano, y la libre determinación de los pueblos.

En el proceso jurídico entendimos que el tema de los transgénicos no era solamente los transgénicos, que la mirada no se reducía solamente a las semillas transgénicas o al cultivo de la soya transgénica, sino que la mirada tenía que ser más amplia y tenía que ver con entender el sistema de producción agroindustrial. Que éste tenía muchos más impactos. Que tenía fases y que en nuestra región, lo que vivíamos en ese momento era la primera etapa, que tenía que ver con la compra-venta y renta de tierras. Entró mucha gente extranjera, sobre todo menonitas, que son quienes se han encargado en los últimos años de la devastación de la selva.

Entendimos los impactos que iban a tener estos cultivos en la región, que amenazaban la apicultura que en la península de Yucatán es la actividad principal —son productores de miel orgánica–, y esto iba a repercutir con la deforestación, la contaminación del agua, de la tierra. Todo lo que implicaría social y culturalmente este nuevo modelo de producción en la zona y en la región.

En el caminar también entendimos, junto con nuestros asesores, las implicaciones desde lo jurídico: era muy posible que nos impusieran una consulta; entendimos los alcances y fuimos mirando la complejidad de la situación.

Era muy urgente hacer notar desde el principio la importancia de que hubiera más voces femeninas en la discusión. Pero lo avasallante de entender lo jurídico, el problema, la organización comunitaria no daba abasto. Se hicieron muchos intentos para que hubiera más participación de compañeras en los espacios de formación política, de formación jurídica-popular, de acompañamiento. Y siempre llegaban, pero no permanecían.

Definitivamente la participación de las mujeres en todos los espacios, sobre todo en los contextos rurales e indígenas, es muy complicada. Es muy difícil que cualquier compañera llegue a un taller de ocho horas, durante tres días, porque existen una serie de condiciones que social y culturalmente son asignadas para la reproducción de la vida. No existen condiciones para que nosotras estemos ahí y tengamos igualdad de condiciones para participar. No obstante, de manera interna, a nivel del movimiento, sí empezamos a hablar, sobre todo con los compañeros del colectivo. Al menos empezamos a nombrar y visibilizar que el que un compañero estuviera en el movimiento y en esos espacios también implicaba a la familia; que su esposa estaba luchando y sus hijas. Que a lo mejor no estaban en presencia en los talleres, pero que él estuviera cinco días fuera de casa o tres días por la movilización, implicaba que había alguien que sostenía la vida en su casa y que eran las mujeres, seguramente. Que entonces era importante empezar a nombrarlas como parte del movimiento y de la lucha. No se ven pero están. Porque ellas son las que finalmente resuelven todo. Si el compañero se iba y dejaba o no dinero, ellas eran las que ponían el cuerpo y todo.

En 2016, varias compañeras empezamos a hablar sobre lo urgente de convocarnos las mujeres de la región, y que eso implicaba otro proceso, porque no era invitarlas a los talleres (los espacios de participación eran ya muy dados, con colectivos de muchos años de caminar, de varones, con compañeros que ya tenían una formación política bien fuerte). No podíamos entrar así de repente. Teníamos que crear algo nuevo, y entendíamos que iba a implicar otro esfuerzo. Lo que empezamos a decidir entre nosotras —en ese tiempo éramos tres- fue que convocarnos a nosotras de entrada tendría que ser desde otro eje y otro tema de los que ya se habían estado revisando: el derecho al territorio, al medioambiente, cómo se afectaban las economías o los medios de vida como la apicultura, la tenencia. Supimos que estos temas no iban a promover una convocatoria amplia con las mujeres, y dijimos: tal vez donde nosotras podamos vernos bien identificadas es en la salud; tenemos que buscar un ángulo que de verdad nos convoque.

Y empezamos a estudiar y entender que era desde la salud comunitaria indígena. Cómo le hacemos, dijimos. Ya llevamos muchos años —ya teníamos como cuatro, con una actividad intensiva al interior de las comunidades— y a lo mejor teníamos que empezar desde cero con las compañeras. Lo que sí era un hecho es que estábamos, que había asambleas e información. Ya se habían hecho modificaciones de reglamentos internos de los ejidos para prohibir la siembra de semillas transgénicas. Había ya una base de trabajo, pero a lo mejor —decíamos— es empezar a informar a las compañeras que existe un proyecto, que es posible que no sepan y que es inicial.

Nos dimos a la tarea de hacer una campaña informativa que la llamamos “Juntos cuidamos y defendemos la salud de nuestro territorio”. Básicamente fue empezar hablando sobre los riesgos de la salud asociados al modelo agroindustrial, en específico sobre el uso de agrotóxicos, y transitar desde los impactos a la salud hasta la sintomatología de una intoxicación y qué enfermedades crónicas puede generar. Contra la soya agroindustrial hay un proceso de amparo en la región. En ese tiempo la Suprema Corte de Justicia había dado un fallo a favor y nos había enviado una consulta. Iba a llegar una consulta y nos iban a venir a preguntar y había que participar y estaba bien que participaran las mujeres.

Fue transitar todo esto. Y pudimos constatar en esta campaña (llegamos a once comunidades de nuestra microrregión, unas mil 800 mujeres indígenas) que no sabían nada de lo que ocurría. Ni aun en las comunidades en que teníamos presencia importante. Muy pocas tenían claro. Sus maridos en las asambleas participaban y sabían. Era un hecho que al nivel de las organizaciones de base, como los apicultores, había un proceso de formación, pero en estos espacios de decisión e información comunitaria no participaban las mujeres. En mi comunidad hay tres ejidatarias que participan por viudez. Sí están ahí, pero no tienen el mismo peso, ni la palabra es la misma que la de un compañero. Nos dimos cuenta que hay muchos varones compañeros informados, pero no le dicen nada a su esposa, hijas, mamá ni a su hermana, y entonces las mujeres no sabemos lo que está pasando en nuestra región. Fue impactante lo que fuimos entendiendo con las otras compañeras en el proceso de la campaña.

Primero fue el impacto de los riesgos a la salud y ahora entendemos por qué tantos menonitas están aquí. Ahora entendemos por qué están tirando la selva.

Era ponerle nombre a las situaciones que ya vivíamos. Las reflexiones que tuvimos y constatamos es que sí era urgente crear un espacio con condiciones para la participación de nosotras las mujeres; que tenía que ser un espacio con condiciones bien cuidadas para que hubiera una participación efectiva de las mujeres indígenas de nuestras comunidades. Nos dio mucho gusto mirar que, a pesar de que la campaña implicaba a lo mejor tres o cuatro reuniones en comunidad en diferentes momentos, hacer uso del Prospera por recomendación de mujeres de algunas comunidades, nos permitió al menos llegar a más mujeres, lo que de otra forma no hubiéramos podido por una convocatoria abierta.

Mirábamos varias cosas muy contrastantes: que las mujeres al tener información, al menos de los riesgos o impactos de utilizar agrotóxicos en los sistemas y el cultivo, podían identificar riesgos en sus comunidades y con sus familias. Y entonces ocurrían dos cosas. Muchas detectaron situaciones de salud en familiares, en los esposos, en los papás y se preocupaban mucho, y decían: "esta reunión se la tienen que dar a ellos, porque a mí no me van a hacer caso. Yo no decido. Él me va a decir que estoy loca y entonces cómo va a producir".

Luego, otras que decían, tomando decisiones: "a lo mejor no me va a hacer caso, pero lo que yo sí voy a decidir es que en mi casa ya no se vuelve a rociar para deshierbar. Mi esposo mandará en la milpa o en su trabajadero, pero yo en mi solar. Entonces, yo decido que ya no vamos a usar líquidos en la casa".

Hubo mujeres que lograron estos acuerdos comunitarios a nivel de los espacios públicos, como las escuelas —kínder, primaria, secundaria— al decir: "a lo mejor no podemos convencerlos a ellos de esto en sus espacios de trabajo, pero sí podemos lograr esto en lo comunitario".

Comenzamos a mirar lo complejo del proceso de defensa, identificar comunidades donde ya había muertes por intoxicación —compañeros que se iban a la milpa o al trabajadero a fumigar y que ya no regresaron porque se murieron intoxicados. Varios casos severos por consumo de alimentos donde habían utilizado agroquímicos y que la familia no tuvo el cuidado, y casos de cáncer.

Esto fue el hallazgo más fuerte, porque seguíamos pensando que lo que hacíamos, aunque estaba el proceso del proyecto y tenemos ahí metidos a los menonitas. Aunque decíamos estar en la primera etapa, donde todavía hay muchas cosas que hacer, nos dábamos cuenta que esto pasaba en comunidades donde no estaban el proyecto ni los menonitas.

Hay asentamientos guatemaltecos que son compañeros, que tienen un sistema de producción intensiva y comercializan en la zona centro y norte del estado —Cancún y la Riviera Maya. El sistema de producción y comercialización les hace utilizar químicos, porque los necesitan. Mirar eso fue duro. Dijimos: "aquí la lucha ya no es con Monsanto. Aquí la lucha es con los iguales". Empezar a trabajar desde los iguales, desde el compañero, el compadre, las personas que se han incorporado a un sistema. Es un hecho en mi región que, poco o mucho, la mayoría de los campesinos usan ya estos insumos que se insertaron a través de las políticas públicas de los años ochenta, Procampo y demás. La Sagarpa da este tipo de insumos, semillas de Monsanto. Existe toda una estructura del Estado que ha metido estos insumos y formas de producción que alteraron de muchas formas la producción campesina ancestral.

Empezamos a identificar y a entender en un primer momento, que lo que haríamos era de mucho cuidado: Si miramos las implicaciones de quienes estamos acompañando como mujeres y habitantes de la región, constatamos que no era lo mismo que fuéramos tres o más de nosotras, a que fueran los compañeros.

Y también la respuesta de las propias mujeres: ¿Y por qué vienen ellas a dar el taller de Prospera, si debe ser el doctor? Como deslegitimándonos. Finalmente era eso. Hemos entendido en el camino que, aunque llevamos también un caminar en lo comunitario, acompañando un proceso de organización, por ser mujeres la recepción de lo que decimos es otra.

Entonces, dijimos que si queremos seguir —y hemos seguido— tiene que ser con mucho cuidado y siempre mirar un fortalecimiento de quienes somos Colectiva de Mujeres, y acompañar con nuestro cuidado el construir condiciones para la defensa del territorio desde dentro de las comunidades.

Estamos ahorita en un proceso de formación política —yo le digo “feminista”, aunque no le decimos así todas— que creemos fundamental. Hemos encontrado muchas dificultades en el caminar, aun las que llevamos desde el principio, cuando no se miraba como una iniciativa de mujeres, se miraba de otra forma aunque fuéramos mujeres las que participábamos. Y se menospreciaba.

Ahora el ser mujeres nos pone en otro lugar, donde tenemos que dar dos o tres pasos para atrás y mirar que en la defensa lo importante es considerar los territorios más inmediatos: los territorios del cuerpo, la vivienda, la participación efectiva en la comunidad. Y que si queremos defender el territorio, tenemos que defender de manera inmediata eso, el primer territorio a defender, e ir paso a paso. Si queremos construir tiene que ser desde adentro. Reconstruir el tejido de la comunidad desde nosotras y ahí vamos. Y es importante hablarlo. Es importante hablar que, en los movimientos de defensa, no es igual la participación de nosotras a la de nuestros compañeros. Y no se trata de que nuestros compañeros sean mala onda, no. Es un sistema que perpetúa eso y normaliza cosas: donde nuestra palabra a veces no es igual a la de ellos o nuestro hacer no se mira de la misma forma que el de ellos. Y si no se habla, seguiremos perpetuando un sistema que es desigual e injusto para nosotras.

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Presentación en el Taller en Defensa de los Territorios, DEAS, INAH, 18 de julio de 2019.

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