CÓMO REENCARNAR NUESTRA IMAGINACIÓN. JEAN ROBERT (1937-2020) / 282 — ojarasca Ojarasca
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CÓMO REENCARNAR NUESTRA IMAGINACIÓN. JEAN ROBERT (1937-2020) / 282

RAMÓN VERA-HERRERA

Jean Robert nos dejó para fluir a todas partes, como ahora decimos cuando alguien cuya palabra pesa y tiene repercusiones vastas y cuidados varios se nos muere. Como dijo fray Julián en la misa de cuerpo presente celebrada en Cuernavaca el primero de octubre, “de los corazones que lo guardamos seguirá teniendo fuerza su palabra”.

Estar ahí con él como tanta gente que lo conoció desde su sencillez y su generosidad fue entender que tenía familia con personas de muchos poblados de Morelos, con gente de lucha desde Chiapas hasta Turquía —que en gran número fueron a saludarlo, a despedirse, a ayudarlo a partir en paz.

Jean Robert fue urbanista y arquitecto alternativo de origen suizo y mexicano por elección. Pensador que construía desde Ocotepec, conoció México mejor que muchos que se dicen mexicanos. Su obra amplía y continúa las visiones que compartiera con Iván Illich, de quien fue amigo cercano y colaborador en muchas de las ideas que por años trabajó un grupo de amigos y amigas dedicados a la crítica de la deshabilitación progresiva de las capacidades humanas. Una deshabilitación impuesta por el capitalismo mediante la industrialización del pensamiento y la existencia. En todos los asuntos que habitó, Juanito, como le decían, buscó su lado humano no cosificado y siempre comunitario. Del agua como ámbito de comunidad o la ciudad como encuentro y desencuentro, de la diferencia entre los desechos y la basura al robo del tiempo que significa promoverle velocidad al transporte, abrevó siempre de lo que podían relatar las comunidades enfrentadas a los agravios. Al abominar la guerra contra la subsistencia y el desgarramiento programado de los conglomerados humanos con sus territorios para forzarles sumisión precarizada, Jean estuvo siempre del lado de la gente común, de las señoras con las que comadreaba o de jóvenes con quienes reivindicó la construcción amorosa de saberes pertinentes, cercanos e imaginantes. Compartimos varios fragmentos del pensamiento y emoción de Jean Robert, para que siga recorriendo otros caminos de fugacidad.

Ramón Vera-Herrera

 

A principios de la década de 1980, empecé a interesarme en la cuestión de la basura, del desecho, de los restos, de las inmundicias, los miasmas, las mugres, como las quieran llamar. Mi idea era práctica: quería diseñar un baño que no necesite agua. Como urbanista, había llegado a la conclusión de que las aguas de drenaje son una de las peores formas de contaminación de las ciudades modernas. Los que ahí vivimos, lo hacemos sobre mierda, pero llamar las aguas negras así es un engaño. Porque la vieja mierda, digamos la caca histórica, era bondadosa. Simplemente buscaba su camino hacia la tierra, y una vez que se había reunido con ella, se hacía tierra, y punto, ¿dónde estaba el problema? Pero las aguas negras no son caca bondadosa, sino una mezcla de desechos corporales con metales pesados, con mercurio por ejemplo, y con otras sustancias tóxicas de origen industrial.

A mediados de la década de 1980, se formó un grupo de reflexión sobre la cuestión de la basura o del desecho. Iván Illich estaba muy interesado en esta cuestión y muchas reuniones tuvieron lugar en su casa. Su tesis era que no habría que hablar de las formas modernas del desecho con las mismas palabras con que, en el pasado, se hablaba de las cosas que apestan, que pueden envenenar, que son simplemente sucias, o que ya no sirven, o que la costumbre local no considera dignas de ser vistas. Las culturas del pasado tenían todas su propia definición de lo que se puede enseñar y lo que se debe esconder, o enterrar. En la Roma antigua, había una cavidad en el centro u ombligo de la ciudad en la que se depositaban con cuidado las primicias de las cosechas y de todas las cosas buenas. Esta cavidad era el mundus, una palabra que significa originalmente algo pulcro, limpio y que llegó a simbolizar el mundo. Las cosas no dignas de figurar en el mundus se llamaban las inmundicias, las cosas indignas del mundus. Había que eliminarlas, es decir, echarlas fuera del límite de la ciudad.

La palabra basura proviene de la palabra latina versura, que significa las cosas barridas. En otras palabras, la basura es el producto de la escoba. En muchas culturas, la escoba es un instrumento de poder, porque separa lo que es digno de estar en el mundo de lo que es indigno y se tiene que poner del otro lado de un límite. En cada cultura, la escoba es en cierta manera un instrumento de creación del mundo humano. Eso explica por qué la escoba era el instrumento predilecto de las brujas medievales. Entendemos también por qué, en portugués, a vassoura quiere decir la escoba, el instrumento de producción de lo que llamamos la basura, que es también el instrumento de sorteo de las cosas dignas de figurar en el mundo.

(Una reflexión sobre el desecho moderno, Feria de Tlaltenango, 9 de septiembre de 2009) La época moderna o modernidad es una guerra contra la subsistencia. Esta guerra es contra los pueblos, contra “la gente de abajo”, para que ya no pueda subsistir sin seguir las instrucciones del Estado y sin comprar mercancías en el Mercado. La modernización, el “volver moderno”, es un proyecto de transformación de los pueblos en una forma que desposee a los pobres de sus capacidades innatas y vuelve más ricos a los ricos. Iván Illich calificaba de desvalor esta incapacitación progresiva de los pueblos. A partir de las expropiaciones violentas del tiempo llamado de la acumulación originaria —desde el siglo XV en Europa—, el desvalor fue el estado cero de toda acumulación: la destrucción original de capacidades que permitió iniciar la espiral de las necesidades creadas destructoras de más capacidades y con ello de nuevas dependencias. El desvalor es un proceso lento y progresivo de destrucción de autonomía.

[…] Así también podemos pensar la enajenación originaria, porque la mayoría de la gente ya no trabaja en el campo ni construye su casa ni hace sus muebles, sino que tiene un empleo en la industria o en la burocracia con el que gana un sueldo que le permite comprar lo que ya no sabe hacer. Y lo que no sabe hacer es casi todo: la gente que tiene un empleo ya no produce comida, ni construye su casa, ni cría animales, ni elabora sus instrumentos de trabajo y ha perdido toda habilidad de hacerlo.

[…] Cada uno acaba trabajando en algo que, personalmente, no le sirve ni le interesa más que como medio de obtener un sueldo con el que comprará comida, pagará la renta de su departamento, las colegiaturas de sus hijos, el coche para ir al trabajo, etcétera, etcétera, etcétera. La gente que trabaja así renuncia por contrato a todo control sobre los frutos de su trabajo. El trabajador empleado en una fábrica de armas, por ejemplo, no tiene la menor intención de hacer instrumentos de muerte. Sólo quiere conseguir dinero para rentar una casa, llenar la canasta familiar, pagar a los médicos, dentistas y maestros, sin los cuales no podría cumplir su papel de pater familia / pater familias. Son los dueños de la fábrica quienes transforman el trabajo comprado al trabajador en fuerza de destrucción.

Jean-Pierre Dupuy llama desvío de producción a esta situación donde el trabajador que quiere obtener los medios de sustentar la vida de su familia tiene que “producir” otra cosa, frecuentemente destructiva y que no tiene nada que ver ni con su subsistencia ni con sus intenciones. Sería interesante examinar las ligas entre el desvío de producción y el desvío de poder, mediante el cual muchos gobernantes usan el poder que les ha conferido el pueblo, no para defenderlo, sino para promover intereses generalmente privados, que son ajenos al pueblo. Los dos tipos de desvíos tienen en común una “pérdida de involucramiento”, una “despolitización” fundamental.

[…] En la época contemporánea, la mayoría de los trabajadores ya no trabaja en fábricas, sino en oficinas, pero los frutos de su trabajo están igualmente desviados de sus fines o de sus intenciones; por ejemplo, el empleado que lleva las cuentas de una fábrica de productos químicos puede contribuir, “sin querer”, a la producción de agrotóxicos: quiere verduras limpias pero está obligado a producir venenos que se echarán al campo.

[…] Los economistas de la tradición liberal, es decir, los primeros economistas modernos racionalizaron una llamada “ley de hambre”, que preconizaba usar la amenaza de hambre como fuerza de coerción para obligar a los campesinos desterrados a trabajar, en ley de escasez, axioma fundamental de la nueva economía. Según la versión capitalista de ésta, el trabajador es un mero componente de la producción, a un lado con las máquinas. El trabajo muerto, es decir, el resultado del trabajo pasado, domina sobre el trabajo vivo, el de los trabajadores actuales, y se agrega a las fuerzas de coerción. Eso permite que las relaciones entre las personas tomen la forma fantástica de relaciones entre cosas.

Sin desvío de producción, característica general del trabajo capitalista industrial, no puede existir esta forma de enajenación del trabajo. Cuando el “trabajador” produce —por lo menos en parte— lo que come y come lo que produce, debemos dudar hasta de lo adecuado de la palabra trabajo para describir sus actividades productivas polivalentes. Estrictamente hablando, el trabajo —palabra que deriva del latín tripalium, nombre de un suplicio— es una actividad impuesta por compulsión en cuyos frutos el trabajador no se reconoce. Sin el desvío de producción “originario” que instituye el trabajo propiamente dicho, puede haber despojo violento de los productos agrícolas, pero no trabajo en que el trabajador no se reconozca. Las primeras fábricas industriales fueron lugares de amaestramiento físico de campesinos desposeídos en vista de su adiestramiento al trabajo enajenado. (Por un sentido común controversial, 2013)

Esta argumentación tiende apasionadamente a reevaluar la respetabilidad política de los “improductivos”. En cierto modo los verdaderos productores son los considerados improductivos, porque crean la prosperidad popular; el capitalismo lo sabe y no lo dice, y en secreto saca de ahí su sustancia.

Las íntimas relaciones entre la acumulación y los discrepantes, los marginales, los improductivos y las mujeres deben ser sacadas a la luz. Es todo un continente que se revela bruscamente. De un mes a otro, sus contornos se van afirmando; el modo industrial de producción hace más que paralizar la producción autónoma de valores de uso: domina y transforma grandes porciones de la producción no asalariada y suscita formas nuevas de la misma.

El capitalismo industrial se implementó gracias a una ilusión: la creencia de que una “fuerza de trabajo” extraída de la naturaleza —la energía— podrá remplazar todo esfuerzo humano; la falacia según la cual el progreso tecnológico acabará con toda fatiga. Los mexicanos que cruzan el Río Bravo tienen una perspectiva privilegiada sobre la más industrializada de las naciones. Si hubiera que hacer un censo de todo el esfuerzo físico que requiere la buena marcha de una sociedad cuyo ideal es la supresión de la fatiga de sus miembros, los braceros mexicanos podrían servir de testigos. Saben, porque les consta, que aun allá y aun en la esfera del trabajo asalariado, la energía de los motores no ha logrado ahorrar la fatiga de los músculos. Pero hay testigos mejores: sus mujeres, que son obligadas a caminar diariamente hacia las casas donde “lavan ajeno”, o sus hijos, que pasan semanalmente horas de pie esperando uno de los pocos autobuses o amontonados dentro de él.

Todo parece indicar que ninguna sociedad puede funcionar sin ciertas cuotas de esfuerzo físico de sus miembros. Este poder del cuerpo puede ser aplicado directa y visiblemente a la producción de valores de uso o puede ser desplazado y ocultado. En la sociedad industrial, la fuerza del cuerpo se aplica cada vez menos a la producción de valores de uso. En vez de esto, tengo que transformar esa fuerza —un valor de uso que soy yo— en un valor de cambio, efectuando un trabajo asalariado en una fábrica o en una oficina. Luego, yo o mi mujer tenemos que acudir a un lugar donde se puede transformar el valor de cambio —que es el dinero— en los ingredientes de un nuevo valor de uso. El esfuerzo y el cansancio físicos sólo se hacen respetables cuando se metamorfosean en valores de cambio.

[...] El capitalismo industrial es parecido a un iceberg. En la parte visible se observa la sustitución de los valores de uso producidos autónomamente por homólogos heterónomos o “industriales”. La destrucción de los saberes locales y de las tradicionales bases de subsistencia asegura al proceso su irreversibilidad. En cuanto a su eficacia, se fundamenta no en la supresión brutal de las libertades prácticas, sino en el volverlas improductivas.

Es la parte invisible del iceberg donde el capitalismo industrial agobia particularmente a los “improductivos”: los indígenas colonizados de todo el mundo, las mujeres, los jóvenes y los viejos, pero también a los mismos asalariados durante sus horas “improductivas”. Debemos cuestionar radicalmente el desprecio del que hace gala el modo de producción dominante (heterónomo, industrial, “capitalista”, “masculino”) respecto de todas las formas que se apartan de su norma (autónomas, conviviales, “corporales”, “femeninas”). [...] El hecho decisivo es que el plusvalor no pueden realizarlo los trabajadores ni los capitalistas, sino los estratos de la sociedad o las sociedades que no producen de modo capitalista, escribía Rosa Luxemburgo en un pasaje profético.

¿Quiénes son esos productores “no capitalistas” que no producen mercancías a cambio de un salario? La mayoría: las mujeres dedicadas a las labores del hogar en todo el mundo, los agricultores de subsistencia, el ejército de marginados y discrepantes, y la mayor parte de los migrantes pendulares de ambos sexos. Todos los productores no asalariados de valores de uso producidos por coerción —ya sea la del urbanismo, de los “roles sexuales” o de ciertos programas de “autoconstrucción dirigida”— pertenecen a este grupo.

Rosa Luxemburgo no se limita a la realización del plusvalor. Explora sus orígenes, o mejor dicho, el modo de creación de las condiciones que hacen posible su acumulación.

Decir que el capitalismo vive de formaciones no capitalistas es decir más exactamente que vive de la ruina de esas formaciones; y si tiene una necesidad absoluta del medio “no capitalista” con fines de acumulación, lo necesita como un suelo nutricio, un manto donde la acumulación pueda realizarse por absorción. En una perspectiva histórica, la acumulación de capital es un proceso metabólico que se desenvuelve entre modos de producción capitalista y precapitalista. La acumulación no puede efectuarse sin éstos, pero además, vista desde las formaciones no capitalistas, la acumulación consiste en su corrosión y su asimilación. La acumulación capitalista tampoco puede existir sin las formaciones no capitalistas que no logren durar junto a ésta. El desmoronamiento continuo y progresivo de las formaciones no capitalistas es la condición para la existencia del capital.

(Fragmentos de las conclusiones de Los cronófagos, de próxima aparición)

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