MUJER RAYO / 277 — ojarasca Ojarasca
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MUJER RAYO / 277

JUVENTINO SANTIAGO

El cielo mixe estaba totalmente cubierto de neblina desde que amaneció y había sido un día sin sol. Lo único que habíamos sentido era la llovizna y el frío aquella tarde en El Duraznal, cuando de pronto escuchamos los ladridos de nuestros dos perros que estaban echados a un lado del patio. Fue entonces cuando salimos corriendo para ver quién bajaba de la vereda que venía de Tamazulápam. Vimos que era un señor y cuando él nos vio allí parados justo donde había un par de aguacatales nos regaló dos panes. Años más tarde nos enteramos que aquel señor había estado trabajando en Coatzacoalcos, Veracruz y que era uno de sus tantos hijos que dejó mi papá al morir.

Luego, nosotros regresamos corriendo contentos porque ya llevábamos un poco de alegría en las manos para nuestro estómago y entramos a casa para seguir soplando la lumbre que estábamos haciendo. Allí las cenizas volaban y bailaban como si una banda filarmónica estuviera tocando los sones y jarabes mixes. Finalmente, comenzó a arder la leña de encino y pusimos a calentar una olla de barro para hacer café. También comenzamos a moler una cubeta de nixtamal en el molinillo mientras esperábamos a que llegaran mi mamá y mi hermano mayor, quienes habían ido a trabajar en la mañana al otro lado del cerro y en la parcela de la abuela María.

Pero esa tarde noche, mi mamá y mi hermano mayor no llegaron a casa y no sabíamos cuál había sido la razón. Teníamos miedo porque ya estaba oscureciendo y los pájaros revoloteaban alborotados y cantaban en las ramas de los árboles anunciando que el día había muerto. Yo no quería que anocheciera, pero a pesar de mis ruegos a la madre tierra y a todos los dioses, la noche llegó y encendí el candil. Después, tomamos café y lo acompañamos con papas que habían cocido desde el día anterior y enseguida tendimos el petate. Nos acostamos para tratar de dormir y yo comencé a tararear “Vendrá la noche más larga, quiero que no me abandones”, de la canción Al alba de Luis Eduardo Aute. La noche era fría pero no tan silenciosa como otras ocasiones porque nos espantaba cualquier ruido que escuchábamos en el patio, como el rugido del viento, el canto del tecolote y el llanto del cielo. Temblábamos más cuando bajaban los ratones en una de las esquinas dentro de la casa en busca de comida. Luego, quedábamos inmóviles en el petate y lo único que hacíamos era escondernos debajo de la cobija delgada que teníamos puesta, pero seguíamos despiertos y preguntándonos en silencio por qué no habían llegado mi mamá y mi hermano mayor a casa.

Así que aquella noche intenté pensar en algunas causas del porqué no habían regresado a casa: primero, podría haber sido que uno de ellos había resbalado en algún puente de madera al cruzar el río. Segundo, esta idea sonaba algo feroz, pero también era posible que ellos habían encontrado un tigre en el camino y que minutos después habían sido devorados. Tercero, esta posibilidad era la más triste, porque probablemente mi mamá nos había abandonado, llevándose solamente a mi hermano mayor y yendo al pueblo vecino de Cacalotepec o Atitlán. Luego, en la oscuridad recordé que algunas mañanas anteriores mi mamá se había enojado muchísimo cuando no ardía bien la leña y la boca de la casa tampoco era muy grande para que allí saliera todo el humo. Entonces, ella decía que nos dejaría solos y que iría a cortar café a Quetzaltepec o Alotepec. En este último pueblo ella tenía un hermano mayor que después murió porque algo entró en su estómago y se infló como un oso.

Ante esta situación inminente de orfandad, aquí también había tres caminos. La primera, era que mi tía Teresa se encargara de cuidarnos, pero no era nada sencillo para ella porque tenía más de siete hijos y pues no tendría tiempo ni comida suficiente. La segunda, que mi abuela nos cuidara, pero ella también ayudaba a cuidar los hijos de mi tía y tampoco podría. Entonces, como puede verse, estas dos posibilidades eran solamente ideas dibujadas en mi mente, pero en realidad no solucionaba nada. La tercera y la última posibilidad era remota porque consistía en irnos a vivir con mi tío Rogelio, pero él había enviudado desde hacía un año porque su esposa había muerto de brujería por no repartir en partes iguales la cosecha de maíz con su vecina. Y cuando mi tía estaba agonizando, veía y sentía cómo le echaban montones de maíz sobre su cuerpo y sus últimas palabras fueron: “No me miren, zopilotes, porque pronto serán felices”. Por esta razón, mi tío y sus tres hijos se preparaban de comer. Mis primos estaban llenos de liendres y piojos porque rara vez se bañaban al igual que nosotros. Además, los tres tenían manchas blancas redondas en sus cachetes y mi mamá decía que esas manchas salían porque tenían demasiado antojo de comer pan. Pero no podíamos ir a vivir con mis primos porque mi tío Rogelio era malo. Él les hacía trompos de muchos colores a sus hijos y luego ellos bajaban a nuestra casa a hacerlos bailar en el patio. A veces pensaba que mi tío podría hacer unos trompos para nosotros, pero eso nunca sucedió, así que yo mismo iba al monte y buscaba algún ‘këmäjk’, árbol ligero y fácil de cortar, para hacer mi propio trompo.

Ya habíamos sobrevivido una noche sin mi mamá, cuando por fin al día siguiente por la tarde llegaron terriblemente cansados y cada quien traía una pala. Pero tampoco dijeron por qué no habían llegado el día anterior. Tuvieron que pasar varios años para que mi mamá nos contara qué les había ocurrido en el camino de la parcela a la casa. De hecho, ellos ya habían trabajado varios días en la parcela de la abuela María y ella regañaba a cada rato a mi mamá diciéndole que no le arrimaba bien la tierra a las milpas, y mi mamá le respondía que la tierra caía y se resbalaba porque el terreno estaba demasiado empinado. Entonces, cuando ellos ya iban subiendo aquella tarde rumbo a casa, comenzó a relampaguear y el rayo seguía furiosamente a mi mamá porque cada vez tronaba más cerca. Luego, ella vio cómo un árbol de ocote fue alcanzado por el rayo y lo partió a la mitad desde la copa hasta la raíz. Al ver la fuerza del rayo tuvieron que pernoctar en casa de su comadre Nicolasa. Después, mi mamá se enteró que el rayo era nagual de la abuela María y antes ya había quemado a un niño.

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Juventino Santiago, colaborador frecuente de Ojarasca, es originario de Tamazulapam mixe y egresado de la Maestría en Lingüística Indoamericana en el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS).     

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