LA MUERTE DE MI NAGUAL — ojarasca Ojarasca
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LA MUERTE DE MI NAGUAL

JUVENTINO SANTIAGO JIMÉNEZ

Dos décadas anteriores, el alma de la abuela se había tornado en felicidad cuando Pëjy “Flor” llegó a su vida aún siendo bebé. Pero un día lluvioso, los ojos de la abuela parecían como los de un gato cuando estaba agonizando y su último deseo fue que se acercara la niña mágica para decirle que no estuviera triste, que ella regresaría constantemente en forma de colibrí. También encargó a su nieta regar todos los días las flores que había sembrado a un lado de la casa de adobe en Tamazulápam mixe. Si las flores no marchitaran, ella seguiría viva; aunque su cuerpo estuviese enterrado tres metros bajo tierra en el camposanto. Segundos antes de apagarse la luz dentro de los ojos de la abuela, todavía brotó una lágrima espesa que escurrió lentamente sobre la mejilla y luego murió. Evidentemente, esta despedida fue dolorosa, pero Pëjy no lloró en aquel momento como sucedió con sus tíos.

La abuela había sido una mujer sabia porque leía el cielo y percibía el clima. También se comunicaba con los pájaros y conocía bien el uso curativo de una variedad de plantas medicinales y ayudaba a las mujeres embarazadas para dar a luz.

Les hablaba de una manera tan especial que ellas quedaban casi hipnotizadas e inmediatamente desaparecía el dolor. Era como si las palabras de la abuela las escuchase el viento y llevase el dolor de aquellas mujeres entre las nubes para dar paso a algo maravilloso y extraordinario: la vida. Era hermoso ver la llegada de un nuevo ser al mundo mixe. Los demás estaban intrigados del trabajo de la abuela como partera y cuando ellos salían al patio, veían corretearse las nubes unas detrás de otras. Y en agradecimiento que todo había salido bien, la abuela tiraba unas gotas de mezcal al suelo en honor a la madre Tierra y a otras deidades.

La ayuda que la abuela ofrecía a las mujeres embarazadas no recibía pago alguno y lo único que le daban era mucho mezcal. Así que ella se emborrachaba frecuentemente y más en la fiesta del pueblo porque allí bailaba tambaleante los sones y jarabes mixes bajo los efectos del mezcal. Cada paso que daba era como si al mismo tiempo salieran volando llantos y dolores y también olvidara las tristezas que se habían acumulado durante un año. Parecía que el baile y el mezcal iban borrando aquellas emociones negativas en cada son y nota que interpretaba la banda filarmónica en la cancha municipal. La abuela bailaba con la cabeza un poco inclinada y la mirada fija hacia el suelo. De pronto dejaba de bailar porque se ponía a platicar con otras señoras, pero se podía ver que había algo de alegría en su corazón.

En aquel tiempo, Pëjy creció al cuidado de una curandera y desde pequeña le enseñaron el poder de la intuición para percibir la energía de las personas porque toda la magia está en las energías y el escuchar para poder sanar. Rara vez hacía visitas para no provocar algún daño y se alejaba inmediatamente cada vez que se sentía intimidada. También le gustaba hacer el bien cuando ella se lo proponía. De algún modo, Pëjy era como un ave extraña que pasaba desapercibida para muchos ojos. Porque en una ocasión, ella estaba dormida a lado de su mamá y luego se levantó después de la media noche con los ojos bien abiertos. Salió descalza a caminar sin saber hacia adónde se dirigía y cuando despertó en lo más profundo de la noche estaba en el centro de Tamazulápam. Le dio muchísimo miedo porque no sabía cómo había llegado allí y qué había hecho. Al reconocer el espacio donde se encontraba, regresó tan rápido como pudo a casa y pensaba mientras caminaba deprisa: “Ojalá realmente me pierda en alguna noche para no despertar más”. La última vez que Pëjy caminó después de la media noche, ocurrió en Estancia de Morelos, Cacalotepec, donde su mamá era cocinera en un albergue. Aquella noche, Pëjy había soñado a la abuela parada dentro de un río y cerca de un remolino. Desde allí la llamaba para que fuera a su encuentro, pero en aquel lugar ya habían sido tragadas varias personas cuando bajaban a nadar. Sin embargo, faltaban unos pasos para que ella entrara al río cuando su mamá la tomó de la mano y logró detenerla. Le dijo que regresara a dormir. Pero Pëjy disfrutaba el frío porque sentía que la noche la envolvía y la abrazaba. La noche la hacía sentir que estaba viva.

Al día siguiente como a las seis de la mañana, Pëjy creyó que seguía soñando al sentir que algo frío recorría su cuerpo y despertó repentinamente. Al abrir los ojos, vio a una víbora que sacaba la lengua y estaba justo sobre su estómago. Ella la agarró de la cola para aventarla a una esquina de la casa donde había varios costales de olotes que servían para embarrarle cal al comal. Luego gritó tan fuerte para que su mamá o la abuela fueran a su auxilio, quienes estaban en la cocina haciendo café. Enseguida, entraron corriendo y comenzaron a buscar a la víbora en todos los rincones del pequeño cuarto, pero no la encontraban. Ellas decían que posiblemente Pëjy había soñado. Mientras hablaban, la abuela levantó el petate y allí estaba escondida. Ella mató a la víbora de un machetazo en la cabeza y la tiró al monte. El día moría y un grillo cantaba una melodía de dos notas, y Pëjy se enfermó de fiebre porque la víbora que había subido en su cuerpo por la mañana había sido su nagual. Era una víbora pequeña e indefensa que generalmente se encuentra cuidando los senderos como una guardiana. Parecía estar siempre dormida, pero cuando percibía pasos del humano se escabullía entre la hojarasca porque se sentía acechada. Entonces, ella la había visitado muy temprano, pero no esperaba una muerte trágica y sangrienta en manos de la abuela de cabellos blancos, con huipil azul y su rostro color tierra.

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