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ADIÓS A LAS ENCHILADAS

IGNACIO VILLANUEVA

 

Mamá, como la mamá del cuento “Es que somos muy pobres” de Juan Rulfo, “le da vuelta a todos sus recuerdos”. A todas sus dolencias y remedios. Y añade al ver pasar una carroza arrastrando un pedazote de monte y portando en los costados la leyenda “lo que la pinche autopista se llevó”, mientras toma el fresco en la entrada de la casa.

Hace algunos años todavía, cuando alguien moría, los familiares, vecinos, amistades, arribaban a la casa del difunto para dar el pésame con unas cuantas palabras de aliento acompañadas de un apretón de manos. Al llegar, por lo regular, primero saludaban, encendían su cera, agarraban el manojo de flores que descansaba en el recipiente con agua bendita para poner la cruz rociando el agua sobre la caja del occiso, depositaban en ocasiones una limosna y entregaban a los dolientes unas sabrosas enchiladas (“joshií”, en atomí ñatho). Tortías dobladas, embarradas con salsa verde, de guajío, pasía, o con un pedazo de huevo o un poco de queso, o lo que tuviera la gente, que se repartían a la hora de la comida, después del entierro. “Yo quiero una”, pedían los comensales. Entonces no había ninguno de esos refrescos que hay ahora, y los alimentos se desatoraban con agua simple y pulque.

Se acabó eso, mas no el apoyo: ya no hay enchiladas, sí arroz, azúcar, frijol, aceite, despensa, en los días de luto.

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Desde Xochicuautla, corazón de la montaña, el corazón que sueña y vive, octubre del 2020.

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