EL VIRUS DEL SILENCIO — ojarasca Ojarasca
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EL VIRUS DEL SILENCIO

SILVIANO JIMÉNEZ

Abuelo, ¿la ropa que usó Jesucristo era suya?, cuchicheó Mateo. El virus del silencio estruendoso invadía la noche de verano. San Miguel Chimalapa fulguraba una noche espectacular donde el hálito de la brisa nocturna y el cielo impresionante lleno de estrellas acicalaban la oscuridad de los números irracionales. En la lontananza, el hermoso lucero Venus se distinguía del resto. Si continúas viendo La rosa de Guadalupe jamás encontrarás respuesta a tu pregunta, respondió Maximiliano. Apaga el televisor, añadió el anciano. Mateo apagó el televisor y acompañó a su abuelo a la enramada de palma. Tomaron asiento en corro, tanteando su sana distancia. La noche continuaba sumergida en un sepulcral silencio taciturno; tan sólo se notaba poco alterada por las agonizadas respiraciones de la flora y la fauna. Mientras, Maximiliano inmerso, concentrado e hipnotizado, recordando la gestión de la cremallera de un sayo diáfano y entallado que moldeaba temerariamente los pliegues de una sílfide, mientras sus labios tironeaban con delicadeza sus bragas. Un escalofrío ostentoso recorrió el cuerpo de Maximiliano, mientras a su mente llegaban intensos recuerdos de aquella respiración consciente cuyo resultado resumía con las siguientes palabras: catarsis, arrebatos, bustos, alborozo, ñeque, ajorcas, sístole, diástole, epidermis, límpido, molicie, ósculos, núbil, talle, esponsales. También recordaba aquella felación acompañado del descender de su falo sobre un ardoroso intersticio de unos flácidos senos fastuosos. Todo estaba en silencio lúgubre. De pronto, la quietud se vio interrumpida por las sonrisas de unos fémures opulentos. Era la imaginación de Maximiliano. Soñaba tener entre sus manos enérgicas unos pectorales que se enaltecían turgentes por el mismo deseo que los consumía. Un fuego penetrante se formó en su corazón que avivó todas las partes de su cuerpo. También alcanzó a encender su pasión. De modo que su erección palpitaba y crecía. Su prenda interior se mojó. El anciano tuvo temor de que la humedad se notara a través de la tela de su harapo. Entretanto, Mateo dibujaba mariposas sobre un corazón en el suelo, como si en verdad entendiera que el amor es dulcísimo. Las ráfagas de estentóreas y melifluas frases yuxtapuestas del viento sobre las ramas obligaron a Maximiliano a dejar de lado los pensamientos deleznables y se incorporó a la conversación de su nieto.

–¿Tim tsükpa Mateu? (¿Qué haces Mateo?), preguntó el anciano decrépito.

–’Ün jaypa tum chik tsokoy witümjünang i tsapjü surpenpendükay kekxukpa junang bi inüdükay üy wojxukpa bi xawa üy pajak wane (“Dibujo un corazón con ojos y mariposas volando como nubes que surcan el aire cadencioso”), respondió sonriendo el infante, sin levantar la mirada.

El anciano inhaló ahogadamente y citó: “El amor es dulcísimo, pero su pulpa es amarga”. Una lágrima resbaló por la mejilla del abuelo, no comprendía por qué los recuerdos se empeñaban en salir de sus sepulcros ahora, pero lo hacían. Mientras Mateo, con la mirada hacia abajo, se empeñaba en finalizar sus garabatos. Nuevamente, el silencio prolongado se apoderó de ambos. Maximiliano aprovechó para sisear en silencio los versos del poeta: “El corazón enamorado no conocerá la tranquilidad mientras sea esclavo del amor. El enamorado no tendrá segura su razón mientras haya belleza en la mujer”. De nuevo, inhaló suspiros sordos y profundos y dejó que Mateo continuara al igual que el negro y tenebroso silencio de la noche. Maximiliano quería enloquecer por las evocaciones de los recuerdos de una meretriz frígida e inverosímil. “Durante mucho tiempo he podido ocultar mis sufrimientos, renuncié a mi tranquilidad, perdí la vida de mis labios, aprendí el arte para disimular la tristeza y fui víctima de las saetas de sus ojos”, farfulló en silencio. “Las lágrimas de mi corazón lloraron su ausencia desde que se fue con otro”, musitó silenciosamente. “Dejó mi corazón completamente destrozado. Y tuvo el valor de ocultar la ruptura de nuestra relación al decirme: mi corazón no es bastantemente vasto para alojar distintos amores”. La memoria de la oscuridad concebía el silencio viral. Entretanto, Maximiliano recordando aquella dolorosa despedida cuando ella le citó los versos del poeta: “¡He inflamado todos los corazones, y he quitado el sueño a todos los ojos! ¡Soy flor de fuego, y nadie me ha cogido! Si tu m’aimes, prends garde à toi!” (“Si me quieres, ¡vete con cuidado!”). Las tinieblas invadidas de negro silencio opulento perseguían la luna diáfana. La perspicacia de Maximiliano paseaba sigilosamente en busca del atrevimiento del viento. De pronto se escucharon los versos del poeta: “Cuando ella se marchó, tres cosas me ofreció para elegir: el alejamiento, la separación, el abandono; tres cosas llenas de tristeza”. La noche suntuosa seguía las luces de las constelaciones. Nada existía, sólo las agonizadas palpitaciones del silencio letal. Como dijo el poeta: “Me despedí, y mi mano derecha secaba mis lágrimas, mientras mi mano izquierda rodeaba su cuello”, masculló el anciano. Durante un instante, brilló el relámpago de rabiosa felicidad sobre el iris de Maximiliano.

Al poco instante, el frío se coló por sus pensamientos y tocó su alma. La noche viraba en silencio. La flora y la fauna noctámbula reverberaban silenciosos palpitares sobre los vientos alisios. Los tímidos rayos de luz de luna límpida y una leve vibración del silencio despertaron a Maximiliano del breve y fugaz déjà vu que estaba vivenciando en ese momento, y se incorporó a la conversación de su nieto y citó: “El hombre ha nacido libre y en todas partes se halla encadenado. Hay quien se cree el amo de los demás, aunque sea más esclavo que ellos”. Otro negro silencio letal y prolongado se apoderó de ambos. ¿Quién le proveyó los tabacos al amo que nos creó?, ¿quién le dio luz al iris de sus ojos?, ¿quién le modificó sus genes?, inquirió Mateo rompiendo el silencio sosegado. El anciano se reprendió en silencio, suspiró profundamente y dijo: “Ay Mateito, qué preguntas son ésas”. “¿Cómo se escucharía Jesús repitiendo en la cruz, al estilo rap, Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso…?”, volvió a preguntar el infante. Inmediatamente, el anciano se increpó silenciosamente. “Si continúas con esas blasfemias elaboraré un cubrebocas de hierro”, ordenó con voz ronca y potente. “Heráclito comprendió el mundo; Parménides desenmascaró el alma; Pitágoras midió a Dios; Nietzsche asesinó a Dios; Foucault eliminó al ‘hombre’; a nosotros nos corresponde sólo callar”, citó Maximiliano. “Usa el cubrebocas”, añadió el abuelo. “Que se queden sentados los intelectuales”, aludió al poeta.

La noche continuaba sumergida en un sepulcral silencio ennegrecido por el virus. De pronto, a lo lejos se escuchó la voz del amo del monstruoso silencio viral que obliga a enmudecer y a “pisar fuerte toda la pobre inocencia de la gente”. Mientras el hálito de la noche fustigaba secretamente al amo del silencio viral que arremetía contra los fonemas, sílabas, morfemas, acentos, lexemas, palabras, frases y oraciones simples y complejas del viento, atmósfera, clima, agua, fuego, flora, fauna y de todas las especies de la Tierra. “Mateu, dey ke dü tsamtampa angkimoba’k pündükay, mix ’ün ’oktsamjaba tum ’oktsam anpünjo” (“Mateo, ahora que estamos hablando de amo, te voy a contar un cuento en zoque”), dijo el anciano. El niño no escuchó. Estaba inmerso, concentrado e hipnotizado en sus dibujos. En la superficie se podía observar un corazón con dos iris ciegos, cejas arqueadas, pestañas alargadas y mariposas silentes volando sobre la cúspide. El abuelo, se acercó sigilosamente. Con cariño le tocó el dorso y le repitió: “Mateu, dey ke dü tsamtampa angkimoba’k pündükay, mix ’ün ’oktsamjaba tum ’oktsam anpünjo”. El niño reaccionó y despertó del sueño profundo y dijo: Jü’ü chik jaton pün. Mix ’ün matongpa (“Sí, abuelito. Le escucharé”). Una vez, un anciano me platicó que los zopilotes no se alimentaban de cadáveres. Les amedrentaba el hedor de los cadáveres. No obstante, un día llegó el amo, el papá de los zopilotes. La especie de zopilote que conocemos como “zopilote de cabeza colorada”. Los zopilotes de la otra especie tenían muchísima hambre y a una distancia no lejana se encontraba un animal muerto. Estaba tirado. Ya estaba en estado de descomposición, pero ninguno se atrevía a tocarlo. Entonces, el amo —el zopilote de cabeza colorada— les preguntó: ¿Qué hacen acá? Inmediatamente, comenzó a copular con las hembras porque únicamente hembras había allí. ¿No tienen hambre?, volvió a inquirir. ¡Fíjense! Ahí está resguardado nuestro alimento, añadió el amo. Sí tenemos hambre, respondieron, pero no queremos perforarlo con nuestro pico. Entonces, el amo dijo: Si no tienen hambre no lo coman. El amo agarró y perforó al cadáver por el lado del recto. Comenzó a perforarlo. Ahora sí vengan todos, les dijo. Luego, los zopilotes ingresaron y comenzaron a sacarle los órganos internos. Únicamente le dejaron la piel. Después, aquel anciano dijo: Una vez mataron a un hombre en el camino. Estaba tirado y se encontraba en estado de descomposición. Entonces, los zopilotes volaban alrededor del cadáver. Tenían el deseo de perforarlo, pero no podían. No obstante, al poco rato volvió a llegar el zopilote de cabeza colorada y les preguntó: ¿Qué están observando ahí? Ahí abajo hay algo que tiene el aroma delicioso, respondieron. Lo fue a ver. No, eso no, les dijo, porque ese cadáver no es para nosotros. Al rato vendrá a levantarlo su dueño porque a ese cadáver lo mataron. Yo les anticipo que ese tipo de cadáver no lo toquen. Sólo busquen a esos animales silvestres que se mueren y se descomponen. De ese tipo de cadáver sí pueden comer. Cierta ocasión, el zopilote de cabeza colorada se equivocó. Una vez, un tigre comió a un becerro, pero resulta que el becerro estaba recién vacunado. Cierta noche el tigre hambriento regresó para comerse al becerro vacunado. El tigre llegó. Comió al becerro y se fue. Sin embargo, sin haberse alejado del cadáver, feneció. Entonces, el hedor del tigre alarmó a los zopilotes, así que, inmediatamente, los zopilotes llegaron. Acá hay una comida, exclamó el amo. Se acercaron a perforarlo. Comieron hasta saciarse y decidieron marcharse, pero no tardó en ocurrir lo esperado. Tampoco se alejaron demasiado. Todos fenecieron. Aquellos zopilotes murieron porque comieron al tigre que a su vez comió al becerro vacunado. Fue así como se perdió la especie del zopilote de cabeza colorada. Murió porque comió un tigre que a su vez consumió un becerro envenenado.

El silencio taciturno continuaba, mientras a Mateo le aprisionó el pecho una sensación de ahogo. En el horizonte los brazos de la luna diáfana contemplaban los temores del viento. Sobre las níveas de la oscuridad centellaba la cálida luz de las estrellas, mientras los sentimientos del alma blanca de la nova se reflejaban sobre las neblinas que acompañan la bruma de la noche tranquila. A lo lejos, las edénicas brisas del alba se asomaban por las ventanas de brillantes zafiros. De pronto, la quietud del silencio se vio interrumpida. “Mateo, lo que acabas de oír me lo contó Camilo. Bien sabes que ninguna de las palabras que he dicho antes son mías. Como dijo el poeta, sólo intento fragmentar ‘el silencio irreparable de los millones de almas que nada han dicho’. Él lo narró con sus particularidades fonéticas, morfológicas, sintácticas, semánticas y pragmáticas que lo caracterizan como zoque parlante. Espero haberlas proferido bien y ojalá algún día tengas la oportunidad de comprender sus palabras”, agregó el anciano.

La noche seguía al silencio viral. En la lejanía, cerca del suelo, una minúscula luz tenue de fuegos fatuos palpitantes e incandescentes, provenientes de la combustión de gases del pantano, parpadeaba. Nuevamente, el sosiego de la noche se vio interceptada. “Mateo, toda luz da sombra y la civilización del espectáculo sigue las luces pero no ve las imágenes oscuras que proyectan los cuerpos opacos sobre las superficies de la Tierra”. El silencio prolongado irrumpió los fonemas. “Todo está inspirado en los animales, aunque el superhombre no lo reconozca también inspira”, dijo Maximiliano. “De igual manera como, en el cuento anterior, desaparecieron los zopilotes de cabeza colorada; la humanidad, hoy día, también está amenazada”, hizo la analogía el anciano. “Siempre lo ha estado”, añadió. “Pero esto no sorprende, lo anticipó el sociólogo al afirmar que los nuevos riesgos derivados de la sociedad global no entienden de fronteras, ni de chovinismos obtusos, y atajarlos sólo será posible desde una gobernanza global”, citó el anciano. “Mateo, la supervivencia de nuestra especie depende de la congruencia de pensar distinto de lo que hoy pensamos, de plantear nuevas miradas de concebirnos a nosotros mismos, a los demás y al mundo en el que vivimos”, parafraseó el anciano. “Aquí en el pueblo estamos tranquilos, pero en las ciudades por todas partes sobre los espejos con brillos se lee el mensaje: acceso sólo a ojos sin iris y sin córneas; bocas sin lengua, voces sin eco y mentes sedadas y sin luces. Pronto, muy pronto, la civilización del espectáculo buscará hacer posible y obligatorio guardar silencio”, masculló el anciano.

La noche viraba, mientras Mateo, atónito de calor, escuchaba con atención a su abuelo. “El confinamiento aún no atemoriza a nuestro pueblo, ni las tensiones y las cargas eléctricas de las rocas que brotan del suelo en diferentes formas y colores. La vasta e inconmensurable nobleza de los relámpagos ascendentes y esféricos, del sol con destello verde, espectros rojos, chorros azules, jamás nos abandonarán. Aunque hoy día todo está capitalizado, incluyendo las flatulencias del sol, los senos fastuosos de la madre Tierra, ni en las peores tempestades, nos dejarán de amamantar. Usa el cubrebocas, cuida y defiende la Tierra”, añadió el anciano. “Pronto, muy pronto, llegará la nueva normalidad con la dosis perfecta de ‘cerebro en una cubeta’ que conecte, mediante cables, a una supercomputadora al hombre contemporáneo”, dijo el anciano. “Valdría la pena que, cuando crezcas, revisaras a Giorgio Agamben para entender qué significa ser contemporáneo”, añadió el anciano decaído. “A nosotros nos correspondió convivir con el universo ideológico que todo lo mercantiliza. Nos tocó convivir en la pandemia que confunde a la sociedad y a los gobiernos de izquierda capitalistas. Nos tocó vivir con guerras modernas. Nuestros antepasados ya lo padecieron y a las futuras almas de nuestros congéneres les corresponderá vivenciarlo en los próximos siglos. No sabes cuánto lo siento por los millones de hermanos que se van a buscar las ‘heces del sol’, traducción de ‘dinero’ en varias lenguas de Mesoamérica, sin darse la oportunidad de saber que el tsäjpkaaky ‘pan’ (tsäjp=‘cielo’ y kaaky=‘tortilla’: tortilla del cielo, en lengua mixe) lo provee la Tierra”, finalizó el anciano.

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Chivis (Silv iano) Jiménez, zoque por sus orígenes, doctor en lingüística por el Centro de Investigaciones y Estudios en Antropología Social (CIESAS). Sus disertaciones de grado han sido sobre lengua y gramática de la familia mixe-zoqueana.

 

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