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MORIRÁS, DIJO EL PÁJARO

JUVENTINO SANTIAGO JIMÉNEZ

Viajaba constantemente a Cotzocón mixe para vender blusas de manta, pero en una ocasión cuando regresaba a El Duraznal encontró en el camino a un pájaro que tenía el rostro como el de un gato y mientras posaba en la rama de un naranjal, dijo: “Matías, te vas a morir. Tú te vas a morir”. Él dejó su carga a un lado de la vereda y con una resortera le pegó justo en el ojo derecho. El pájaro cayó lastimado al suelo y Matías se acercó para desplumarlo. Después, siguió su camino, y cuando el sol ya se había escondido detrás de los cerros, decidió pernoctar en Atitlán. Más tarde le alcanzó el sueño y quedó dormido. Luego comenzó a tener pesadilla y despertó sobresaltado porque soñó que el pájaro lo había acusado con el demonio por haberlo dejado desnudo. Entonces, a sus treinta años de edad, Matías emprendería el viaje más largo de su vida y jamás volvería físicamente con nosotros porque no había camino de regreso. Solamente llegaría su ánima cada año y lo esperaríamos en la casa que le había puesto cuatro pilares de madera en cada esquina. El resto del muro era de encino partidos a la mitad y para el techado colocó zacate blanco. Lo más triste no era la muerte de Matías, sino que había dejado a muchas mujeres viudas y también quedaron más de quince hijos en diferentes pueblos mixes de Oaxaca. Semanas después de su muerte, en 1979, comenzó a hacer mucho viento en el pueblo y mi mamá nos despertaba de madrugada para decirnos que nos levantáramos porque había oído que el techado de zacate sería arrancado por el viento. Íbamos a un arroyo a escondernos y allí amanecíamos sentados. Cuando regresábamos, el techo aún seguía en su lugar, pero el viento se había cagado a lado de la puerta como una advertencia de que volvería. Así que un día subimos a comer porque estudiábamos la primaria y cuando llegamos al patio, vimos que la casa recién construida había sido tumbada por el viento. Los pies traseros y sus ojos estaban destrozados. Tenía la boca abierta y únicamente se apoyaba con los pies delanteros para evitar inútilmente la muerte. Veíamos como si la casa estuviera sentada y extrañara en silencio a la persona que le había dado forma. Varios años estuvo así en esa posición porque no había manera en cómo revivirlo, y antes de que muriera la casa, todavía allí hicimos por última vez un altar para celebrar el Día de Muertos el primero de noviembre de 1985. Colocamos flores de cempasúchil, elotes, chayotes, cigarros y mezcal.

En aquella época, yo tenía once años y mi mamá me había encargado en ir a casa de mi tía Teresa para decirle que almorzara con nosotros tamales de frijol envueltos en yerba santa y caldo de pollo. Al regresar, me caí varias veces en el camino porque ella me había dado de tomar tepache aquella mañana e iba un poquito mareado. Mientras caminaba, veía que la tierra giraba, los cerros se movían y los árboles danzaban. Sin embargo, en nuestra casa no había comida para los vivos y menos para los muertos. Los coyotes y gavilanes habían bajado de las ramas del aguacatal a los guajolotes y gallos. Por las noches, los perros se metían entre la milpa para comerse los elotes por órdenes del Trueno. Mi mamá acudió a una curandera y ella dijo que visitara el Cerro de las Veinte Divinidades para que ya no devoraran más a nuestros animales y los perros dejaran de comer elotes. Encargaron a mi padrino Rogelio en subir a la cima del cerro sagrado a realizar un ritual, pero después que bajó y llegó a casa, enloqueció aquella noche porque no dejaba de discutir con su compadre Matías, quien ya había fallecido. Mi tía había respondido que primero fuéramos a almorzar a su casa. Llegamos y nos sirvieron tamales, caldo de pollo y tepache. Días anteriores mi mamá había sugerido que sólo probáramos un pedazo de pollo cuando nos dieran comida en las casas que íbamos a pedir muertos y el resto lo guardáramos en una bolsa. Habíamos juntado algo de pollo y mi mamá puso sobre el fogón ardiente una olla de barro para hacer caldo. Al atardecer, mi primo y yo bajamos a pedir muertos a casa de una señora que vivía cerca de un río y en aquel lugar yo llegaba a descansar cuando volaba en mis sueños. Allí nos dieron más tepache y al anochecer subimos a casa del señor Juan. Estaba casi borracho e intenté caminar rumbo a casa, que se encontraba al otro lado del cerro. Tomé una vereda donde antes ya había caminado muchas veces, pero no llevaba lámpara ni nada. La luna alumbraba un poco el camino. Enseguida, sentí que ya había cruzado el río y pronto llegaría a casa a dormir. Pero cuando desperté y abrí los ojos me encontraba entre la vegetación espesa en El Duraznal y no sabía cómo había llegado. Salí entre la maleza y encontré una vereda. Minutos después llegué a la colindancia entre El Duraznal y Tlahuitoltepec. En aquel instante sentí mucho miedo porque allí cerca vivían una manada de coyotes y ya antes había oído sus aullidos. Esa noche llovía y la neblina intentaba abrazarme porque no sabía cómo regresar. Era de madrugada y los gallos comenzaron a cantar. Así fue como ubiqué dónde había pasado la noche y regresé del monte hasta llegar temblando de frío a casa del señor Enrique. Él me ofreció dos copas de mezcal y café. Al tomar tales bebidas recobré el aliento y estaba vivo. Era una mañana fría y salí caminando rumbo a casa.

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Juventino Santiago Jiménez, narrador mixe.

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