TOMA OTOMÍ DEL INPI: EL DEDO EN LA LLAGA / 283
Poco atendida por los grandes y medianos medios, a pesar de su posible “utilidad” para pegarle al gobierno como una “oposición más al régimen”, la ocupación de las oficinas centrales del Instituto Nacional de Pueblos Indígenas (INPI) no resulta cómoda para nadie. Que ni el gobierno ni sus enemigos o rivales pudieran darle uso confirma que, en la raíz de las cosas, los pueblos originarios no le sirven a nadie. Si existen y caminan, es por sí mismos.
En experiencias latinoamericanas recientes en Ecuador y Bolivia, los gobiernos “progresistas” de Correa y Morales, al no tener el cheque en blanco de los pueblos indígenas que decían representar prioritariamente, los acusaron de hacer el juego a la derecha, agresiva en esos períodos. Nunca se ha aceptado que existe una tercera fuerza social y política con personalidad y demandas propias por encima de los partidismos, y en posesión efectiva y ancestral de territorios nacionales. En México, el presidente López Obrador ya ha pegado el epíteto “conservador” a las oposiciones indígenas y campesinas a sus proyectos de inversión masiva en las tierras de los pueblos, arrojándolos a la misma canasta de sus enemigos ideológicos, económicos y políticos, los “conservadores” preferidos de su discurso. Pero nada que ver. Debería saberlo.
En el trascendental referéndum en Chile para cambiar la Constitución, ni el oficialismo, ni organizaciones, ni partidos de izquierda las tienen todas consigo ante la elocuente particularidad indígena. Los mapuche no esperan verdaderos cambios en su condición legal, que fácilmente criminaliza la reivindicación que hacen de sus territorios, arrebatados criminalmente por los sucesivos regímenes y los propietarios privados del Chile blanco.
En este escenario general, la ocupación del INPI por mujeres otomíes de Santiago Mixquititlán, municipio de Amealco, Querétaro, habitantes de la Ciudad de México (CDMX) donde trabajan y viven hace más de 20 años, caminaron la mañana del 12 de octubre por avenida Cuauhtémoc y se apoderaron pacíficamente del edificio de seis pisos que ocupa el “nuevo” instituto indigenista. Pronto se sumaron sus compañeras del propio pueblo de Mexquiquitlán, un notable reducto indígena en una entidad bien blanqueada como es Querétaro, que siempre ha negado a sus indígenas.
Después de muchos años de lucha por vivienda digna, las familias otomíes avecindadas en la colonia Roma padecieron el terremoto de 2017, la condición de “acampadas” permanentes en la calle, el rechazo racista de vecinos y comerciantes. Tres años después nadie les ha hecho realmente caso. Con el campanazo de su toma, al menos refrescaron las promesas gubernamentales del INPI y la CDMX.
Aunque a nadie le guste, esta acción indígena es una piedra en el agua con ondas expansivas. “Si nos tocan a uno nos tocan a todos” ha sostenido por años el Congreso Nacional Indígena (CNI) al que pertenecen los otomíes de la CDMX, y participan en el Consejo Indígena de Gobierno con el respaldo de sus hermanas del terruño originario, que también tienen sus luchas locales y muy importantes. Se resisten a proyectos turísticos ajenos a la población indígena, despojo de sitios ceremoniales y mercantilización cínica de sus productos culturales, representada en las célebres muñecas Lele. Miembros del CNI de otras partes de la ciudad y el país se les unieron. El escenario callejero de la toma puso a la vista el manojo de luchas y resistencias contra la agresiva “modernización” lopezobradorista: Samir Flores y los zapatistas de Chiapas, los mayas de la península de Yucatán que rechazan más metástasis del turismo, los pueblos de Oaxaca y Morelos que tampoco se dejan.
“Las comunidades juntas y enojadas somos un peligro”, dice una de las voceras otomíes a Ojarasca en el sexto piso del INPI tomado. Su presencia en esas instalaciones da espejo a mucho más, un caleidoscopio de revelaciones. Se manifiestan ofendidas por esas costosas oficinas gerenciales llenas de computadoras, cubículos, salas de junta, el despacho del director Adelfo Regino Montes y su exhibición de artes, regalos y productos indígenas. Ellas se sienten profundamente ajenas. En cambio, celebran que aquí por lo menos hay agua corriente y pueden bañarse, hay sanitarios y techo, luego de tres años de vivir como “damnificadas” en la vía pública. Preferirían pasar aquí el invierno, comprensiblemente.
Sin tocar los equipos ni los archivos, habitan entre escritorios y secciones como “Paraísos Indígenas” (para la cual hay una hilera de computadoras y archiveros) con ironía elocuente. Un piso ellas y sus pequeños, otro los varones. A diferencia de las ocupaciones recientes de instalaciones públicas y universitarias, no han causado destrozos, aunque la fachada y los muros se llenaron de las imágenes y los mensajes de su enojo. No vinieron a romper. Respetan el valor de las cosas, su dignidad es doliente pero ecuánime. Son las “indias María” despreciadas en la calle. Artesanas, campesinas, comerciantes, trabajadoras domésticas, van a donde vayan con sus hijos, sus hombres y sus exigencias vitales.
El pasmo neoindigenista ante los indígenas de carne y hueso no sorprende. Si el concepto central de gobierno es una calca del sepultado indigenismo del siglo priísta, predeciblemente chocará con los pueblos más evolucionados políticamente. Hace al menos 30 años que ese otro México reclama respeto (debería ser admiración nacional). El edificio del INPI sirve de muestra, no la única ni la mayor, del costoso aparato institucional que administra a los pueblos originarios (“primero los pobres”) bajo un esquema equivocado de raíz, pues niega la autodeterminación indígena. Un puñado de decididas mujeres otomíes ha puesto el dedo en la llaga.