LA POÉTICA DE LA VERDAD / 274 — ojarasca Ojarasca
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LA POÉTICA DE LA VERDAD / 274

HERMANN BELLINGHAUSEN

Graciela Iturbide. Cuando habla la luz. Fomento Cultural Banamex A.C., México, 2018, 280 pp.

La vivaz fotografía de Graciela Iturbide ha estado con nosotros suficientes décadas como para considerarla un “clásico” en el sentido clásico del término. Sobre todo porque la permanencia de las imágenes se deriva de su atemporalidad como piezas de arte. No necesitan fecha para explicarse. Sin montajes ni construcciones, aunque sus personajes posen con extravagancia a veces, y en muchas otras las personas lucen tímidas o simplemente serias. Si sus enmascarados reiteran guiños a Ruth Lechuga, y los trabajadores muestran sus instrumentos de trabajo con modesto orgullo, las mujeres se harán tocados de iguana, se pondrán al cuello chivos destazados o blandirán cuchillos carniceros sin dejar de ser auténticas.

Tras una vida yendo de pueblo en pueblo en la montaña, el desierto, a orillas del mar, su ojo abarca todas las zonas reveladoras de lo popular sin folclor ni pintoresquismo pues Graciela habita esa otredad, se inventa en ella. Capta lo real y lo transforma en realidad aumentada. Personajes, paisajes, hallazgos mágicos que delatan a la alumna aventajada de Manuel Álvarez Bravo y Pedro Meyer, atenta a las realidades compuestas de Cartier Bresson, que alcanza la estatura de su gran contemporáneo Sebastiao Salgado. Graciela en Juchitán de las y los mujeres. Graciela en la matanza ritual de chivos en la Mixteca. Graciela en los traspatios de los circos. En Bangladesh, India, Madagascar, Panamá, Ecuador, Roma, Los Ángeles, La Habana, la frontera norte y sus reversos. La encontramos en sus complicidades con Francisco Toledo, en los rincones más secretos de Oaxaca, en la tierra florida y espinuda de las com’cac en Sonora. Armada de paciencia y empatía, captura realidades angélicas o sangrientas gracias a la decidida dulzura de su lente.

Pocos fotógrafos en México alcanzan la cualidad pictórica de Graciela Iturbide, su capacidad para dar vida a las piedras, las raíces secas, las alambradas, las breñas. Comparte la mirada arquitectónica de Guillermo Kahlo pues entiende la armonía en un edificio como en una arboleda, una parvada de zanates, un alegre baile de tehuanas o el ir y venir de bicicletas fantasiosas. Vuelve espejos las ventanas abiertas. Y los varones, habitualmente solos en sus retratos, parecen estatuas más acá del esfuerzo.

Extrae vigor y sensualidad de los cuerpos que se le entregan, la madura inocencia de niños que juegan, de tehuanas que beben cerveza y parlamentan o travestis enamorándole la cámara. Sus desnudos siempre dicen algo más, su verdadero motivo. El poder de sus retratos atraviesa velos que cubren el rostro, penetra el agua y subraya lo que ocultan la niebla, la polvareda o la noche incierta. Teje las sombras como quien sin temor mete las manos al fuego.

Descubre secretos y los observa de cerca. Su fotografía es tan real que parece poblada de sueños. Contiene calacas y huesos, carnes generosas en privado y en los ríos de gente que ella atraviesa con vocación ligera. Aves, peces y chivos muertos o vivos, como si los rastros fueran un altar de sacrificios. La reciente exposición Cuando habla la luz (y su frondoso catalogo), interpretada y curada por Juan Rafael Coronel Rivera, logró exhibir la riqueza de presencias y sugerencias logradas en más de cuatro décadas de interrogar de frente la cara pobre del mundo, alegre o terrible pero hermanada en la luz.

Es válido hablar aquí de una coreografía tenaz de la naturaleza humana, animal y mineral. “Nada más erótico que desnudar una mazorca”, escribe Coronel Rivera, para destacar la Totoma de esa libertad sexual que caracteriza la obra de Graciela Iturbide. La lectura que organiza el curador es original, no cronológica, ni cartográfica, sino centrada en el contenido de los objetos, temas y modelos. Azoteas, automóviles entoldados, caminos, pollos y cabras enteros y degollados, patojos echando relajo, y ni un pájaro en mano, todos volando.

La geometría crea el paisaje. Y si en la piel de sus mujeres, como escribe en el prólogo Rosa Casanova, “aprendimos realmente a ver la diversidad cultural”, en el conjunto de su imaginería viajamos del surrealismo cotidiano a la elocuencia de lo concreto en el otro lado del mundo. Graciela Iturbide, o la poética de la verdad. Su obra, privilegio nuestro, desnuda al mundo para vestirlo de luz.

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