EL REGRESO DEL CONEJO EN LA CARA DE LA LUNA / 271
Veinticinco años atrás, Alfredo López Austin publicó El conejo en la cara de la luna, una deliciosa colección de 18 ensayos sobre la mitología mesoamericana en el espejo de otras culturas y otras épocas históricas. El tiempo lo ha convertido en un pequeño clásico de la divulgación y la reflexión sobre el pasado mesoamericano. Aquellos textos fueron presentados originalmente en las páginas de Ojarasca entre 1991 y 1992, en una sección ad hoc llamada “Mitologías”. Al cumplir nosotros 30 años el pasado octubre, ofrecimos una reseña conmemorativa ( http://ojarasca.jornada.com.mx/2019/10/12/fascinacion-del-mito-4290.html ).
Hoy regresa a nuestras páginas el sensacional Conejo lunar, más específico, oriental a ratos y hasta budista, en este ensayo imperdible que presentamos para deleite y maravilla de nuestros lectores.
LOS CONEJOS DEL TEMPLO MAYOR
Hasta el día de hoy no se han encontrado en el Templo Mayor rastros orgánicos de conejos. Sin embargo, la figura del conejo surge rozagante en el recinto sagrado, ya como signo calendárico, ya como nombre de los dioses. Hace cuarenta años, el 27 de marzo de 1978, vio de nuevo la luz la imagen de una diosa esculpida en piedra verde. Había pasado siglos enteros en la oscuridad de su cista, sobre un lecho de arena, caracoles y conchas marinas. La diosa había descansado en el Templo Mayor, bajo la escalinata de Huitzilopochtli, muy cercana al gran disco de Coyolxauhqui (Figura 1). Eduardo Matos Moctezuma me avisó de su hallazgo y fui de inmediato a conocer a la diosa. Entre la rica simbología tallada en la roca se veía su nombre sobre el lado derecho del pecho: Uno Conejo. En el lado izquierdo estaba grabada la figura de un personaje que también lucía su nombre: Dos Conejo. Este portaba la característica nariguera lunar. Sobre el vientre, la diosa de piedra verde tenía un gran disco bordeado por lo que supuse entonces eran pares de pencas de maguey, lo que convertía la circunvalación en el cuenco excavado en el centro de la planta, visto desde arriba. Las ondulaciones del agua figuradas dentro del disco hacían pensar en que el contenido era el aguamiel listo para ser extraído por el tlachiquero. Así́ empezaban a reunirse en aquella diosa los elementos del complejo agua-pulquemaguey- Luna-conejo, y el pequeño ser grabado sobre su pecho, Dos Conejo, ostentaba el nombre del jefe de los cuatrocientos dioses conejos de la embriaguez (López Austin 1979). La imagen, en su conjunto, alentaba una de mis obsesiones iconográficas.
EL CONEJO DE LA LUNA
Todos tenemos obsesiones. Yo tengo muchas, y entre ellas la de la presencia de un simpático personaje que nos saluda en las noches claras desde la superficie de la Luna. Es un conejo dibujado entre claros y sombras del blanco disco celeste. Unos mitos dicen que los dioses lanzaron al conejo para ofuscar la luz lunar, que en el principio de los tiempos competía con la del Sol; otros, que el conejo se fue a pastar a la Luna y ya no encontró el regreso; otros, que llegó a lo alto porque una señora lo subió́ consigo a una rueda de la fortuna; otros, que el niño-Sol, hermano de la niña-Luna, le dio tal bofetón a su hermana que le dejó el rostro marcado, y que el golpe le fue dado con un cura llamado Conejo. Así́ muchísimos más. En resumen, en vez de encontrar un relato convincente, las versiones son tantas que por su número y diferencias se invalidan recíprocamente como texto arquetipo.
Hace ya muchos años publiqué mis inquietudes sobre la causa de tal pluralidad de mitos para justificar el enorme salto del animalito desde la superficie terrestre hasta su lejana morada (López Austin 1994). En aquellos tiempos también hice notar que la creencia se remontaba a épocas tan distantes que no existían vestigios de los mitos asociados, pues los ejemplos abundaban entre los mayas del Clásico. Los artistas mayas dejaron bellos testimonios de la diosa lunar acompañada de un conejo. Están pintados, grabados o tallados en la cerámica y la piedra (Figura 2). Planteé entonces una solución, diciendo que si uno solo era el final de las aventuras y diversas las versiones de éstas (que en el fondo eran argumentaciones del hecho), existía una causa profunda, no declarada, que consistía en la afirmación tácita de un conjunto semiótico referido a la Luna, el frío, la lluvia, el conejo, el pulque, el maguey, la parte femenina del cosmos, la noche, etcétera. La unidad de los elementos semióticos era más válida que todo lo que se contaba para fundamentarla. O sea, lo que valía era la meta singular de los relatos, no los relatos que eran recibidos con tanto agrado por los oyentes.
Si desde entonces me satisfizo mi respuesta, no por ello decreció́ mi interés por seguir profundizando en el problema. En efecto, la literatura etnográfica es muy numerosa, y hay aspectos que deben ser esclarecidos. Uno de ellos es el importante papel que tiene el conejo en la víspera del Diluvio. Entre diversos grupos étnicos de nuestro país se cuenta que cuando el labrador destinado a salvarse de las aguas trataba de talar su campo para la siembra, el conejo le advirtió́ que debía prepararse para la inundación. Otro aspecto es el astral. Hay material hasta en los dichos actuales, que pueden llevarnos al viejo parentesco celeste del conejo cargador de la Luna y el venado cargador del Sol. Hace muchos años conté́ que cuando llueve con cielo luminoso, en el norte del país decimos que está pariendo una venada. Hoy en Tlaxcala se afirma, en cambio, que son las conejas las que paren (González Jácome 1997: 491), y entre los mixes se cree que en el punto donde nace el arcoíris (Villanueva Damián 2000: 61), precisamente en uno de los extremos que tocan la tierra, están naciendo conejos o venados. Ya Calixta Guiteras Holmes (1965: 162) registraba que entre los tzotziles se decía que el conejo era el hermano mayor del venado, concepción paralela, aunque inversa, de la presente entre los huicholes, que consideran a Tamatsi, el venado, “nuestro hermano mayor”, y a Tamuta, el conejo, “nuestro hermano menor” (Neurath 2017: 36).
DISTINTAS PERCEPCIONES DE LA LUNA
Como es de sobra sabido, hay diferencias de lo que se ve en la Luna en otras regiones del mundo. Las sombras creadas por los cráteres del satélite han dado origen a muy dispares interpretaciones. En Alemania, por ejemplo, se habla de un hombre que carga un haz de leña, en castigo por haber trabajado en domingo. La explicación es clara si buscamos el origen en un conocido pasaje del Antiguo Testamento (Números 15: 32-36) que cuenta sobre un hombre que fue sorprendido cargando leña en sábado, y fue conducido ante Moisés. Éste, siguiendo la estricta orden recibida de Yahvé, lo condenó a morir lapidado. En otras partes de Europa se dice que es una anciana la que carga el haz. Otros ven allá a diferentes desterrados bíblicos: Caín o Judas Iscariote, prisioneros en sus sombras. Aparecen también un sapo o una rana para anunciar la lluvia. En Canarias dicen que las manchas son las cenizas que el Sol arrojó al rostro de la Luna. En Perú se ve la figura de un zorro enamorado que trató de llegar a su distante amada celeste: ésta le proporcionó las cuerdas para el ascenso, y allá quedó. Según los brasileños la figura es San Jorge con todo y su dragón. En Nicaragua es el ladrón que quiso apoderarse de los tesoros lunares. Y entre las más conocidas, es el gran rostro regordete de muy antigua tradición europea, que sirvió a Georges Méliès (1861-1938) en 1902, en los albores de la cinematografía, para mostrar cómo sufrió nuestro satélite el impacto del cohete que llevaba a los invasores terrestres. Así apareció en la famosa película muda Le voyage dans la Lune.
LIEBRES Y CONEJOS EN LA LUNA ASIÁTICA
Pese a todo lo anterior, también es cierto que en Asia existen concepciones similares a las que durante siglos se han producido en nuestro territorio. Como es bien sabido, muchos asiáticos ven, como nosotros, un conejo o una liebre en la cara de la Luna, y allá, como en México, abundan los mitos y creencias relacionados con esta percepción. La similitud no puede derivar de un fenómeno físico. Como la Luna tarda lo mismo en su traslación alrededor de la Tierra y en la rotación sobre su propio eje, siempre muestra a todos los habitantes del planeta —con poca variación— el mismo rostro. La semejanza entre Asia y Mesoamérica merece, por tanto, otra explicación.
Ya desde aquel primer trabajo que publiqué sobre el conejo mesoamericano en la cara de la Luna mencionaba una bella imagen japonesa que pintó el artista Sou Un en 1407. Se encuentra en el templo de Yota, construido en el extremo norte de la isla de Shikoku. La obra representa a Gatten (Luna-Cielo), uno de los Doce Guardianes budistas. Gatten sostiene entre sus manos la esfera de la Luna, y ésta contiene la imagen de una liebre.
EL CUENTO BUDISTA DE LA LIEBRE SABIA
La asociación entre el lepórido y la Luna a lo largo y ancho del continente asiático tiene muy importante respaldo en la narrativa. En muchos casos esta narrativa pertenece a la literatura sagrada. En la India es muy conocida una historia que se ha extendido en el continente con el avance del budismo. Se trata de una de las jātakas, cuentos muy cortos que narran las sucesivas existencias del Buda histórico antes de que alcanzara la iluminación. Las diferentes vidas anteriores de Buda comprenden las etapas en que tuvo existencia animal. Muchas de estas jātakas son cuentos breves y sencillos que se han convertido en relatos moralizantes de un alto valor didáctico; otras, profundas por su simbolismo y bellas por su alto valor literario, quedan consignadas en una colección canónica fundamental para la religión budista. El cuerpo documental sagrado se ha difundido por el mundo budista durante siglos y ha dado origen a ediciones que repiten la historia en bellas páginas miniadas que reproducen episodios de las vidas previas del Buda.
Más allá de la consagración documental, los episodios se transforman en imágenes visuales maravillosas gracias a la pintura y la escultura. Hay templos que parecen romper los límites de nuestra imaginación, como los que se encuentran en las zonas arqueológicas de Ajantā y Ellorā, ubicadas ambas en Aurangabad, en el estado de Maharashtra, en el occidente de la India. Las Cuevas de Ajantā son 29 grutas artificiales construidas desde del siglo II a.C. hasta el VIII d.C. para el culto budista. Son monasterios y santuarios excavados en las rocas. Sus paredes internas están cubiertas de bellísimas pinturas al fresco, en las que se reproducen los episodios de muchas jātakas. Por su parte, Ellorā es un impresionante conjunto de construcciones religiosas, también excavadas en las rocas, trabajadas desde fines del siglo V d.C. hasta el XIII por fieles de tres religiones: el budismo, el hinduismo y el jainismo. Entre sus construcciones destaca el extraordinario templo de Kailāsanātha, que representa el Monte Kailash. Esta impresionante elevación de la cadena Gandisê, parte de los Himalayas, en el Tibet, es venerada como la montaña más sagrada de los hinduistas, los budistas y los jainistas, al punto que está prohibido escalarla. Como los edificios de Ajantā, los de Ellorā guardan escenas de las jātakas.
La importante colección de las jātakas ha sido traducida a lenguas europeas, lo que ha ampliado el área mundial de su conocimiento mucho más allá del territorio de tradición budista. Entre los cuentos más conocidos se encuentra el número 316 de la colección, precisamente el de la liebre sabia (Jātakas. Antes del Buddha. Relatos budistas de la India 2015: 49-55).
Se dice que en Baranasi nació una liebre que era una de las reencarnaciones anteriores al que sería el Buda. La liebre tenía tres amigos: un mono, un chacal y una nutria que vivían en las inmediaciones. Una vez, después de estar observando en el cielo que venía ya la ocasión de la reunión del ciclo lunar, la liebre pidió a sus amigos que observaran los preceptos rituales de donar comida a algún mendicante. La nutria fue a la ribera del río Ganges y obtuvo siete pescados rojos que un pescador había enterrado en la arena. La nutria preguntó de quién eran los pescados y, al no tener respuesta, los llevó a su morada para comerlos cuando fuera oportuno. El chacal encontró en la cabaña de un guardián del campo dos brochetas con carne, un lagarto y una jarra de cuajada. Preguntó de quién eran aquellos alimentos y, como nadie contestó, los llevó a su guarida para comerlos después. El mono subió a un árbol, arrancó un racimo de mangos e hizo lo mismo que sus dos amigos, llevándolo para conservarlo hasta el momento de la comida. La liebre, en cambio, salió a comer hierba; pero reflexionó: “No puedo dar de comer hierba a algún mendicante, y carezco de ajonjolí y arroz”. Esto la hizo pensar que lo único que podía hacer era entregar la carne de su propio cuerpo.
Tal manifestación de virtud en la liebre hizo que el trono de cristal del dios Sakka se calentara. Sakka investigó la causa y decidió poner a prueba a la liebre. Para ello tomó la figura de un brahmán y se dirigió a donde estaban los cuatro animales. Llegó con la nutria y le dijo: “Sabio señor, si me das algo de comer, podré cumplir con mis deberes ascéticos”. La nutria le dio su comida, al tiempo que recitaba al brahmán: “Tengo siete pescados rojos que traje de la corriente del Ganges, oh brahmán. Te ruego que los comas y vivas en el bosque”. El brahmán contestó: “Esperemos a que mañana me ocupe de todo”, y fue a ver al chacal. Cuando el chacal le preguntó por qué estaba allí, le dio la misma respuesta que había dado a la nutria. El chacal le ofreció comida y le recitó la segunda estrofa: “Indebidamente robé dos brochetas de carne asada, un lagarto y una jarra de cuajada que eran la cena del guardián. Es lo que tengo y lo que te ofrezco, oh brahmán. Te ruego que los comas y que estés un rato con nosotros en este bosque”. El brahmán dijo: “Esperemos a que mañana me ocupe de todo”, y fue a ver al mono. Cuando el mono le preguntó qué hacía allí, le contestó lo mismo que había dicho a sus dos amigos. El mono le ofreció comida y le recitó la tercera estrofa: “Si los puedes gozar en el claro del bosque, tengo agua fresca, mango maduro y agradable sombra de la fronda”. Respondió el brahmán: “Esperemos a que mañana me ocupe de todo”, y fue a ver a la liebre sabia. Cuando ésta le preguntó por qué estaba allí, le dio igual respuesta que las dichas. La liebre le dijo con un gran placer: “Brahmán, has hecho bien en venir a mí buscando comida. Hoy te daré lo que jamás he ofrecido antes; pero tú no rompas la ley moral al tomar la vida animal. Ve, amigo, y cuando hayas apilado leña, prende el fuego y házmelo saber. Yo me sacrificaré arrojándome entre las llamas, y cuando mi cuerpo se haya asado, comerás mi carne y cumplirás después tus deberes rituales”. Entonces pronunció la liebre la cuarta estrofa: “No tengo ajonjolí, ni arvejas, ni arroz para ofrecer; pero aso mi propia carne en el fuego para que vivas en el bosque”.
Habiendo oído Sakka lo anterior, hizo aparecer milagrosamente una pira y lo comunicó a la liebre. Ésta se incorporó de su lecho y fue a la pira, pidiendo: “Si hay bichos en mi piel, que no mueran”, tras lo cual sacudió su cuerpo tres veces y se lanzó para inmolarse, entregándose en éxtasis a las brasas como si fuese un ganso real en un mar de lotos. Sin embargo, el fuego no pudo quemar siquiera las puntas de sus pelos Fue como entrar a un lugar helado. La liebre dijo entonces: “Brahmán, tu fuego es helado. Falla al punto de que no puede quemar ni la punta de mis pelos. ¿Qué significa esto?”. Sakka se descubrió: “Sabio señor, no soy brahmán. Soy Sakka, y he venido a poner tu virtud a prueba”. La liebre lanzó un rugido como de león, diciendo: “Si no tú, sino cualquier ser del mundo comprobara mi generosidad, nunca encontraría una falta en mi entrega”. Sakka le dijo: “Oh, liebre sabia, será tu virtud conocida durante un eón entero”. Tras lo cual comprimió una montaña y con la esencia extraída pintó la figura de la liebre en la cara de la Luna. Aquí termina el relato de la liebre sabia, cuento que, como otras jātakas, ha quedado grabado en la piedra. Hay lápidas ilustrativas en Guntur y Nagarjunakonda, en el estado de Andhra Pradesh, en la India oriental. Y así ha quedado grabado también el cuento en la mente de los fieles, hasta llegar a China, Corea y Japón, para sumarse a otros relatos que allí responden a las explicaciones del porqué el lepórido aparece dibujado en la cara de la Luna.
EL CONEJO DE JADE O LA LIEBRE DE JADE EN LOS MITOS CHINOS
Entre estos relatos está un mito chino que cuenta que en el principio de los tiempos había diez soles que alumbraban simultáneamente el firmamento. Eran los diez hijos del Emperador de los Cielos Orientales, Di Jun, y de su esposa Xi He. La luz y el calor de los diez soles eran tan fuertes que abrasaban la tierra, haciendo insoportable la existencia. Di Jun, queriendo calmar la fuerza de sus hijos, llamó al arquero Yi para que remediase la situación. Éste no encontró mejor camino que matar con sus flechas a nueve de los soles para que sólo uno quedara en el cielo. Di Jun y Xi He, tremendamente dolidos por la muerte de nueve hijos, arrebataron su inmortalidad al arquero y desterraron de los cielos tanto a Yi como a Chang’e, su esposa. Ya en la tierra, Yi luchó por recuperar para sí y para su esposa la inmortalidad perdida. Hizo un peligroso viaje con el objeto de entrevistarse con la Reina Madre del Oeste y pedirle las píldoras que podían volverlos a la condición primera. La diosa le dio la medicina; pero le advirtió que era tan poderosa que sólo podía ingerir una mitad de la píldora. Yi regresó a su hogar y guardó la píldora en un cajón, pidiendo a su esposa que no lo abriera en su ausencia. Pero Chang’e, curiosa, abrió el cajón, tomó la píldora y la tragó entera. Yi alcanzó a ver cómo Chang’e flotaba en el aire y se elevaba hacia el cielo; pero no tuvo el valor de dispararle una flecha. Chang’e siguió ascendiendo hasta llegar a la Luna, donde sólo encontró la compañí a del Conejo de Jade que molía en un mortero las hierbas con que fabricaba las píldoras de la inmortalidad destinadas a los dioses. Li Bai, el gran poeta chino del siglo VIII, se duele del ser mortal del hombre en su poema “El polvo antiguo” (Li Bai 2019). En sus versos menciona la inutilidad de la medicina de la inmortalidad preparada en la Luna, y ve que el árbol de la inmortalidad que se erguía en el remoto país de Fusang ya se encuentra reducido a astillas: El vivo es un viajero que pasa; el muerto, un hombre que vuelve al hogar. Es un breve viaje entre el cielo y la tierra, Por tanto, ¡ay!, somos el mismo polvo antiguo de diez mil edades. El conejo en la Luna machaca en vano la medicina; el árbol de la inmortalidad de Fusang se ha convertido en leña. El hombre muere; sus huesos blancos enmudecen, quedan sin palabras. Cuando los verdes pinos sienten la llegada de la primavera, mirando hacia atrás, suspiro; mirando hacia adelante, suspiro otra vez. ¿Qué hay que enaltecer de la gloria vaporosa de la vida?
LA LIEBRE O EL CONEJO DE JADE EN LA NOVELA CHINA
Otra referencia importantísima al lepórido que habita en la Luna se encuentra en una obra de la dinastía Ming escrita en el siglo XVI d.C. (Viaje al Oeste. Las aventuras del Rey Mono 2016). Es una novela anónima, aunque es probable que su autor haya sido el literato Wu Cheng’en (c. 1504-c. 1582). Encontré la referencia casi accidentalmente, al toparme con la imagen de un personaje fabuloso a quien conocí hace muchos años, tanto a partir de referencias literarias como de los abundantes cuentos infantiles, algunos de ellos llegados de China ya impresos en español. El personaje es nada menos que Sun Wukong, a quien se llama también Rey Mono. En la imagen que cito, Sun Wukong enarbola su terrible barra de extremos de oro para atacar a la Liebre de Jade. El autor de la imagen fue el célebre pintor japonés Tsukioka Yoshitoshi (1839-1892). El episodio me era completamente extraño, pues no tenía noticias de tal aventura. Emprendí entonces, con calma y deleite, la lectura de la extensa novela, para encontrarme, en el capítulo XCV de los cien que integran la obra, el principio de esta narración. Debo antes poner al público en antecedentes, explicando brevemente la historia de la novela. El argumento y el personaje central son históricos. En el siglo VII d. C., durante la dinastía Tang (618-907), un devoto monje budista, Xuanzang (602-664), entró en contradicción interna con la corriente doctrinal que afirmaba que quien alcanzaba el nirvana seguía conservando su antiguo yo. Sus dudas lo impulsaron a buscar la solución de aquel grave problema en la palabra sagrada de los sutras. Para encontrar la documentación adecuada, era necesario que el joven monje realizara un peligroso viaje hasta la cuna del budismo. Esperaba recibir allí la respuesta de los textos sagrados. Xuanzang solicitó permiso al emperador Li Shimin, conocido también como Taizong, para emprender el viaje hasta la India. Los tiempos eran difíciles, y el emperador consideró peligroso el viaje, por lo que no accedió a la petición del monje; pero éste, desobedeciendo la negativa, salió en secreto rumbo al oeste en el año de 629, arriesgando su vida en un peregrinaje que duró 16 años, pues regresó a China hasta 645. Su llegada fue triunfal: volvía con la gran sabiduría que había adquirido tanto en la lectura de los sutras como en las lecciones de grandes maestros y en los debates monásticos. Además, veinte caballos cargaban 657 textos en sánscrito y 150 reliquias budistas. Se presentó ante el emperador Li Shimin para solicitar su perdón por la desobediencia. El emperador no sólo lo perdonó, sino que le ofreció un lugar de honor en la corte; pero el monje dedicó el resto de su vida a difundir la sabiduría alcanzada en su viaje.
Ésta es la versión histórica. La imaginación, ya del pueblo, ya de los literatos, tomó la gesta para bordar cuentos, poemas, cantos, leyendas a través de muchos siglos hasta hacer del piadoso monje un personaje novelesco. Esa misma imaginación creó, junto a él, a otro héroe que lo superaría en hazañas: su discípulo, Sun Wukong, fuerte, inteligente, veloz, capaz de transformar su cuerpo mágicamente gracias a 72 mutaciones, valiente, astuto, arbitrario, caprichoso, abusivo, cruel, rebelde al extremo; pero sin cuyo auxilio la odisea del piadoso monje no hubiese sido posible. Sun Wukong era un ser fabuloso. Había nacido dentro de una roca inmortal alimentada por las semillas del Cielo y de la Tierra. El embrión se abrió como un huevo que se transformó en un mono de piedra de poderes extraordinarios. Este ser, después de haber adquirido enorme sabiduría, provocó con sus desmanes tal confusión en el Palacio Celeste que los dioses del Cielo lo condenaron a existir prisionero en las raíces de la Montaña de los Dos Reinos. Sin embargo, tras quinientos años de encierro, la Madre Misericordiosa intervino en su favor, mediante la promesa que le hizo Sun Wukong de convertirse al budismo y acompañar al monje viajero en calidad de discípulo.
Otros dos fascinerosos tuvieron la misma suerte. Uno fue Chu Bachie, el monstruo glotón originario de Gao, en el Tibet, que al haber sido formado en el vientre preñado de una jabalina adquirió la figura de cerdo. El otro, Wu Ching, era el feroz ogro de rostro azul que asesinaba a los viandantes en el Río de la Corriente de Arena con su báculo formado con la madera de un árbol nacido en la Luna. Por último, el monje y sus tres discípulos contaron con el auxilio de un maravilloso caballo que en realidad era la transformación del tercer hijo del Rey Dragón del Mar del Oeste. El hijo del dragón pagó así el delito de haberse tragado el caballo original del monje. La novela, como podrá suponerse, es una larga sucesión de episodios en la que los peregrinos se enfrentan con los más variados genios, monstruos y demonios que tratan de impedir que lleguen a su destino o que pretenden ingerir el cuerpo inmaculado de Xuanzang.
Casi catorce años después de haber salido de Chang’an y haber sufrido todo género de dificultades, el monje Tang o Xuanzang y sus tres discípulos arribaron a un monasterio llamado Dispensador del Oro, enclavado en altas montañas del reino indio de Svarasti, donde fueron amablemente recibidos. Al pasar a una terraza de la parte posterior de dicho monasterio, Tang oyó los lamentos de una mujer e intrigado preguntó al viejísimo monje que lo hospedaba quién lloraba así. Éste le informó que un año atrás, en una noche de luna, había encontrado a una bellísima joven que lloraba y decía que era la hija del rey de la India. Creyendo que se trataba de un monstruo transformado, el viejo monje había tenido la precaución de encerrar a la mujer en un cuarto del patio del convento. Ella, temiendo que en su prisión fuese violada por alguno de los monjes, empezó a revolcarse en sus propios excrementos y continuó lamentando su situación. Tang fue incapaz de aconsejar al viejo sobre un asunto que no comprendía cabalmente. Resolvió seguir su camino con sus tres discípulos hacia la sagrada meta que se había fijado, no sin prometer al viejo monje que seguiría tratando de encontrar la solución de aquel misterio. Así llegaron los cuatro a la capital del reino y se alojaron en el Pabellón de los Dignatarios Extranjeros, en espera de que el rey les sellara los documentos de viaje para continuar su travesía. Tang recibió allí la información de que la hija del rey, al cumplir los veinte años, subiría a la parte alta de una torre que había mandado construir en el centro de la ciudad y que desde allí lanzaría una pelotita bordada para determinar con quién contraería matrimonio. El monje y su discípulo Rey Mono se encaminaron al palacio real; pero pasaron por la torre precisamente en el momento en que la princesa arrojaba la pelotita a los numerosos vasallos. El objeto cayó sobre el desprevenido monje y se le metió por una de las mangas. Inmediatamente los servidores de palacio lo detuvieron, considerándolo el futuro cónyuge de la princesa. Tang estaba desesperado, pues la pérdida del celibato le impediría cumplir con su misión. El asunto era grave, pues el astrólogo real había revelado que la boda debería tener lugar el 12 de ese mismo mes, fecha para la cual sólo faltaban cuatro días. Tang sabía también que si se negaba a ser el yerno imperial sería decapitado. Sun Wukong buscó cómo sacar a su maestro de aquel terrible aprieto. Su visión mágica le permitió percibir un halo de maldad en la princesa, lo que de inmediato le hizo sospechar que se trataba de un monstruo. Con un rugido se lanzó sobre ella. El ser monstruoso se despojó de sus ropas, y desnuda se elevó por los aires, donde se libró entre ambos un terrible combate. Más de diez veces midieron sus armas; pero ninguno de los contendientes pudo vencer a su adversario. Al final, la falsa princesa huyó hacia los cielos, y Sun Wukong no tuvo más remedio que buscarla en el Paraíso Oriental. Allí la encontró y se disponía a darle un golpe mortal, cuando se oyó una potente voz que le decía: “¡No lo hagas! ¡Por lo que más quieras, no descargues sobre esa miserable toda la fuerza de tu brazo!”. Quien hablaba era nada menos que Estrella del Yin Supremo que habita con su corte en la Luna. “Esa monstruo a la que te has enfrentado es la Liebre de Jade de mi Palacio del Frío Inmenso, la que me ayuda machacando la droga inmortal de la escarcha misteriosa. Descorrió el pestillo de oro y huyó hacia la tierra”. Descubierta por su ama, la Liebre de Jade se dejó caer al suelo y tomó su forma original.
Todos los participantes de este último hecho, incluyendo a la Liebre de Jade, se presentaron ante la corte del rey de la India para revelar el misterio. Tang también hizo saber que la verdadera princesa se encontraba prisionera en el monasterio Dispensador del Oro, de donde fue posteriormente liberada. Así pudieron el monje Tang y sus tres discípulos continuar el camino hacia la Montaña del Espíritu, donde esperaban encontrarse con Buda en el Monasterio del Trueno.
EL LEPÓRIDO LUNAR EN JAPÓN
Dejemos mitos, cuentos, poemas y novelas de las tierras continentales asiáticas para cruzar el mar de la China Oriental y llegar a las islas japonesas. Retomemos el mito y pasemos a una alegre fiesta tradicional. El libro clásico Kojiki, escrito a principios del siglo VIII d.C., relata que los dioses dieron a Izanagi e Izanami la lanza celestial de joyas para que con ella cuajasen la marea salada y concluyesen la formación del país flotante (Koiji 1969: 48 y ss). La pareja divina creó el mundo con la lanza celestial, e inventaron después la cópula reproductiva. Dijo la diosa Izanami: “Mi cuerpo se hace y se hace, pero hay un lugar que no acaba de hacerse”. Entonces contestó Isanagi: “Mi cuerpo se hace y se hace, pero hay un lugar que se hace en exceso. ¿Qué te parecería si metiera el lugar de mi cuerpo que se hace en exceso en el lugar de tu cuerpo que no acaba de hacerse, y generamos países?”. Izanami respondió: “¡Será bueno!”.
El Kojiki continúa relatando las creaciones de la pareja, hasta que el parto de Kagutsuchi, divinidad del fuego, causó la muerte de su madre. Inconsolable por la pérdida de su esposa, Izanagi viajó al tétrico Yomi, el País de las Tinieblas, donde los muertos son horrorosamente transformados por ingerir la comida del caldero abismal. Allí encontró a Izanami; pero ésta, furiosa porque su marido descubrió su horrorosa apariencia, se lanzó contra él acompañada de las mujeres repugnantes del Yomi. Izanagi logró huir de las mujeres, y pronunció la fórmula del divorcio, tras lo cual su difunta esposa creó la muerte de las criaturas. Izanagi, en contraposición, produjo las condiciones del parto. Ya en el mundo, Izanagi se lavó para purificarse de su contagio con los seres del Yomi. Al lavar su rostro, de su ojo derecho surgió Amateratsu, la diosa del Sol; del ojo izquierdo, Tsukuyomi, el dios de la Luna, y de la nariz, Susa No Wo, dios de la respiración y de la vida.
La mitología japonesa relata el terrible conflicto entre Amateratsu y Tsukuyomi. El dios de la Luna asesinó a Uke Mochi, la diosa de los alimentos, por lo que su hermana solar nunca quiso volver a juntarse con él en el cielo. Éste fue el origen de la separación del día y de la noche. Tsukuyomi había matado a Uke Mochi en un ataque de asco y de ira incontenida, al darse cuenta de que las viandas que la diosa Uke Mochi daba en un banquete eran excrecencias de su cuerpo. Pese a la conducta oprobiosa de Tsukuyomi, su ira dio origen a la subsistencia de la humanidad. Del cuerpo muerto de la diosa Uke Mochi empezaron a brotar los alimentos. Los principales fueron los llamados “cinco cereales”: de sus ojos emergieron las distintas clases de arroz; de sus orejas salió el mijo; de su vulva, el trigo; de su nariz, las judías pintas, y de su ano, la soya. Entre las clases de arroz que nacieron de sus ojos estaba el mochigome, ingrediente fundamental de la fiesta que se comenta enseguida.
Debido a las reformas occidentalizantes del emperador Meiji (1852-1912), a partir de 1873 el año nuevo japonés se celebra oficialmente el primero de enero, dejando atrás la vieja tradición, en la cual la fiesta de Oshogatsu se hacía según el calendario lunar chino. No obstante lo anterior, la celebración no ha dejado de tener un lugar predominante entre los faustos públicos. Entre las partes más gozosas de las fiestas se encuentra el mochitsuki. En ella se prepara una masa hecha con el mencionado mochigome, que es un arroz muy pegajoso. En una tradición de cientos de años, el grano entero se ha preparado machacándolo en grandes morteros durante un alegre acto colectivo ritual, ya doméstico, ya público. Los golpes se suceden en el mortero hasta que la masa adquiere una consistencia pegajosa, a la que después se dará la forma que se requiera, casi siempre como bolas. Una de las viandas más consumidas en el Año Nuevo es la sopa de vegetales llamada ozoni, que entre sus ingredientes lleva el mochi. Sin embargo, los alimentos más festivos del Año Nuevo son los dulces hechos a base de la pasta pegajosa, no pocas veces en forma de conejos. El procedimiento y su producto son tan importantes que la labor del machacado se reproduce en juguetes, como los móviles karakuri, y las golosinas adquieren relieve, y aún personalidad, en los modernos dibujos estilo manga. Más allá, el adorno shintoísta típico del Año Nuevo es el kagami mochi, que se forma con una bola grande de mochi sobre la que se coloca otra menor, sobre ambas una naranja agria con su hoja, y abajo una brocheta de caquis (pérsimos) secos. El kagami mochi es una representación del espejo sagrado de cobre, del que según algunos mitos nació la Luna. La razón de todo esto es muy sencilla: en el fondo, la fiesta sigue siendo lunar. El dios lunar Tsukuyomi asesinó a la diosa Mochi, de cuyo cuerpo continúa brotando el mochigome en la distante Luna, y allá el grano es machacado en el mortero por la hacendosa Liebre de la Luna. UN PROBLEMA PAREIDÓLICO ¿Cómo plantearnos la asombrosa semejanza de las distantes visiones de un lepórido —ya conejo, ya liebre— en la cara de la Luna? Empecemos por considerar el asunto en su calidad de pareidolia. Se entiende por pareidolia la percepción errónea de un estímulo vago como una forma reconocible. El estímulo vago pueden serlo las nubes, las arrugas de una tela, las irregularidades de una superficie áspera, las tonalidades de una loseta, los contrastes de las guardas marmoladas de un libro, las láminas de la prueba de Rorschach o las manchas de humedad en un muro. Las percepciones serán un rebaño de ovejas blancas, un elefante, jinetes celestiales, animales fantásticos, ejércitos armados, rostros caricaturescos, la interpretación fantástica de las imágenes simétricas que hace el sujeto de un psicólogo o hasta algunos íconos milagrosos. Pero aquí tenemos que tomar en cuenta que la visión mesoamericana es la de un conejo sentado; en cambio en Asia, por lo regular, el lepórido es concebido como un mamífero que trabaja arduamente machacando en su mortero las hierbas mágicas lunares para hacer las píldoras de la inmortalidad que ingerirán los dioses chinos, o los granos de arroz japonés mochigome para convertirlo en masa glutinosa (Figura 3). En resumen, que se trata:
a) de una igual concepción cultural pareidólica, porque se percibe un lepórido;
b) de una diferente pareidolia, puesto que las interpretaciones son de lepóridos en distintas posiciones, y
c) de diferentes justificaciones pareidólicas, puesto que para explicar la presencia del lepórido se recurre en ambos continentes a muy diferentes cuentos, leyendas y mitos. Lo anterior permite concluir que lo que lleva a ver el lepórido tanto en Asia como en Mesoamérica son sendos complejos semióticos en los que se asocian diferentes elementos de los ámbitos cósmicos. Ya habíamos adelantado que el conjunto semiótico mesoamericano se refería a la Luna, el frío, la lluvia, el conejo, el pulque, el maguey, la noche, etcétera. En Asia el complejo parece estar formado de elementos semejantes: la Luna, el lepórido y la parte cósmica que corresponde al yin (lo oscuro, lo frío, lo pasivo, etcétera) en la división de los opuestos complementarios yin/yang. En efecto, así se menciona expresamente cuando en la novela Viaje al Occidente quien se presenta como dueña de la Liebre de Jade es nada menos que Estrella del Yin Supremo que habita con su corte en la Luna, en el Palacio del Frío Inmenso.
Tanto en el caso asiático como en el mesoamericano, los complejos pertenecen a cosmovisiones fuertemente marcadas por la oposición de complementarios; en ambas cosmovisiones el Sol y la Luna resaltan como símbolos complementarios de primer orden, y en ambas el aspecto lunar es el generador de los alimentos.
Por último, ¿existe una liga de contacto directo entre ambas cosmovisiones? Pudiera tratarse de bases de épocas muy tempranas del pensamiento humano. ¿Se trata de un paralelismo cultural, nacido por la obvia caracterización astral en un pensamiento dualista? No creo que existan aún elementos suficientes para enfrentarnos a estas preguntas. Sigamos pensando mientras admiramos las luminarias de la noche.
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REFERENCIAS
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