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EL DIA EN QUE SE PERDIÓ MI PERRO

LAMBERTO ROQUE HERNÁNDEZ

I

Arcadio se levantó muy de mañanita. Después de terminar de desayunar, se encaminó hacia el campo. Llevaba su machete, un cordel y una bolsa de manta en la que pondría las guayabas que le habían encargado sus hijos desde la noche anterior. Aún el sol no se asomaba en las crestas de las altas montañas que rodeaban el pueblo. Arcadio se basaba en el dicho de que pájaro madrugador es el que agarra más gusanos, y por eso le hacía así para hacer sus quehaceres tempranito. Esa mañana, tenía por tarea recoger un tercio de leña.

Lo seguía el Palomo.

En las callecitas del pueblo, algunos de los campesinos arreaban sus yuntas que arrastrando el arado se dirigían a las parcelas para iniciar la jornada del día. De las casas salía humo y se escuchaba ya el raspar de los metates. Había lloviznado durante la noche. La mañana era fresca. Arcadio y su perro tomaron rumbo hacia el cerro de María Sánchez. Montaña alta que de lejos se parece a la cabeza de un enorme reptil en reposo. En el medio, esta gran mole tiene un despeñadero de rocas coloradas, el cual aparenta ser el ojo cerrado de esa bestia inerte. Alguien le había prendido fuego unas semanas atrás y las jarillas chamuscadas que hacían leña maciza estaban ya secas.

Después de un cansado ascender hasta la mitad de María Sánchez, Arcadio afanosamente empezó a recoger leña. Ya para entonces, el sol empezaba a despuntar. Sabía que tenía que apurarse para bajar de regreso antes de que empezara el calorón asfixiante, común en esos días de verano. Estaba consciente que su Matilde ocupaba la leña ese mismo día.

De repente, el Palomo empezó a ladrar.

El animal se lanzó en estampida persiguiendo algo. “De seguro es un conejo”, pensó Arcadio. Terminó de amarrar su tercio de leña, lo colocó junto al tronco de un cazaguate y se fue en busca de su perro. Lo escuchaba ladrar a lo lejos. Gruñidos que de pronto se escuchaban como si el animal se metiera y saliera de una cueva. Le entró curiosidad. Siguió subiendo la empinada falda de la montaña hasta que llegó al pie de ese gran despeñadero de piedras rojizas. El que desde el pueblo aparenta ser el ojo izquierdo de la inerte bestia en reposo. Estando ahí, enfrente de las rocas rojas, y ya visto de cerquitas, el barranco era enorme. Impresionante. “Es más alto que la iglesia”, se dijo Arcadio.

De pronto, Palomo lo sacó de su sorpresa. Se le acercó, moviendo el rabo y jadeando. Daba vueltas y vueltas como invitándole a que lo siguiera. Arcadio pensó que el perro había encuevado algún conejo y se alistó para seguir al animal, quien ya se le había adelantado perdiéndose detrás de unas matas de uña de gato. Arcadio se acercó, apartó con su machete las ramas y vio una entrada. Cabía de cuerpo entero. No le sorprendió tanto el hecho de haber encontrado la entrada sino el fondo oscuro de la cueva. Eso le indicaba que era profunda. Echando mano de su machete, cortó una rama seca de uña de gato y con dificultad le prendió fuego creando una llamita debilucha pero suficiente para alumbrarse un poco y empezar a explorar el lugar.

Despacio se adentró.

Mientras se adentraba se dio cuenta que no le era difícil avanzar. Mientras más se metía, el espacio se ampliaba. Olía a humedad. El lugar era muy fresco. Corría aire suficiente para mantener encendida su improvisada antorcha. De pronto pensó en todos los bichos y alimañas que ahí podían vivir. Imaginó murciélagos. Abejas. Culebras. Hormigas. Sin embargo, se dio valor, respiró profundamente y sintió una especie de tranquilidad enorme en ese espacio que por el momento era solo suyo.

Su perro se había adentrado más.

Volvió a escuchar los ladridos desde el fondo. Le chifló, así como se les chifla a los perros en el pueblo para que el animal regresara, pero nada. El animal seguía ladrando a lo lejos. Arcadio le volvió a silbar de la misma manera.

Mutismo absoluto.

El hombre se aprestó para adentrarse más e ir en busca de su animal.

Caminó a tientas. Su pequeña antorcha se apagó. Sus ojos tuvieron que adaptarse a la oscuridad y siguió avanzando y llamando a Palomo al mismo tiempo. Caminó y caminó, con mucha dificultad, topándose de pronto y sintiendo ganas de mejor regresarse. Sin embargo, la curiosidad era más grande que su temor. Siguió.

De repente miró en la distancia una luz tenue. Se alegró, había una salida y por ahí de seguro el conejo y el perro se habían salido. “Pinche perro, ¿hasta dónde chingaos se iría?”, musitó. Mientras más avanzaba, el tamaño de lo que aparentemente era una salida aumentaba, y así la luz que de poco en poco le encandilaba más y más.

 

I I

Fue por culpa de mi cabrón perro. Siguió un conejo y según yo pues pensé que el animal lo había encuevado y lo fui a buscar al conejo. Sería bueno para comer con un frijol con epazote y un chirmole de chile guajillo. Y de repente, atrás de unos matorrales estaba esa entrada grande. O salida según se me había figurado a mí. Me lo habían contado antes, que, si entrabas a la cueva, te encantabas. Pero en ese ratito se me olvidó lo que mi abuelo me había platicado muchas veces pues. Me decía que no me acercara a la peña del cerro porque “de ahí salen almas en pena”, y si te metes te quedas perdido en el tiempo. Encantado. A veces le creía. A veces se me parecían puras figuraciones del viejo.

Pues, primero al entrar está oscuro. Caminaba a tientas. Aunque después mis ojos se acostumbraron a la oscuridad. Anduve un buen tramo y de pronto vi una luz. Pensé que ésa era un hoyo para salir al otro lado, y que desde ahí miraría los otros pueblos que hay en el valle. A lo mejor y con suerte me tocaría ver desde lo alto al tren que pasaba para Ocotlán todas las mañanas. ¡Cabrón! Cuál sería mi sorpresa.

Cuando por fin llegué a la entrada de la luz o a la salida, mejor dicho, enfrentito de mí estaba un camino. No había la ladera que pensé habría al salir. Ni había monte de casaguateras. Ni yagalaneras. De lo contrario, a los lados del camino ese había muchas jacarandas de flor morada. Había bastantes bugambilias y matas de órganos. También desde la salida se divisaban terrenos grandes espesos de maguey, así como para mezcal vaya. Parecía que también allá llovía mucho porque había agua encharcada en las zanjas.

Les digo otra vez que primero imaginé que era la salida pues yo lo que quería era regresar al pueblo. Aunque más bien fue la entrada a algo así como a otro pueblo. Le seguí caminando y al rato empecé a escuchar muchas voces, un montonal, algo así como cuando vas llegando al mercado de Ocotlán.

Sí, de hecho era eso, un mercado. Grande, queparió, no había visto uno así en mi vida. Sí que me paré en seco al llegar al lugar en donde estaba la algarabía. Me extrañé de cómo se veían las gentes. En vez de la ropa como usamos nosotros, tenían unos trapos que les servían de taparrabos a los hombres y las mujeres tenían las mantas enredadas en el cuerpo. Eran de bonitos colores. Los hombres sólo estaban cubiertos de la cintura pa’bajo. Ellos tenían guaraches, así como de gallito, y collares, el pelo largo y eran muy morenos.

Las mujeres eran también muy morenas. Tenían muchos collares colgando. El pelo enrollado alrededor de la su cabeza con cintas de colores y algunas llevaban flores de adornos. Dalias o bugambilias o algo así. Azucenas otras. Las mismas que todavía se dan por aquí. Unas estaban descalzas. Eran muy chulas, y hasta me alboroté y pensé que qué bueno que había llegado a ese pueblo y que no estaba de más echarle un vistazo por un rato, aunque fuera por un ratitito.

Me quedé encantado.

Caminé por el mercado. Me di cuenta de que me veían raro. Saludaba yo, pero no me contestaban. A lo mejor porque mis ropas eran diferentes no me hacían caso. Anduve como mareado. ¿Qué pueblo sería?

Al pasar por un puesto una mujer me ofreció algo de tomar. Tenía mucha sed y lo acepté sin chistar. Sabía como a tepache. Llevaba unos centavos conmigo y quise comprar algo. El hombre que me extendía unas anonas vio el dinero y me dijo algo que no entendí, era otra manera de hablar. Me dio las anonas y me quitó el sombrero de la cabeza. Entendí. Se lo puso y se echó a reír cuando los que estaban en los otros puestos le dijeron algo que no supe. Pues me reí yo también. Anduve entre la gente y de repente me fui hasta donde había música.

Había algo así como una placita en medio del mercado y me acerqué. Me metí entre la gente. Había un grupo de danzantes bailando. Era algo así como lo que conocemos como la danza de la pluma. Nomás que las ropas eran de otra manera. Y los danzantes llevaban mucho oro en el pecho y brazaletes también brillosos.

Me quedé encantado.

Así anduve por un ratote largo, hasta que yo mismo hice por desencantarme de lo que veía, pues sabía que tenía que regresar a San Martín. Me encaminé para buscar la salida. O la entrada. Preguntaba a la gente para que me dijeran hacia dónde estaba la entrada a la cueva y me hablaban su lengua que yo no entendía pero que de repente me di cuenta que era la que todavía escuchaba salir de la boca de algunas gentes viejas de mi pueblo. Sabían que no entendía. Se reían. Uno que otra me tocaba con curiosidad mi escapulario de la Virgen del Carmen que me puso el padre Salvador. Tocaban mi machete con miedo. Yo creo que les llamaba la atención que mi pelo era cortito. El hombre que traía puesto mi sombrero se acercó y me dijo algo al oído. Apuntó hacia un lugar y me figuré que me decía que por ahí era la salida del pueblo. Antes de que me fuera, me dio un collar que tenía cascabeles de víbora alrededor, y una guayaba muy grande; “pa’l camino”, pensé.

I I I

A tientas caminé. Vi la luz al final. Lo primero que hice al salir de la cueva fue frotarme la cara y sacudirme para saber que estaba despierto. Bajé el cerro. Hasta me olvidé de mi tercio y del Palomo.

Llegué a la entrada del pueblo y me encontré que cerca del panteón había un edificio que no estaba ahí por la mañana cuando me fui para arriba de la montaña. Me encontré con unos muchachos con ropas raras. Tenían el pelo coloreado y aretes en la nariz. Pensé que si esta vez estaba también en otro pueblo distinto. Miré pa’trás pa’ ubicar el cerro y orientarme. Ahí estaba, enorme, como viéndome de reojo. No sé ni por qué, pero me estremecí. Me entraron escalofríos en todo el cuerpo. Vi que por las calles rodaban unas como casitas que llevaban gente adentro. Las casas eran de material extraño. Casi todas eran grandes, así como las de los Sánchez, los que eran dueños de casi todas las tierras del pueblo. No había casas de cañuelas como en la mañana cuando me fui pa’l campo. Me asusté. El lugar era el mismo pero muy cambiado. No sabía qué hacer ni qué me había realmente pasado.

Llegué hasta la iglesia. Era la misma. Era mi pueblo, pero algo le había pasado. Llegué hasta la puerta del templo, coloqué en el altar mayor dos de los ídolos de barro que me había hallado antes de subir al cerro de María Sánchez. Me fui a mi casa y la encontré distinta. Había otras gentes. Sentía que me volvía loco. Me sentía perdido y más que eso, estaba confundido digamos. Traté de reponerme y les pregunté a los de la que yo pensaba que era mi casa por Matilde. Por mis hijos. Por mi perro. Por todo pues. Por mi vida completa si tú quieres.

Me dejaron entrar. Todo era casi igual a antes que me fuera por leña en la mañana. Pero había otras gentes. Lloré. Me sentía muerto en vida. Me dieron de comer y con mucha pena, los que vivían en el lugar donde un día fue mi casa me dijeron que siguiera mi camino.

 

I V

Ese fue el primer día que conté lo que había visto. La gente del pueblo primero no me escuchó, pero cuando les dije que era de ahí y que me había ido a buscar leña en la mañana y que mi nombre era Arcadio Soto, de los últimos Sotos del pueblo, primero se burlaron. Aunque despuesito me prestaron atención. Y después otra vez me tiraron a loco porque lo que sabían era que los Sotos se habían ido del pueblo desde hacía más de cien años. Se fueron porque el jefe de familia de repente había desaparecido, dijeron. Según los rumores del pueblo, lo buscaron hasta el cansancio y jamás lo hallaron.

Al pardear la tarde me decidí irme otra vez pa’ la cueva. Desde entonces y cada que siento nostalgia, bajo al pueblo a contar mi historia. Y cada que vengo veo gente diferente, pero que sé que son familiares de algunos de mis amigos que ahora tengo allá adentro del cerro porque las caras son parecidas. Ellos, los del pueblo, me dicen que han oído hablar de un Tío Arcadio que desapareció en el cerro grande, ése que está enfrente del pueblo. Aunque me escuchan cuando les platico, piensan que soy un vagabundo cualquiera.

Tal vez sí lo soy.

La última vez que bajé al pueblo, había un muchacho parecido al que se quedó con mi sombrero la primera vez que fui a mi otro pueblo, el de la cueva. Según me dijo, apuntaba mi historia en una máquina que él llama la computadora o algo así. Yo sé que él es familiar de ese hombre de la cueva, porque tienen hasta el mismo pelo y ese brillo en los ojos que lo hace a uno sentirse en confianza. Le regalé el idolito que traía en mi morral y le dije que lo cuidara o que cuando pudiera que lo pusiera en el altar mayor de la iglesia. Cuando lo tomó, sentí sus manos calientitas y le miré los dedos muy largos. Como mis manos y mis dedos.

Aunque no me crean, cuando cuento mi historia yo les digo a los que me oyen que somos la misma gente desde antes de que yo me metiera a la cueva. Y que allá adentro del cerro están los que se ven como nos vimos nosotros antes. Hay cambios, pero no desaparecemos. Nomás se cambian los tiempos.

Dicen que estoy loco, y me dan agua, de almorzar o un refresquito. Me dicen que siga mi camino. Y yo solo voy y vengo en los tiempos. Me quedé encantado con la vida.

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Lamberto Roque Hernández, narrador, educador y artista plástico originario del pueblo zapoteca San Martín Tilcajete, Oaxaca. Desde hace muchos años radica en Oakland, California. Autor de Cartas a Crispina, escribe frecuentemente en Ojarasca.

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