LA LUMBRE DIJO QUE VOLVERÍAS
JUVENTINO SANTIAGO JIMÉNEZ
Lo esperé durante siete años porque pensé que regresaría algún día en aquella casa de lodo y piedra con techo de zacate en El Duraznal donde nos había dejado con mi mamá y mis hermanos en 1979. Día y noche estuve parado en el patio para ver en qué momento se asomaría en alguna de las veredas que llegaban a la casa. Pero nunca regresó y tampoco se asomó. Mi última esperanza fue ver y oír cada mañana y tarde la llama de la lumbre que anunciaba una visita inesperada. Creí que él llegaría a visitarnos; jamás llegó. Poco a poco, la llama de la lumbre se fue apagando y yo también me cansé de esperarlo en aquel pueblo mixe donde había sentido algo de alegría por haber escuchado las mejores melodías interpretadas por los pájaros, el viento, el río y el silencio. En aquel rincón de la sierra de Oaxaca, donde el abrazo verdadero había sido el de la neblina y las mejores pláticas habían ocurrido con mis primos mudos y mis tres perros. Allá donde la luna alumbraba mi camino y el cielo me cobijaba. Mientras la noche me transformaba para caminar libremente en la boca del cerro y de la montaña.
Después, guardé el paisaje mixe dentro de mis ojos y viajé a Oaxaca. En el trayecto, intentaba abandonar y deshacerme de mis recuerdos, pero fue imposible. Cuando llegué a la ciudad, nuevamente lo busqué en las calles, entre la multitud y en muchos rostros desconocidos. No lo vi por ningún lado. Allá me tardé más de treinta años en buscarlo y no lo encontré. Tampoco lo he soñado y tal vez ha estado ausente en mis sueños porque no recuerdo exactamente cómo era físicamente. Sin embargo, dejó un vacío en mi corazón y su ausencia se percibe en El Duraznal como si nos hubiesen robado el cielo mixe.
Pero sé muy bien que él siempre me ha seguido a cualquier lugar que vaya y pareciera que “yo llevo a la muerte en el bolsillo izquierdo”, como dice Charles Bukowski. Porque una mañana, cuando yo estaba sacando agua en el pozo en La Venta, Juchitán, sentí que alguien me miraba por la espalda y cuando giré, allí estaba él parado bajo el cielo de la gente de las nubes a la orilla de una parcela con su pelaje gris. Había cambiado de color por el clima de aquella región. Anteriormente, su pelaje era negro cuando lo encontraba en el paisaje mixe. Dejé la cubeta de agua en el suelo y él me miraba fijamente. Yo correspondí su mirada y se veía tan triste y solitario. También sentí una profunda tristeza cuando se fue lentamente por una vereda y no sé en qué o en quiénes pensaría y qué recuerdos pasarían por su mente. En ese instante quería morir e intenté tirarme al pozo cuando ya se había perdido entre los sembradíos de sorgo. Pero no lo hice, porque las vacas tenían sed. Así que seguí sacando más agua hasta llenar la pileta. Esa tarde lo extrañé muchísimo.
Al día siguiente, lo encontré nuevamente y estaba escondido a un lado del pozo y justo al pie de un árbol seco. Luego, cuando me acerqué a él, sacaba y enseñaba su lengua como queriéndome morder. Le di varios machetazos y sus gritos eran igual al de un bebé. Allí quedó muerto bajo el sol intenso en el Istmo: despedazado y ensangrentado. Después de este hecho sangriento, fui caminando hacia una vereda para salir a la carretera principal que va de La Venta al mundo zoque de los Chimalapas. Tal como él lo había hecho el día anterior. Yo sabía que era él convertido en zorro gris y en víbora sorda y que me seguía para todos lados. Aunque hacía muchos años atrás que ya había muerto. Pero ¿cómo es que se escapaba de su tumba en el camposanto de Tamazulápam y se convertía en estos animales y luego aparecía en el Istmo? Porque las personas que lo habían conocido en El Duraznal decían que era comerciante y que vendía blusas de manta. Nunca dijeron que realizaba actos de escapismo o que fuera mago.
Después de haber convivido con la gente de las nubes y comido totopos, garnachas, camarones, jaiba y curado de ciruelo, regresé a Oaxaca capital y allá llegó a visitarme dos veces. La primera vez sólo se asomó y quedó en la entrada principal de la casa. Luego, dejé que se arrastrara y que fuera al monte. La segunda ocasión, entró a la casa y estaba escondido en el baño. Allí quiso morder a alguien y nuevamente tomé el machete y lo maté. Enseguida, lo aventé al monte. Sin embargo, cada vez que lo he matado, siempre ha resucitado. Semanas después de que había ocurrido nuestro encuentro trágico en el Istmo y de su visita dolorosa a la casa en Oaxaca. Viajé a Tamazulápam para ir a verlo a su tumba y decirle que descansara y que estuviera en paz. Que yo estaba bien de salud y que en un futuro no muy lejano estaríamos juntos. Llevaríamos una vida eterna para enseñarles a los vivos que el amor de los muertos es verdadero e incondicional. Llegué a mediodía a Tamazulápam y había fiesta. Luego, encontré al señor que orienta y guía al pueblo y él me sugirió que fuera a la iglesia a dejar una veladora. Pero no logré entrar porque había mucha gente buscando a Dios.
Horas después, Po’ “Luna” me estaba esperando en el parque del amor en Tamazulápam para ir a comer empanadas de amarillo y a tomar café. Ella es una mujer sabia y mágica que ama a los gatos, los perros y las orquídeas. De niña, Po’ cargaba a sus dos cachorros en su espalda con su rebozo de mil colores y luego les daba de tomar pulque. También ella es una mujer que disfruta el frío de la noche y con sus pies abre puertas a otros mundos que los mortales jamás se atreverían a hacer. Mientras comíamos, Po’ me prestó un gabán porque hacía frío esa tarde y luego me dijo que veía en mí muchos rostros y que aún no veía mi verdadero rostro. Y añadió: “Esos rostros son tuyos, pero no tan tuyos”. Finalmente, Po’ dijo: “Tal vez sea hora de aceptar su partida. Déjalo descansar. Suéltalo, pero no lo olvides y que viva por siempre en tu corazón. Dale paz y él estará en estas montañas, feliz y dichoso. La madre tierra ya lo aloja ahora”. Sí, le respondí. Terminamos de comer y nos despedimos. Ella se fue a su local y yo viajé a El Duraznal. Al llegar, comencé a sentir dolor de cabeza muy fuerte porque había visto nubes grises e indicaba que llovería. Después, me acosté y cuando desperté al día siguiente estaba quemado mi frente y parte de mi cabeza…
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Juventino Santiag o Jiménez, escritor mixe originario de Tamazulápam, Oaxaca.