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ECUADOR, UNA TRAGEDIA CAUSADA POR EL DESPRECIO OFICIAL / 276

FERNANDA VALLEJO

Aunque sea una perogrullada, el capitalismo es el que mata, no el virus; sólo que de tan obvio, parece trivial y no lo es. Las noticias de horror que resuenan en todos los medios a nivel mundial son ciertas: en Guayaquil, Ecuador, la gente muere (no sólo de COVID-19, pero también) y sus familias no tienen ni el derecho de enterrarlos con dignidad.

Somos un país que no conoció lo que llamaron Estado de bienestar; pero eso sí, lleva casi medio siglo siendo forzado, por una vía o por otra, a entrar en la modernidad, a pagar caro por el progreso. Y así, cíclicamente somos sometidos a medidas de ajuste que empiezan con los sistemas más fundamentales para el cuidado de la vida: la salud y la educación. En los últimos dos años, se redujo en cerca del 30 por ciento la inversión en salud y fueron despedidos más de mil 500 médicos y personal sanitario. No podíamos estar más desmantelados para recibir lo que vendría.

Los muertos en la calle son el grito más desgarrador de la exclusión sostenida y maquillada de mi país, en la ciudad emblema de esa exclusión y despojo.

Guayaquil nunca dejó de ser un feudo de señores oligarcas y plutócratas, su prosperidad de enclave se sostiene en la vergonzosa miseria de millones.

Se ufanan de ese orden de las cosas, se ufanan de su capacidad de desprecio por quienes con su hambre alimentan su opulencia.

Eso es un ángulo en el que quisiera detenerme un poco más. El desprecio neoliberal, populista y oligarca por la gente, por la vida, por la naturaleza, por la dignidad que saltó en Guayaquil anda por todos lados.

Los acontecimientos que desnudan ese desprecio se desarrollan muy rápidamente. Apenas da para levantar cabeza después de semejante revolcón.

El primer caso oficial de coronavirus se reporta el 14 de febrero. El 10 de marzo el gobierno anuncia más medidas de ajuste, incluyendo reducción de salarios a trabajadores y trabajadoras del sector público (que llamaron aporte temporal). El plan era dosificar en varias entregas todo el paquetazo: al final cambiarían las cosas con la epidemia.

El 11 de marzo empiezan a decretarse restricciones de movilidad y algunas medidas frente a la pandemia que ya contaba con cientos de contagiados y los primeros muertos. Una semana después, el 17 de marzo, se decreta estado de excepción y toque de queda que se endurecerá la siguiente semana.

El 24 de marzo, el gobierno anuncia que pagará puntualmente 324 millones de dólares de bonos de deuda externa (el tramo correspondiente a tenedores particulares, la mayoría de la burguesía ecuatoriana, fueron emitidos en el gobierno de Rafael Correa), mientras se empeñaba oro de la reserva valorado en 700 millones de dólares a cambio de 300 millones, todo ante la mirada estupefacta de un pueblo forzosamente recluido. El presidente además, mediante decreto, liberaliza y flexibiliza de todas las formas posibles las condiciones de trabajo, así que los empleadores pueden pagar por tramos, considerar el receso forzado como vacaciones impagas, definir el horario trabajado y pagar según ese tiempo, todo lo imaginable excepto el despido intempestivo (para eso las empresas contarán con un artículo específico de la ley correspondiente). Hay una medida de cobro anticipado del IVA a empresas (reembolsable).

Todo eso en cuestión de 15 días, mientras las personas se encontraban encerradas y con ley marcial. A diario en cadena nacional llevaban sus cuentas (deshonestas) de contagiados, sospechosos y muertos y seguían como si nada en sus políticas de estrangulamiento.

Poco a poco nos enteraríamos que los primeros casos no recibieron atención y el cerco epidemiológico no existía. Nos fuimos enterando qué tan improvisados y negligentes fueron los gobernantes que 40% de contagiados son personal médico y sanitario, que no contó con equipo mínimo y ni siquiera con su salario a tiempo. Mientras el vicepresidente los llamaba “héroes”, haciendo de las cadenas nacionales su campaña electoral, se destapaban escándalos de sobreprecios en compras hospitalarias para la emergencia, se gastaban millones en publicidad para el vicepresidente, y renunciaba la ministra de salud denunciando que se le negaron los recursos para la emergencia.

Quince días nos repitieron que la culpa era nuestra, que porque salimos de indisciplinados que somos (porque el hambre es así, indisciplinada). Que no seamos quejumbrosos, que hay que arrimar el hombro todos por igual. Es culpa de la gente que no sabe usar el 911 y al primer estornudo está llamando. Es culpa de los y las compatriotas varados en distintos lugares por no poder pagar hoteles y pasajes de vuelos “humanitarios”. Culpables los vendedores ambulantes que siguen rebuscando su diario. Culpables los médicos por querer “vestirse de astronautas” (según lo dijo el viceministro de salud en una de sus primeras intervenciones). Culpables los y las pensionistas por aglomerarse a cobrar sus pensiones, cuando ya pueden hacerlo por internet. La culpa es nuestra.

Violencia sistemática y conculcación de derechos sin límites ni precedentes. Nos han agredido sin piedad durante tres semanas. De palabra, de obra y de omisión. Soltando todo su desprecio.

Mientras las cadenas estatales le hacían publicidad gratuita a las empresas, en la Amazonía las poblaciones ribereñas del Bobonaza —en su mayoría kichwas amazónicos— veían destrozadas sus chacras y viviendas por un desbordamiento inusitado del río. Los gobernantes en sus distintos niveles no hicieron absolutamente nada. Este desastre tampoco existió para los medios. No existió, como no existen los pueblos amazónicos: sólo sus territorios para calmar su codicia.

El gobierno del desprecio, el desgobierno, ha facilitado la violación de derechos laborales en bananeras, despidos en florícolas y otras empresas, más de mil 300 personas sólo en las dos últimas semanas. Empresas que tienen para donar en teletones y no para pagar a sus trabajadoras y trabajadores.

La respuesta de la oligarquía a esta crisis total es incompetente y ofensiva, ha recurrido a lo único que sabe cuando se trata del pueblo: represión reforzada, teletones y donativos despreciables, como ataúdes de cartón o un lote municipal para la fosa común (porque hablaron inicialmente, muy sueltos de huesos, de fosa común con monumento a los caídos anónimos y todo), agua bendita lanzada desde un helicóptero por el obispo.

No han tenido una sola política decente para la situación de emergencia.

En Guayaquil los servicios privados de salud no atendieron emergencias, mostraron sus caros costos y sus pocas condiciones. El mayor servicio exequial lo controla una fundación que recauda millones por el monopolio de la lotería, no rinde cuentas a nadie por ese dinero y no fue capaz de abrir sus puertas, donar nichos, gestionar ataúdes, facilitar trámites ante la crisis de cadáveres. No hicieron nada.

Pero además de la indignación ante tanto desprecio condensado en tiempo y profundidad, cabe preguntarnos cómo lograron perforar en su capilaridad el tejido social y deshabilitarnos tanto, al punto de perder el derecho a gestionar no ya nuestra vida, sino nuestra propia muerte.

Y ahí la pesadilla neoliberal con sus medidas de ajuste se junta con el autoritarismo redistribuidor, que decidió e impuso cómo debía ser nuestra educación, nuestra salud, nuestra organización, cuál era el progreso que nos convenía, a cambio de servicios con obsolescencia programada. La embriaguez de consumo y “progreso” durante la década pasada nos sedujo.

Casi nadie lo notó. Los pueblos indígenas sí, y su resistencia les costó destierro y represión silenciosa. Y ahora, esa autodeterminación tan peleada, es su herramienta para lidiar con la pandemia. Atentos como andan siempre en la vida, saben que no tienen ni centros de salud ni nada, y aún si hubiesen, serían los últimos en ser atendidos.

Así que rápidamente activaron sus propios protocolos de autocuidado y organización. Todas las comunas establecieron su régimen de vida y auto aislamiento comunitario, que es muy distinto del decretado.

La enfermedad es de la ciudad, del modo de vida de la ciudad, dicen, así que tenemos que fortalecer los modos de vida del campo. Y se han reactivado con mucha fuerza trueques y ayudas mutuas y prestamanos. Y los sabios y sabias comunales van por las casas repartiendo plantas medicinales y consejos para prevenir la enfermedad. No se permite el retorno de migrantes a las comunas, pero sí se envían provisiones a familiares y amigos en las ciudades.

La producción campesina brilla hoy con luz propia; gracias a que no han parado de mandar productos a los centros urbanos, la especulación con precios o desabastecimiento han quedado bajo control.

Es la producción del campo la que está proveyendo a los kits de alimentos que gobiernos locales (especialmente los indígenas) entregan permanentemente a familias sin recursos en la ciudad. La producción campesina se está entregando a domicilio bajo la forma de canasta de verduras, hoy más que nunca tan necesarias, verduras y frutas frescas. La producción campesina de leche se distribuye entre familias empobrecidas en ciudades pequeñas.

La producción artesanal rural se activa para producir y distribuir ropa e insumos de protección médica y la donan donde hace falta, o la venden y con eso pagan a su gente. No hay desprecio que las detenga.

En las ciudades se activaron redes de apoyo con alimentos para vecinos y vecinas en necesidad, redes de cuidado y apoyo ante violencia de género e intrafamiliar. Colectivos de jóvenes colaboran con productores campesinos facilitando su sistema de pedidos y entregas mediante internet, redes sociales o aplicativos de celular. Universidades ponen su contingente (pese a la lentitud e indolencia gubernamental) para atención médica a distancia, para exámenes de detección de COVID, barrios, conventos, médicos particulares, artesanos de distintas ramas, como en otras partes se han activado, enfrentando así el desprecio y la desidia.

Los barrios, esas entidades tan desmanteladas desde hace más de treinta años, recuperan el control de su territorio, reviven, y activan sus redes de cuidado.

El capitalismo mata, no el virus; pero el virus enseña y despierta. Ojalá tengamos la fuerza suficiente para contrarrestar el proyecto de muerte y su enorme poder que está en manos de nuestras élites, ojalá el tejido urbano que ha despertado permanezca después de la cuarentena. Yo tengo esperanza, pero duermo con un ojo abierto.

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