SHAWANY. RELATO NAHUA / 277 — ojarasca Ojarasca
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SHAWANY. RELATO NAHUA / 277

JORGE AMADOR TLATILOLPA

Estaba aquí con todos y con nadie, en este lugar tan bonito en donde se vive con carencias; pobreza y marginación le llama el gobierno. Con todas las limitantes de la vida, tenemos aquí algo muy especial, único, y pocas personas lo pueden tener. Y si bien es cierto que no está presente en toda la vida, se construye en comunidad todos los momentos posibles. Hablo de la aspiración tan anhelada de muchos, refiero a la Felicidad.

No les platico esto para presumirles que he sido feliz; les platico porque hoy es un día distinto a los que he vivido, pues invita a la reflexión de nuestra razón de existir, el día de hoy está muy shawany.

Shawany, así se escucha el sonido del agua que cae a cuenta gotas, de manera constante y sincronizada, cual fuera un canto hecho para producir nostalgia. El agua choca sobre el fierro oxidado y se desliza hasta caer al piso.

Resalta el petricor cuando el agua hace contacto con el polvo de la calle pavimentada con concreto y al cerrar los ojos despierta el sentido del olfato, y no importa lo buenos o malos que hayamos sido en esta vida, nos recuerda lo siguiente: estamos aquí de manera efímera, la vida es un suspiro y la tierra reclama lo que somos, pues a ella pertenecemos.

La tarde es fría, nublada; y semi-oscura, pues aquí llega muy poca luminiscencia de una lámpara vieja, llena de polvo y que en ratos se apaga; sí, así es, es del alumbrado público que poco, mejor dicho casi nada, bueno, está bien, hay que admitirlo, nunca le han dado mantenimiento; pareciera del medievo, aunque sé que no es de esa época, pues apenas hace cuarenta y ocho años que hay luz aquí en el pueblo.

Aquí estoy, sentada bajo un arco de la puerta de mi casa de mampostería, tengo los pies fríos y las manos congeladas, casi puedo enfriar una malteada, hasta convertirlo en un “Esquimo”.

Veo mi reloj, un reloj de pulsera que siempre llevo puesto en mi mano izquierda, extensibles de color pardo, tiene la forma circular, no sé de qué marca es, pero tiene las siguiente letras: “zitacen” o algo así.

No sé qué dice porque no se leer, como sea, el reloj tiene dos manecillas, una grande y una chica, la chica marca el siguiente símbolo VIII, y la manecilla más grande apunta a este otro símbolo VI; aunque, para mí, son dibujos de palitos y diagonales. Indican esas flechas, que ya es la hora de tomar mi medicamento. Debo tomar unas pastillas medianas, redondas, de color blanco, carbamazepina se llama.

Me he medicado con ella desde que tengo once años, me lo recetó Corajes, una mujer que hacía curaciones aquí en el pueblo, era una señorita como de sesenta años de edad, de quien nunca me enteré de su nombre real, pues me daba miedo porque se enojaba por todo, excepto cuando curaba. En esos momentos se serenaba, su mirada fluvial expresaba amor a sus semejantes, la señorita Corajes era comadre de mi madre.

Oh sí, mi madre, quien falleció en mil novecientos setenta y dos, y que el diez de mayo es su aniversario luctuoso. La última vez que la vi fue aquí a la vuelta de la casa, en donde está el amél. Mientras ella lavaba la ropa, yo jugaba a lavar mi kichquemitl.

Mi madre, muy delgada, decían que era porque comía poco. La señorita Corajes decía que padecía una enfermedad que no puedo pronunciar bien, recuerdo que era algo como amenia o anemia.

Vestía falda negra de lana, una blusa bordada que tenía plasmados flores y animales de yolistli, sus cabellos entrecruzados con listones de colores que servían para amarrarse y ornamentar el cabello, que caían en su espalda en forma de dos tiras, siempre con los pies llenos de polvo y tierra, cuarteadas y con la piel dura, pues nunca utilizó huaraches o zapatos. Ella partió de este mundo, dejándome como enseñanza: no importa lo que tienes, importa lo que das; no importa quién eres, trasciende más cómo eres contigo y con los demás; en fin, una madre es la expresión de amor más hermosa de la vida.

Crecí con carencias y casi no podía trabajar por mi problema de epilepsia, nunca me casé y tampoco tuve hijos, los vecinos de la comunidad me apoyaban, me compraban ropa o me invitaban un taquito; todo eso no sólo cubría mi cuerpo o llenaba mi estómago; todas esas acciones eran abrazos camuflajeados en ropa, muestras de amor y de cariño que llenaban el alma y se puede leer en una mirada y una sonrisa dulce, tierna y agradable. Es un alimentar al alma y recordar que estamos vivos, que podemos no sólo amar, sino que también podemos ser felices y hacer felices a las personas.

De tanto platicarles, se me olvidó la hora; aunque me quedé a compartirles parte de mi vida, porque, desde siempre, nunca he pedido llevar completamente mi tratamiento fármaco, debería de tomar una pastilla diaria; sí, la que me sugirió Corajes. Me volví dependiente al medicamento, aunque mi condición económica no siempre me permitió comprarla, y hoy es el caso.

No tuve dinero para comprarlo; por eso no pude tomarlo, y es por ello que a la hora que les dije, caí al piso sucio de la banqueta, un piso lleno de basura que tiran los transeúntes, más el polvo que trae el viento. Pues, no soporté las convulsiones y me golpeé la nuca dejándome inconsciente y un poco después expiré, quedó mi cuerpo solo, sin nadie, sin nada, conmigo pero feliz, como siempre viví, así fue mi óbito.

Aunque para quien lee esto, es porque está vivo y sugiero, sin que mi sugerencia sea considerada de corte moralista, que debe de profundizar y reflexionar la vida para aprovechar el tiempo y construir los momentos de la vida en felicidad con todos. Sonríe hoy que puedes; no demores en hacerlo, pues te puede alcanzar shawany.

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Jorge Amador Tlatilolpa, autor náhuatl originario de Xochinanacatlán, Tlaola, Puebla. Promotor de los derechos de los pueblos indígenas; licenciado en Derecho, maestro en Derecho Constitucional y Amparo, es profesor de tiempo completo en Universidad Intercultural del Estado de Puebla. 

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