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LA NOCHE POR DELANTE

RAMÓN VERA-HERRERA

Habíamos estado yendo ya un tiempo a Zicoac, a ver a Emilio y a Elvira, nuestros amigos queridos. Sacábamos miel en tambos como carga nuestra en el autobús por la dificultad que tenían de sacarla ellos pues les tenían puestos los ojos encima.

Pesaban las tomas de tierras de hacía dos años, la sorprendente fuerza de las comunidades nahuas de la región para pasar a la acción y recuperar su territorio invadido tantos años antes. Pesaba la prontitud de la organización para controlar una vasta extensión de predios que eran suyos y que los caciques habían acaparado imponiendo su ley de sangre y muerte con la condescendiente y eficaz ayuda de la tristemente célebre Columna Volante (el grupo armado rural impulsado por Lázaro Cárdenas para proteger los ejidos, pero que terminó siendo el brazo armado de los terratenientes).

Después de tantos logros de la gente, las autoridades locales, municipales y estatales, y los caciques y sus guardias blancas, los vigilaban (y cuando podían los hostigaban) en espera de que cometieran el más mínimo error.

Una tarde, tras días de visita y paseos a nadar en las pozas profundas de varios ríos que con manejo ejidal permitían un turismo tranquilo y más o menos local, Emilio me pidió que lo acompañara a Huixcontitla. Había una asamblea ahí y me dijo que no quería ir solo.

La asamblea fue larga y tras parlamentar en nahua y en castellano durante unas cuatro horas, todavía comimos con la gente y estuvimos tocando la guitarra, compartiendo canciones de Viglietti —y sones y huapangos.

Emilio hizo tiempo y me preguntaba yo que por qué, pues la noche caía oscura, y aunque tachonada de estrellas, no había la más mínima luna. Pensaba yo que alguien nos daría un aventón hasta Zicoac, pero no fue así. Supuse entonces que nos quedaríamos a dormir en la comunidad pero Emilio me llamó aparte y me dijo, no nos podemos quedar. Si nos descubren aquí vamos a comprometer a la gente. Pueden llegar los vaqueros matones de los caciques, la misma Columna Volante o hasta el ejército. Nos vamos a ir, pero a pata. ¿Y tenemos foco?, le dije medio menso. Sí. Pero no lo vamos a usar. Vamos a irnos caminando en lo oscuro. Así que hay que despedirnos y quedarnos un rato allá afuera para que nuestros ojos se acostumbren. Vas a ver que al rato estamos mirando todo como si fuera de día.

Nos despedimos de la gente, y el comisariado fue muy cariñoso. Las señoras nos pusieron tostadas y tamales en un morralito que Emilio me encargó a mí, y el comisariado le dio otro morral a Emilio. Se miraron en un destello de despedida y comenzamos a caminar. Nos volvimos a parar junto a unos sabinos grandes que cubrían la entrada de la comunidad, y que parecían gigantes dormidos, y ahí estuvimos susurrando los últimos detalles porque Emilio insistió en que de ahí en delante ya no volveríamos a hablar hasta la casa salvo que fuera imprescindible. Que intentara caminar lo más en silencio posible, con suavidad y calma, rápido pero sin prisa. Que todo lo haríamos con ademanes y gestos si hacía falta.

Lo extraño y verdaderamente hermoso de la noche, y lo increíble de Emilio, es que no me diría casi nada y yo tampoco pedí explicaciones. Todo habría de ocurrir en la pura intuición, en los pálpitos. En los entendidos callados que conversan entre sí. Nuestros ojos se fueron adaptando a la noche estrellada y la luna ausente y mientras recorríamos el camino: una bajada larga y con poca pendiente entre los vastos potreros, lomeríos y cañadas de la sierra. Pudimos ir atisbando, por trechos, una gran porción de horizonte.

Todo el camino las luciérnagas y algunas luminiscencias entre las rocas o en lo profundo del bosque fueron como cobijas eléctricas entre los chijoles, las ceibas, los encinos, los palos de rosa, las caobas y los cedros rojos. Acá y allá había bosquecitos de piñones con sus árboles acostados, marcando el camino del viento. Sentíamos el cielo allá arriba como la principal presencia que nos jalaba con su densidad luminosa de tantos tiempos dispares que, emparejados por nuestra mirada, se sentían simultáneos. Desde abajo nos jalaba la imantación de la tierra y su humedad, lo que nos hacía sentir bien y casi que nos reponía las fuerzas de tramo en tramo. Como a las tres de la mañana una tupida lluvia de estrellas nos regaló un prolongado y espeso manto luminoso que nunca jamás he vuelto a ver.

Evitábamos lo más posible lo abierto, y preferimos siempre los cruces con árboles o los tajos entre rocas un poco más altas, donde cubrirnos de la mirada lejana, pero sabiendo que justo esos lugares también podían ser los puntos de una emboscada. Poco a poco nuestros ojos miraron y la calidad de la noche fue tan otra. Los árboles se nos revelaron y nos dejaron ver sus sombras, y un universo de siluetas escondidas por la luz del sol: colibríes, papagayos, un halcón, un elefante que se fue desdibujando conforme nos acercamos, muchas parejas de amantes abrazados y besándose. Había mulitas y conejos, tlacuaches y hasta un cocodrilo que formaban varios árboles conjuntando sus copas. Con sorpresa descubrí un jinete montando un toro bronco y varios jinetes a caballo; muchos arreglos florales hechos de sombra.

Hubo un paraje particular que Emilio no dejó de señalarme, incluso con una voz que en murmullos me anunció desde que lo avistamos por el camino: ojo, ¿ves ese ciprés alto y frondoso entre las piedras de allá? Ahí ha habido varias emboscadas, y en ese ciprés lincharon a un hombre hace quince años. Lo colgaron y ahí se quedó semanas porque cundió la amenaza de que matarían a quien lo descolgara. Caminamos más despacio muy alertas hasta hallarnos en medio de su semicírculo de rocas donde pudimos palpar la vibra del lugar. Era difícil verlo de lejos, pero ya ahí se podía vigilar el entorno en varios kilómetros.

Seguimos andando hasta que pudimos sentir, y luego ver, la carretera más abajo. Emilio volvió a murmurar. Hay que guardarnos si escuchamos que viene un carro. No hay que dejar que nos mire nadie, mi manito, porque entonces a lo mejor ya no llegamos. Al llegar a la autopista escuchamos el oleaje distante de un carro. Emilio me mostró la cuneta profunda —un parapeto de unos dos metros de pendiente—, y con un ademán me indicó que me deslizara. Eso hice y lo sentí casi en silencio a mi lado, con la mano palpando su morral mientras aquietaba su respiración para hacerla silenciosa y más profunda, y más tranquila. Pasó una camioneta. Después dos camiones y como a los cinco minutos, ya que pensábamos que todo estaba vacío, cruzó un carro blanco que no iba aprisa. Era como si buscara algo barriendo con sus luces las curvas y los desniveles. No podía vernos. Pero nosotros sí miramos cómo escudriñaba. Nuestro silencio total fue nuestro talismán. Dejamos pasar largos minutos para después salir y caminar, prestos a volver a clavarnos si hacía falta. Los primeros perros de la orilla del camino comenzaron a ladrar al aproximarnos pero unas buenas piedras los mantuvieron a raya mientras traspusimos las primeras casas para meternos a los callejones de la entrada en cuchilla de Zicoac.

Cuando llegamos a su casa, Elvira nos tenía preparado unos vasos de tequila y un café muy dulce y muy caliente para borrarnos la noche.

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