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JORNALEROS MIGRANTES EN ESTADOS UNIDOS

DAVID BACON

POR LA SINDICALIZACIÓN Y UN SISTEMA ALIEMENTARIO DEMOCRÁTICO

La gente que labora en los campos estadunidenses produce una inmensa riqueza y no obstante la pobreza entre los jornaleros está muy extendida y es endémica. Es el rasgo más antidemocrático del sistema alimentario en Estados Unidos. César Chávez dijo que era una ironía que, pese a su trabajo en la base del sistema, los jornaleros “no tuvieran ni dinero ni alimentos que les quedaran a ellos”. La pobreza forzada y la estructura racista de la mano de obra y los campos de labor van aparejadas. La agricultura industrial estadunidense tiene sus raíces en la esclavitud y el brutal secuestro de africanos, cuyo trabajo desarrolló la economía de plantación, y el subsecuente sistema de aparcería semi-esclava en el Sur. Por más de un siglo, especialmente en el Oeste y el Suroeste, la agricultura industrial ha dependido de la fuerza de trabajo migrante, configurada por olas de poblaciones migrantes chinas, japonesas, filipinas, mexicanas, sud-asiáticas, yemeníes, puertorriqueñas y, más recientemente, centroamericanas.

La dislocación de las comunidades produce esta fuerza de trabajo migrante: gente forzada por la pobreza, la guerra y la represión política a abandonar sus hogares buscando trabajo y sobrevivencia. Cualquier visión que busque un sistema más democrático y sustentable debe reconocer esta realidad histórica de pobreza, migración forzada y desigualdad, y los esfuerzos de los propios jornaleros por cambiar esta realidad.

El condado de Tulare, en California, por ejemplo, produjo 7 mil 200 millones de dólares en frutas, nueces y vegetales en 2019, lo que lo vuelve una de las áreas agrícolas más productivas en el mundo. Y pese a esto, unos 123 mil de los 453 mil residentes de Tulare viven por debajo de la línea de la pobreza. Más de 32 mil residentes del condado son jornaleros. Según el Departamento del Trabajo estadunidense, el ingreso anual promedio de un jornalero fluctúa entre 20 mil y 24 mil 999 dólares, menos de la mitad de la media de los ingresos familiares en Estados Unidos.

La pobreza tiene su precio. Ha forzado a los jornaleros agrícolas a continuar trabajando durante la pandemia de Covid-19, aunque están muy conscientes de los riesgos de enfermar y morir. Cuando llegó a su fin este espantoso año de 2020, el condado de Tulare (donde durante la huelga de la uva de 1965 se formó United Farm Workers) contaba con 34 mil 479 casos de Covid-19 y 406 personas habían muerto. Esto implica tasas de infección y fallecimiento de más del doble de lo que ocurre en el San Francisco urbano o en el condado de Santa Clara en Silicon Valley. Las tasas de Covid responden al ingreso. El ingreso medio anual de las familias en San Francisco es de 112 mil 249 dólares y en Santa Clara es de 124 mil 055 dólares. La mitad de las familias del condado de Tulare, casi todas de jornaleros, ganan menos que la media anual de 49 mil 687 dólares.

Democratizar el sistema de producción de alimentos comienza por reconocer esta disparidad y buscar los medios para ponerle fin. De hecho, la clase obrera más amplia en California tiene razones concretas para respaldar a los jornaleros. El Covid y las futuras epidemias, por ejemplo, no se mantienen prolijamente confinadas en los barrios rurales pobres sino que se esparcen. Los plaguicidas que envenenan a los jornaleros se mantienen en la fruta y los vegetales y aparecen en los supermercados y las mesas del comedor. Los contratistas de fuerza de trabajo y los empleos temporales ya eran parte de los rasgos de la vida de los jornaleros antes de que el empleo precarizado se esparciera hacia la alta tecnología y se volviera la perdición de los choferes de Uber.

El legado rural de explotación económica y desigualdad racial fue cuestionado de un modo muy contundente en 1965, cuando comenzó la huelga de la uva primero en Coachella y luego se extendió a Delano. Fue el fruto de décadas de organización obrera y de las primeras huelgas de jornaleros, y ocurrieron un año después de que los activistas por los derechos civiles y laborales forzaran al Congreso a rechazar la ley pública 78 y a ponerle fin al programa de contratos laborales de los braceros.

La huelga de la uva fue fundamentalmente un movimiento democrático y lo comenzaron jornaleros filipinos y mexicanos de la mera base social. Pese a no saber leer o escribir, eran muy sofisticados políticamente y tenían muy buen entendimiento de su situación, y escogían sus acciones con enorme cuidado. Los patrones habían enemistado a los mexicanos y a los filipinos por décadas. Cuando los filipinos comenzaron la huelga, y luego invitaron a los jornaleros mexicanos a unirse, siendo gran parte de la fuerza de trabajo, entendieron que el interés común de los jornaleros remontaría las divisiones. Su unidad multi-racial fue una precondición para lograr la democracia en los campos de labor.

El impacto de la huelga fue enorme. A quince años de su inicio, los jornaleros lograron el mayor estándar de vida del que hubieran gozado antes o incluso después. En los contratos negociados a fines de la década de 1970, la base salarial era 2.5 o 3 veces el salario mínimo de ese entonces, el equivalente en California a lo que sería hoy día un salario de 37-45 dólares la hora. Se prohibieron los peores plaguicidas, y durante diez años las salas de contratación mantuvieron a los contratistas laborales fuera de los campos.

Al estallar su huelga, los jornaleros exigían en 1965 la democratización del sistema de producción de alimentos. Ganar el primer y más básico paso —un contrato colectivo sindical— requirió remontar la división entre la gente de los ámbitos rural y urbano. Los jornaleros abandonaron los campos, viajaron por todo el país, reclutaron aliados y se pararon frente a las tiendas en las ciudades apelando ante los consumidores a que no compraran las uvas motivo de la huelga. De todos los logros del movimiento jornalero, el más poderoso y que más perduró fue el boicot. Aplanó el terreno de juego en la disputa con las corporaciones agrícolas en torno al derecho a formar un sindicato y condujo a la alianza más importante y fuerte entre los sindicatos y las comunidades en la historia laboral moderna.

Es tradicional que las huelgas de jornaleros las deshagan los rompehuelgas, y con mucha frecuencia, las ahogan en sangre y violencia. Ningún país ha hecho tanto como Estados Unidos para consagrar el derecho de los empleados a romper huelgas. Desde los primeros frentes de huelga en Delano, los miembros del nuevo sindicato, United Farmer Workers, miraban con furia cómo los patrones traían cuadrillas de rompehuelgas para realizar las tareas. El boicot no pudo terminar con la violencia, pero después de que los jornaleros cruzaran el enorme abismo entre los campos de cultivo y las grandes ciudades, ya no tuvieron que pelear solos.

El boicot fue participativo, una estrategia democratizadora, y desde entonces se convirtió en una poderosa herramienta para la organización sindical con base comunitaria. Hoy las alianzas entre los sindicatos y las comunidades son el corazón del activismo progresista. Las huelgas y boicots de jornaleros ayudaron a desarrollar esta estrategia y le dieron a UFW su carácter de movimiento social.

En 2013, los jornaleros utilizaron esta experiencia cuando se fueron a huelga contra la finca de moras de Sakuma Brothers en Burlington, Washington. Por cuatro años combinaron huelgas en los campos y un boicot al principal cliente de Sakuma, el distribuidor de “berries” más grande del mundo: Driscoll’s. Su campaña logró que les dieran un contrato colectivo y desarrolló nuevos modos de lucha en pos de la democracia rural.

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Fragmento de “A democratic food system means unions for farmworkers”, Food First, 14 de abril de 2021.

Traducción: Ramón Vera-Herrera

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