A UN LADO DEL CAMINO / 285
Agregar seres al mundo, menos efímeros que la reproducción
de las especies, ha sido la tarea de los
artistas. Y el arte, la única acción humana que le
hace perdurable. De allí que se considere, en muchas
ocasiones, al artista como un bicho raro, un
desequilibrado, un marginal. Seres nacidos para
vencer la muerte mediante su propia hecatombe
entre las huellas de su propio arte.
Harold Alvarado Tenorio
Era una tarde brillante, soleada. Yo venía de muy lejos. Llegué a la orilla de un barranco; allí se respiraba un fresco perfume a hierbas. El ambiente daba la impresión de una tarde recién llovida. Para trasladarse de un lugar a otro había que hacerlo por un puente formado por dos trozas. Crucé el puente. Tenía sed. Comencé a abrir un hoyo con mis manos; a medida que sacaba tierra fui encontrando humedad, cada vez más humedad; luego mis manos sacaron lodo, hasta que finalmente di con un nacimiento de agua. El brotecito parecía un gusano moviéndose entre la tierra removida. Dejé que reposara. El agua turbia comenzó a aclararse, el lodo se fue asentando en el fondo del pequeño pozo. Aguacalé mis manos, tomé agua y bebí… Este fue un sueño que tuve cuando yo era chiquito. Cada vez que lo recuerdo vuelvo a sentir la frescura del agua.
¿A qué viene relatarlo aquí? Sencillamente porque creo que ese sueño marcó mi vida con la poesía o, mejor dicho, despertó la poesía en mí. Caminar, escarbar, esperar es justamente el proceso que me lleva al escribir un poema. Buscar la palabra necesaria, encontrar la palabra deseada. Y esas palabras necesarias, deseadas a las que me refiero son las más cotidianas, las de uso comunitario. Por eso, cuando las necesito, no recurro a los diccionarios sino a los mercados, a las plazas, a las calles. A causa de mi cojera, cierto día tropecé con una piedra; ésta habló, en ese momento olvidé mi dolor y me acerqué a escucharla y la piedra ya no dijo nada más. A partir de allí me di cuenta de que todo tiene habla: las arrugas del rostro de mi abuela, la risa de la llovizna, la palidez de mi padre muerto, el silencio de mi madre. Comencé a recordar las enseñanzas de mi abuelo, sacerdote maya-k’iche’. Él me enseñó a leer las tempestades, a calibrar el viento con las yemas de los dedos, a interpretar el canto de los pájaros, a conocer la voz del fuego y el comportamiento de los animales. Comprendí que la poesía es el relámpago que rompe la noche del poeta; no dura mucho tiempo, aunque sí lo suficiente para avanzar un poco en el camino. No pretendo con esto ser un molde o una forma ni mucho menos representar a nadie. Simplemente escribo a un lado del camino: independiente. Digo las cosas como las siento, como las vivo, como las veo; con libertad. Llevo la poesía en los bolsillos, en la cabeza o en el corazón. Ella es así: cuando le cansa mi corazón porque la endulzo demasiado, se sale y me martilla en la cabeza o se queda en mis bolsillos estorbando. Si necesito un centavo, en vez de la moneda sale un poema y un poema no compra un pan. Cuando menos la espero, se me atraviesa en el camino. Me dejo atrapar y que ella escoja el tema. Y descubro que los temas no vienen de fuera sino de adentro. Arrancarlos me produce ese algo que es cierta combinación de dolor y alegría. Me auxilian mis lecturas, mi entorno y el sentido de mi lengua materna, la maya k’iche’, lengua desprendida de la naturaleza, que al hablarla es como masticar hojas de ciprés: rústica, dulce y sencilla. Y así, sin un tiempo programado, sin un lugar o espacio establecido, escribo. Lo hago en hojas de papel, en pedazos recogidos en las calles, en tickets de buses, o en alguna esquina en blanco de cualquier periódico. Amontonando estas cosas, a veces forman un libro. Una vez escrito el texto lo dejo reposar. Cuando vuelvo a encontrarme con él, veo que tiene demasiadas palabras; entonces comienzo a desvestirlo, hasta dejarlo con la desnudez de un recién nacido. Otras veces me ocurre lo contrario; me brota la idea y necesito vestirla, así que le voy probando una y otra palabra, hasta dejarla, según yo, como debe quedar vestida. No siempre quedo satisfecho, siento que algo le falta y esa insatisfacción me angustia. En la confección de mis poemas, echo mano de tres recursos. Uno es el lenguaje directo: planteo un cuadro. Otro, las metáforas y las imágenes. Y cuando siento que las palabras no son capaces de darle cuerpo a lo que quisiera, recurro a la onomatopeya, de la que está salpicada la lengua de mis abuelos; porque éste es un lenguaje que no va a los sentidos sino al espíritu, en un intento de trasladar el sonido natural a las hojas de papel. Caminar por este camino me ha abierto más los ojos, mi lengua percibe más sabores, mi olfato distingue más olores, mis oídos se han agudizado y puedo percibir el aleteo de una mariposa que vuela por el otro lado del río; mi tacto se ha sensibilizado tanto que cuando digo fuego, siento que me quemo. Es un coqueteo con la locura a la vez del miedo de creer que pudiera estar loco de verdad. Me gusta la tristeza, a veces quisiera que la misma se pudiera comer. Me gusta la soledad porque es allí donde la poesía se desviste y me sonríe. No busco el dolor, pero los momentos duros me han fortalecido. También he tenido crisis y he llegado al punto de odiar este oficio; en un arranque de rabia he deseado mandar todo a la mierda. Y cuando he querido huir, la poesía me ha acariciado el corazón; entonces me doy cuenta de que ella es una necesidad, como el aire, como el agua, como una tortilla de maíz… Todo lo que he dicho no es ninguna novedad sino para mí porque en esta insistencia de escribir, a quien quiero encontrar es a mí mismo. La poesía siempre estará en su propio espacio, dispuesta a hablar en el sueño o en la vigilia. La poesía es el eco de la sombra de un pájaro que pasa volando al filo de la tarde. En fin, escribo para mí, río y lloro y a veces canto.
Quisiera ser sencillo como un árbol. Aún menos, como una tabla.
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Humberto Ak’abal, poeta mayor del pueblo maya k’iche’ de Guatemala, bien conocido por los lectores de Ojarasca, falleció en enero de 2019, dejándonos una veintena de poemarios, además de libros de relatos y ensayos. Ahora, postumamente aparece en Guatemala un volumen con sus recuerdos y experiencias tras el descubrimiento temprano de la poesía: El sueño de ser poeta. Intimidades y reflexiones. Editorial Piedrasanta, Guatemala, 2010, con prólogo de Francisco José Cruz. Aquí publicamos un capítulo revelador.