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20 AÑOS DE LA MARCHA DEL COLOR DE LA TIERRA. LOS DÍAS QUE TODO MÉXICO VIO Y ESCUCHÓ A LOS PUEBLOS INDÍGENAS / 287

GLORIA MUÑOZ RAMÍREZ

El país entero se cimbró hace veinte años al paso de la Marcha del Color de la Tierra, una movilización sin precedentes en la historia moderna de México, pues por primera vez los pueblos indios fueron al frente convocando a un amplio abanico nacional e internacional para poner en la mesa no sólo los derechos y la cultura indígena, sino otra forma de hacer política y de enfrentar al poder. Los partidos políticos estuvieron muy por debajo de una ciudadanía esperanzada en lo que con su propia fuerza podría construir.

La movilización fue convocada por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) con más de un objetivo. Se plantearon llevar al Congreso de la Unión los Acuerdos de San Andrés firmados con el Estado mexicano (no con el gobierno en turno) el 16 de febrero de 1996 y, a su paso, encontrarse con el amplio movimiento indígena nacional y con las organizaciones y colectivos internacionales, además de con miles de personas de a pie y del mundo intelectual, artístico y científico.

La Marcha del Color de la Tierra puso a los pueblos indígenas como protagonistas de su propia historia fuera de sus comunidades. El arraigado racismo en instituciones y en amplios sectores de la sociedad sufrió un descalabro casi tan fuerte como el propinado el primero de enero de 1994, con el levantamiento armado zapatista y la toma de siete cabeceras municipales de Chiapas. Hasta hoy, sigue siendo una de las movilizaciones más grandes de la era moderna, al margen de los partidos políticos y conflictos postelectorales.

Para el sociólogo y músico español Ángel Luis Lara, presente en la movilización y guionista del documental Caminantes (de Fernando León de Aranoa, premiado el mismo año en el Festival de Cine de La Habana) no fue lo multitudinario y masivo del proceso lo más importante, sino el valor cualitativo: “Como el propio movimiento zapatista, la marcha tuvo la forma de un enorme y potente cúmulo de paradojas. Al mismo tiempo que la iniciativa apelaba al orden para que éste reconociera la autonomía y la cultura de los pueblos indios de México, su desarrollo diario iba activando una multitudinaria desocupación del orden por todo el país. A su paso, la marcha iba haciendo visible la dura realidad del México de abajo a la par que tejía un espacio político que ya no era el del orden, sino una esfera pública no estatal imposible de reconocer en las pautas tradicionales de los partidos y de las instituciones, una nueva cualidad de democracia, de comunicación, de política, de deseo de vida colectiva”.

El 24 de febrero del 2001, 23 comandantes y un subcomandante partieron de cinco puntos del territorio zapatista rumbo a San Cristóbal de las Casas, Chiapas, primera estación del recorrido. En esta ciudad racista por excelencia recibieron los bastones de mando de los pueblos indígenas que les pidieron ser representados.

La caravana dejó el estado de Chiapas y siguió su camino por Oaxaca, Puebla, Veracruz, Tlaxcala, Hidalgo, Querétaro y Guanajuato, antes de llegar a Nurío, Michoacán, para el Tercer Congreso del Congreso Nacional Indígena (CNI). El 3 de marzo comenzaron los trabajos, con la asistencia de representaciones de 40 pueblos indígenas. Fue la concentración más representativa de las últimas décadas de pueblos, comunidades y barrios indígenas de México.

El camino continuó por el Estado de México. Los sectores empresariales ya estaban preocupados. La muchedumbre no sólo reclamaba el reconocimiento de los derechos indígenas, sino justicia e igualdad para todos los mexicanos. En Toluca, la comandancia zapatista envió un mensaje al poder económico: “Tienen miedo porque dicen que los pobres se van a alzar a nuestro paso y se van a cobrar todos los agravios. Tienen miedo porque reconocen que las condiciones de vida de la mayoría de los mexicanos, y no sólo de los indígenas, están muy mal y eso puede provocar una rebelión”. En Morelos, tierra de Emiliano Zapata, se unieron los pueblos indígenas y campesinos de la región. Después Guerrero, donde se encontraron por primera vez con bases de apoyo de otros movimientos armados. El 9 de marzo llegaron a San Pablo Oxtotepec, en la puerta de la Ciudad de México. Después de 15 días de camino y 12 estados visitados, la marcha que partió de San Cristóbal de las Casas ya no era la misma. Millones de personas acompañaron su paso, cientos de declaraciones se vertieron a favor y en contra. La movilización ya era imparable.

La gente desbordó la Ciudad de México para recibirlos. Las calles se llenaron de indígenas, obreros, campesinos, maestros, colonos, choferes, pescadores, taxistas, oficinistas, empleados, vendedores ambulantes, religiosos, lesbianas y homosexuales, artistas, intelectuales, militantes, legisladores, deportistas, activistas. Ahí estuvieron el premio Nobel José Saramago, los cantantes Joaquín Sabina y Miguel Ríos, el escritor Manuel Vázquez Montalbán, el poeta Juan Gelman, el sindicalista Joseph Bové, el sociólogo Yvon Le Bot, entre muchos otros.

Escribió entonces el periodista Jaime Avilés (que, en su memoria, se debe aclarar que falleció tomando declarada distancia de los zapatistas, pero sus notables crónicas de esos días forman parte de la historia): “A diferencia de todos los mítines de izquierda, aquí no hay contingentes organizados, sino ciudadanos que acudieron por su cuenta y riesgo, sin partido ni sindicato ni corporación que los trajera. Esto es insólito. Y siendo tan ‘poquitos’ como son, constituyen ya una respetable multitud que por sí sola representaría un exitazo en cualquier tipo de concentración electoral”.

Ante una plaza a reventar, el entonces Subcomandante Marcos (hoy Galeano) dijo: “México, no venimos a decirte qué hacer, ni a guiarte a ningún lado. Venimos a pedirte humildemente, respetuosamente, que nos ayudes, que no permitas que vuelva a amanecer sin que esa bandera tenga un lugar digno para nosotros los que somos el color de la tierra”.

Siguieron días intensos en los que la clase política mexicana se vio rebasada por la fuerza de la movilización. En el Congreso de la Unión intentaron bloquear la presencia de los zapatistas ofreciéndoles una sala menor para escucharlos, pero ni los zapatistas ni los pueblos indígenas fueron a negociar ni a estirar la mano. Pedían ser escuchados en la tribuna mayor, no en el patio trasero.

“Puesto a escoger entre los políticos y la gente, el EZLN no duda: está con la gente”, señalaron los zapatistas, y anunciaron su partida. Vinieron dimes y diretes entre los partidos en la Cámara de Diputados, hasta que finalmente decidieron no quedarse fuera de la historia y aprobaron su participación indígena en el pleno del Congreso, contra la oposición de la fracción del partido del presidente Vicente Fox (PAN).

El 28 de marzo, cuando todo el mundo pensaba que el subcomandante Marcos tomaría la tribuna, los zapatistas sorprendieron con la voz de una mujer como su representante. La comandanta Esther habló de las bondades de legislar una ley sobre Derechos y Cultura Indígena acorde a lo firmado en los Acuerdos de San Andrés.

Después, la delegación zapatista y las representaciones de más de 40 pueblos indígenas regresaron a sus comunidades. Nada volvería a ser igual para ellos. Un mes después todos los partidos políticos desconocieron la parte medular de los acuerdos y votaron una ley que desconoce su autonomía. Fue el momento de quiebre. A partir de ahí el EZLN y la red de pueblos que conforman el CNI decidieron poner en práctica lo que el Estado les negó, suspendieron toda interlocución con la clase política, se dedicaron a fortalecer su organización interna y continuaron apelando a sus iguales.

En estas dos décadas (de 2001 a la fecha) los zapatistas han convocado innumerables encuentros, han vuelto a recorrer el país entero, han crecido en territorio y organización autónoma en Chiapas y han sostenido al CNI como su principal interlocutor, pero lejos de conformarse con la creación de un sistema de gobierno autónomo inédito en el mundo, insisten en aliarse con los desposeídos del planeta. Una gira mundial está en puerta.

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