MANANTIAL DE LÁGRIMAS EN EL DURAZNAL — ojarasca Ojarasca
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MANANTIAL DE LÁGRIMAS EN EL DURAZNAL

JUVENTINO SANTIAGO JIMÉNEZ

Hacía muchísimo frío aquella noche del veinticuatro de diciembre en Tamazulápam mixe cuando mis primos dijeron que debíamos buscar otro espacio porque en la casa de ellos ya no alcanzaba la comida y hacía varios años atrás que llegábamos allí. Así que mi hermano menor y yo tomamos nuestra mochila donde guardábamos algunas cosas y nos marchamos a casa de mi tío Vidal, quien vivía por la primaria. Cuando llegamos no había nadie y decidimos entrar a la cocina al quitar las tres tablas que tenían como puerta. Esperamos un rato, pero nadie llegó. Enseguida, bajamos la vereda hacia la carretera y nos dirigimos a casa de mi tía Irene. Caminamos alrededor de treinta minutos y allá tampoco encontramos a ninguna persona. Solamente reinaba la oscuridad porque ya era a las once de la noche y regresamos en silencio al centro. Pero al pasar por la tienda de Gregorio, recordé que allí había un molino grande porque todas las mañanas llevaba cargando al hombro una cubeta de nixtamal cuando yo vivía en el albergue. Entonces no era la primera vez que estaba deambulando y antes que los gallos comenzaran a cantar, le sugerí a mi hermano que viajáramos esa noche a El Duraznal.

Llegamos cerca de las cuatro de la mañana. Dormimos poco aquella madrugada porque mi mamá nos despertó para decirnos que iríamos a cortar leña y cuando salí al patio el cielo parecía como si alguien hubiese barrido con una escoba mágica y, no conforme con dejarlo limpio, también le hubiera impregnado un azul maravilloso. “No tenía uno más remedio que preguntarse, sin querer, si era verdad que debajo de un cielo semejante pudiesen vivir criaturas malvadas y tétricas”, reflexionaba Fedor Dostoievski en Noches blancas. El sol ya había salido y caminaba lentamente sobre Atitlán. Luego, tomamos la vereda que va a la casa de la abuela Nicolasa y comenzamos a tumbar árboles de encino con un hacha. En ese momento llegó corriendo mi tío Herminio para decirle a mi mamá que su esposa Teresa tendría su séptimo hijo. Dejamos tirado el mecapal y el hacha a un lado de la vereda y fuimos a casa de mis tíos; allí vi a mi tía hincada sobre un petate y sosteniéndose en una silla. Mi abuela le insistía a su hija que continuara pujando con todas sus fuerzas, pero ella ya estaba exhausta y un mechón de cabello se había pegado en la frente con el sudor.

Eran exactamente las doce del mediodía cuando escuché el primer llanto del bebé y al acercarme vi que estaba cubierto de sangre. Mi abuela se encargó de limpiarlo con una ropa vieja y con los dedos le apretó la nariz para que no quedara plana. También tenía preparada una tijera con la cual cortó la placenta y luego la guardó en una palangana. El cordón umbilical lo amarró con un pedazo de hilo y al atardecer comimos machucado. Esa noche nos quedamos en casa de mis tíos y al día siguiente, mi abuela y su yerno llevaron al manantial el recipiente de plástico donde había guardado la placenta. Ésta iba cubierta con hojas de alcatraz para que no entrara ningún insecto y así evitarían alguna infección en los ojos del recién nacido. Finalmente, la abuela colocó cuidadosamente la palangana justo donde caían unas gotas muy transparentes y, a un lado del manantial, habían construido un tanque de concreto. Mi tío Herminio levantó la tapa para ver si no había basura, pero lo primero que vio fue un enjambre de avispas. Por ello, bajó la tapa para cerrarlo y regresaron.

Él se sentó en una silla al llegar a su casa y comenzó a bostezar. Quiso dormir, pero no pudo conciliar el sueño. “Mejor iré matar a las avispas”, se levantó para ir nuevamente al manantial. Llevaba consigo un frasco de veneno y les roció a las avispas. Justo cuando bajó la tapa para cerrar el tanque, aplastó sus tres dedos. Volvió con los ojos rojísimos y yo tenía la certeza de que había llorado un manantial de lágrimas por el dolor que le provocó el golpe. Eso le pasó por molestar a los guardianes del agua. Por la tarde, nosotros regresamos a casa e hicimos lumbre. Nos sentamos alrededor de la fogata para sentir un poco de calor en los pies y en los brazos porque había comenzado a lloviznar. Y de pronto escuchamos: “¡Comadre, comadre! ¿Qué huele aquí? ¿Tienen ceniza caliente?”. Mi mamá salió corriendo de la cocina con una pala de ceniza. Su comadre la esparció donde salía el olor hediondo. Después, ella entró a la cocina y mi mamá contó que cuando regresaba del campo el olor emergía entre el árbol de durazno y del aguatal que estaban a un lado del patio. También aparecía cuando mi abuela cosía sus blusas o desgranaba maíz. Ella decía que aquel olor era caca de alguna bruja, pero no sabía exactamente de quién porque en el pueblo había varios curanderos.

“Los brujos andan viendo que los niños están creciendo y ellos saben bien que su papá ya está muerto”, agregó la comadre de mi mamá. Seis días después, salimos caminando muy temprano rumbo a Tamazulápam porque era primero de enero y veríamos el cambio de autoridades. Allá estábamos parados en el perímetro de la cancha cuando escuché que a mi mamá le dijeron que una señora de El Duraznal se había enfermado de los ojos. Entonces entendí que era ella quien hacía brotar aquel olor insoportable en nuestra casa. Años después, la señora solamente sentía e intuía la vereda por donde caminaba hasta que una noche se resbaló y cayó en una barranca...

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