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TODA AFECTACIÓN DEBIDAMENTE MITIGADA. LAS JUSTIFICACIONES DEL DESPOJO / 287

Cuando los proyectos de “desarrollo” llevan adjunta la palabra “mitigación”, los pueblos saben que el golpe viene duro, sea por la fuerza, sea con golosinas económicas, a veces ambas. La resistencia y la resiliencia de pueblos, ejidos, comunidades y barrios encarnan sin duda la zona más vital y lúcida en el aletargado presente de pandemia y anillos al dedo. La aberrante torre Mítikah, que desde el nombre ofende, se ha puesto como un destructivo elefante blanco en el corazón de la Ciudad de México. Todos pueden ver y sufrir su adefesio ineludible de 62 pisos y la inmensa grúa que la corona con los colores patrios, así como la depredación que expande como cáncer a su alrededor, carcomiendo al pueblo originario de Xoco (convenientemente negado), uno de los muchos que esta ciudad de origen nahua todavía contiene, apachurrados y sitiados, pero vivos. Ejemplifica en clave urbana lo mismo que viene ocurriendo, hoy como siempre, en las comunidades originarias y campesinas del país, atosigadas por otros elefantes superfluos.

Herencia del neoliberalismo salvaje, ya para los panistas y priístas la torre prometía grandes negocios, aunque llegaba a ser papa caliente cuando la legalidad asomaba un poquito la cabeza. A la postre, todas las licencias han sido concedidas por los sucesivos gobiernos de la capital. El actual ha garantizado su continuidad con una serie de “medidas” y multas que mal mitigan lo que se considera irremediable, a nombre del desarrollo, la inversión, la plusvalía y toda esa cháchara urbicida.

Como en aquellas viejas Polaroid que nos tomábamos en Chapultepec y La Villa, donde un paisaje prefijado tenía unas ventanitas para asomar los rostros y retratarnos en estampas típicas o jocosas, imaginemos un paisaje fijo de desolación, cemento, humo, desperdicios, tierras yermas, calles congestionadas, estacionamientos, plantas de energía y tiendas departamentales. Pongamos los rostros de los pueblos de Morelos, Tlaxcala y Puebla, o de ijkoot y zapotecas del Istmo de Tehuantepec, mayas de Yucatán, Quintana Roo o Campeche, guarijíos de Sonora, ejidatarios y comuneros de Guerrero, Michoacán, Edomex y Oaxaca. Tienen en común encontrarse sitiados y carcomidos por la minería, la “privatización” y la delincuencia. Cambian los rostros, pero la desolación que los rodea es la misma. Como en aquellos lienzos desteñidos, el paisaje impuesto se repite.

Figurémonos ahora tras bastidores, una tras otra, las resistencias a largo plazo que libran los pueblos vivos. La escenografía puede consistir en la desgarrada periferia de una zona turística, los desechos de una hidroeléctrica, una selva convertida en parque temático o el cráter dejado por una mina de oro o arena donde antes hubo casas y milpas. Es el “inevitable” desarrollo, que siempre presenta el Estado como un hecho consumado, mientras promete empleo y servicios, toda afectación debidamente mitigada.

Las luchas de resistencia tras estos bastidores del progreso, negadas, despreciadas o perseguidas, siguen y seguirán. La coyuntura ocurre cada día, cada mes, en cada región depredada por el autoritarismo y la lógica del dinero. No importa el color de los gobiernos, la imagen afrentosa se repite. Y la resistencia, así sea frágil o desesperada, asoma con sus rostros verdaderos en el Istmo y la Península, la Amazonía, la Araucanía y las reservaciones indias de América del Norte, donde la opción de otro futuro recomienza cada día.

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