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LAS SOSPECHAS SE CONFIRMAN / 280

JOSÉ ISOTECO PALEMÓN

Arrellenado en una hamaca, Chochemán sestea pero a ratos una laxitud se apodera de sus nervios dejándole el cerebro turbado; sin embargo, la rudeza de las faenas campestres justificaban sus fines psicónicos.

Cierta noche retinta de sábado, una familia de vecinos trajinaban a grandes trancos al bahareque de don Choche con la única seguridad de mercar una bandada de guajolotes, para luego trocar por la futura elegida nuera. Un puñado de propalación intuían en don Choche.

Unos sostenían: “Cuenta con pie de cría”; otros: “Le vienen a ofrecer”; esotros: “Se la pasa buscando” y los demás allá, se atrevían a sospechar: “Ese vejete es nahual y se las roba”. A sus noventa años encima, con la muerte muy cerca, acobijó a la familia arguyéndoles:

–¡Haré lucha! Denme unas díyas. Siempre he sabido el modo.

Tal vez fuerzas le faltaban, pero seguramente lo supliría con mañas.

–Apalabramos el trato; volvemos pronto.

–Sostengo lo que digo, no ando en las ramas.

Días sucedieron unos tras otros; la tarde sebosa cierra sus puertas con el graznar de aves. El nonagenario aún limaba su jaez laberíntico para apersonarse a conseguir la parvada.

Debió ser como a las dos de la madrugada, hora en que el sueño atrapa en sus largas garras y las fieras terminan de afilar sus curvados colmillos. Don Choche se alistó para dejarse caer en mano del destino. Se enfila hacia trochas pedregosas. Adopta su extraordinaria forma elástica dual: un verdadero y famélico chacal. Avanza con cautela. Faldea y ventea el filo hasta el cerro de La Garza, punto estratégico. Parecido a un reguilete, avanza husmeando y despojando.

De repente, a metros, una lámpara riega su luz sobre sus ranuras escudriñantes y le crea sombras diabólicas. De inmediato, le produce vahídos. Recula un poco. Se agacela y lucha por escapar, mas la experiencia de los cazadores se impone: “A perseguirlo hasta su última guarida, pa’ darle sus tilcuatazos”, grita en falsete uno de los piltrafientos, perdido en la oscuridad. Rumoran que han presenciado semejante experiencia y que habían hecho esporádicos intentos por atraparlo, pero su gran agilidad lo borraba: “se peló otra vez”. Pero esta vez, sin perderle pista, aprietan la persecución, invisiblemente está cercado, atado a cada movimiento. Después de burlar montes, es domado. Abatido. Con voz quebrantada ruega:

–¡Piedad, por Dios!, me gano el pan rompiéndome el espinazo

—agrega— ¡Tengo familia!

–¿Y los que yo tengo serán ratas?– pregunta el de la bilis más llena.

El nahual, tullidamente estira sus ojos hacia la luna que cuelga en un color amarillento menguante.

Al término del grito, el pelotón se mira sin hablar, pues habían quedado aturdidos como si les cayera agua fría; las sospechas se confirman. De inmediato le escupen una nutrida de tiros. Agonizado, belicosamente arrastra sus patas al confinamiento calcinante.

–Se atejonó, ‘orita prenderemos el horno pa’ que se achicharre su correoso pellejo, arguye Calimán, el líder cazador. Completaron formando coro Eleuterio, Eulogio y Malacopas; con protestas a todo pulmón:

¡Vales un puro carajo! ¡Madre quién te parió, malagente! ¡Qué poca madre tienes, hijo de la ch...!

Por último, el Cica, lo apodaban así por su asquerosa cicatriz que surca su mejilla izquierda, al unísono advierte: “¡Bah! ya que Cali, Lioterio, Logio y Malacopas han dicho la verdá santa, crioque aquí se arma la de Virgen es María. ¡Ya es hora de que vayas a tiznar tu m…! Con la escopeta terciada a la espalda y el sombrero derribado hasta su nuca, se persigna y añade: “Dios todo lo rueda. Ora empréstame los fósforos. ¡Ah, y si te quemas, pos te soplas collón!

El fuego ondeaba, volvía a alzarse bailando en su felicidad y movía las sombras de los andrajosos mientras el nahual exhalaba cavernosos gemidos enquistándose en súplicas: “Blasfemia que cometen. Dios los asista”.

La luna, los luceros y las estrellas fugaces, aunado el cantar del tecolote, desde algún hueco del árbol, eran testigos de una muerte y el desolado viento golpeaba musitando en los tímpanos.

Apenas amanecía, la legión regresaba al sitio donde quemaron al nahual. El fuego ha extinguido, sólo quedaba un olor a chamusquina. En un postrer y despectivo comentario Calimán arguyó: “…como cualquier otro, ya es dejuntito”.

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