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NO ERES EL INDIO QUE YO TENÍA EN MENTE / 282

VERÓNICA VILLA ARIAS

Thomas King (1943) es un escritor cherokee-griego de California. Su obra indaga en el pasado y la historia contemporánea de las primeras naciones de Norteamérica. “Sí nos asesinaron pero no nos desaparecieron.” “Los pueblos han continuado, pero también las ganas de eliminarnos.” King elabora sobre la construcción del indio nacional libre, poderoso, noble, guapo, filosófico, elocuente, solitario (y masculino) que ya no será, pero que si fuera, podría resolvernos muchos problemas con su sabiduría infinita, tan necesaria en estos tiempos de debacle ambiental. Un indio así, dice Thomas King, se construyó para evitarle al poder el trabajo de entender la “exótica, erótica y aterradora” complejidad del panorama de culturas, tribus y lenguas de la gente nativa de Alaska al norte de México… y el resto del mundo. Un equivalente general de la otredad (así como el dinero lo es para el intercambio de mercancías) que facilite la exclusión y el racismo, tan indispensables en la construcción de imperios.

En su obra profundiza en el origen, la autenticidad (que se ha vuelto eufemismo de la poca población), la sangre: “esos juegos de realidad racial que los pueblos originarios son obligados a jugar”. Y en lo que ni los hippies ni los mochileros bienintencionados han logrado entender cabalmente: “la relación íntima de los pueblos con la tierra, no los clichés espirituales y románticos que son tan populares entre los promotores y urbanizadoras inmobiliarios. Si bien la relación de los pueblos con sus territorios tiene un aspecto espiritual, también es una praxis que equilibra el respeto con la subsistencia. Es una ética que puede apreciarse en las decisiones y acciones de una comunidad y que se resguarda en las canciones que los pueblos cantan y los relatos que hablan del mundo natural y nuestro lugar en él; de las redes de responsabilidades que vinculan todas las cosas”. O, como dice la escritora mohawk, Beth Brant, citada por King, “no adoramos la naturaleza. Somos parte de ella”.

En su libro The truth about stories, King comparte: “Una de las cosas sorprendentes de los indios es que aún estamos aquí, tras quinientos años de insistir en asimilarnos y desaparecernos”. Pero existir es un enorme problema, dice. “Mientras haya indios habrá cosas de indios: territorios indios. Reclamos de indios. Recursos indios. Derechos indios. Cosas complicadas, difíciles, tentadoras, que ponen a prueba la paciencia de los gobiernos, confrontan a las corporaciones, molestan a la opinión pública y espantan a los caballos. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer?… Indios. No puedes vivir con ellos. No puedes dispararles. Bueno, ya no. ¡Pero tenemos las leyes! La legislación en materia de indios tiene dos objetivos básicos.

Uno, liberarnos de nuestros territorios, y dos, legalizar nuestra salida de la existencia.” King reseña de forma crítica varios ordenamientos de Canadá y Estados Unidos que sin cesar han buscado desaparecer a los indios mediante “magia legislativa”, hasta llegar al ejemplo extremo de la Ley C-31 de Canadá, que establece la pertenencia a una nación india por virtud del matrimonio. Si una mujer se casa con un no indio, mantiene el estatus y sus hijos también, pero si un hombre se casa con una no india, lo pierde y sus hijos también. Pero la retórica de esta ley es de tal maestría que después de dos generaciones, todos los descendientes de uniones mixtas pierden su estatus de nativos y con ello los derechos económicos, culturales, laborales, territoriales y demás establecidos en los tratados. Al actual ritmo de las uniones entre indios y no indios, en 75 años no habrá nadie con estatuto de población nativa en Canadá, “aunque aún tendremos los tratados y los territorios protegidos para los indios. Pero ya no habrá indios según la ley.”

Ante todo lo que ha pasado y para llevarnos al posible universo futuro, “las narraciones son todo”, insiste al abrir cada capítulo de su libro The truth about stories. A Native narrative [La verdad de las historias. Una narrativa nativa], publicado por House of Anansi Press a partir de conferencias dictadas en Canadá en 2003 (The Massey Lectures). Una de las varias historias que cuenta es la de Ishi, en el capítulo “Déjenme entretenerlos”:

En el verano de 1911, cerca de Oroville, en el norte de California, carniceros encontraron a un indio detrás de un rastro. Lo cual fue, por decir lo menos, una sorpresa. Los indios en esa parte del mundo habían sido perseguidos por años. Buscadores de oro, terratenientes y en general los entusiastas de los rifles, como los blancos que masacraron a los wiyots de la costa norte de California en 1860, habían forzado a los pueblos fuera de sus hogares, pero muchas veces simplemente los cazaron y mataron allí mismo. Seguramente los pobladores de Oroville no imaginaban que aún había indios en la zona. Éste no se encontraba para nada en buen estado. Estaba enfermo, hambriento, casi moribundo. Los carniceros llamaron al sheriff, y el sheriff, sin saber qué hacer con él, lo puso en una celda reservada para enfermos mentales en la cárcel local.

En el papeleo le llamaron “el salvaje de Oroville”. Era un yahi, tal vez parte maidu. Nadie lo sabe. Pero como Chingachgook, de James Fenimore Cooper, y Shawanadithit de Peter Such, al parecer era el último de su pueblo. Si hubiera muerto en la cárcel, no habría sido noticia. Pero no murió.

Fue rescatado —y digo “rescatado” con cierto recelo— por Alfred L. Kroeber y Thomas Talbot Waterman, dos antropólogos del recién inaugurado Museo de Antropología de la Universidad de California en San Francisco. Con la cooperación y permiso del Buró de Asuntos Indios, que se consideraban propietarios de todos los pueblos de Estados Unidos, Kroeber y Waterman liberaron al “salvaje de Oroville”, lo llevaron a San Francisco y le dieron un lugar para quedarse en el museo. Su nombre no era Ishi. Nunca le dijo su nombre a nadie. Kroeber, presionado por los reporteros, que ya estaban hartos de referirse a él como el salvaje de Oroville, lo bautizó como Ishi, una palabra yahi que significa, sencillamente, “hombre”.

Los siguientes cinco años, hasta su muerte por tuberculosis en 1916, Ishi vivió y trabajó en el museo. Incluso le dieron un cargo, conserje segundo. Veinticinco dólares por mes, además de alojamiento y comida. No era una mala vida. Ishi la disfrutó. Tenía libertad para entrar y salir. Se subió a los tranvías de San Francisco, fue a la ópera y al océano. Seguía a los doctores cuando hacían sus rondas en el hospital de la universidad.

Según Theodora, esposa de Alfred Kroeber, le fascinaban los hombres blancos, no por lo que hacían, sino por lo numerosos que eran. Y cada domingo en la tarde, por espacio de dos horas y media, Ishi representaba para el público el trabajo de sus artesanías: elaboraba flechas y trabajaba cueros, para los curiosos de la ciudad. Hasta donde sabemos, nadie abusó de él. Kroeber mantuvo a los buitres alejados, negándose a las solicitudes de incluir a Ishi en el circuito de vodevil del circo.

No hubo camisetas de “Yo conocí a Ishi”, ni cajas de cereal Ishi para el desayuno; ni tarjetas postales, ni muñecos cabezones de Ishi. La gente del museo insistía en que Ishi era libre de regresar a las montañas y a las regiones volcánicas del norte de California si quería. “Puedes regresar a tu casa cuando quieras”, le decían. Lo que lo hacía reír y llorar al mismo tiempo. No tenía casa. Ni familia. Ya no. Ishi no había venido desde las montañas porque hubiera visto un anuncio en la sección de empleos del periódico. “Se busca curiosidad de museo, solicitar en persona.” Fue a parar al rastro escapando de las matanzas y la soledad, y estuvo en el museo hasta su muerte porque no tenía a dónde ir.

Thomas King termina cada uno de los capítulos de su libro diciendo: “Bueno, ya se estremecieron, ya no pueden decir bañados en llanto: de haberlo sabido habríamos actuado al respecto. Ahora ya lo saben”.

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