SUBE, DIJO EL BONGO
Íbamos a bañarnos al río cuando terminábamos de rozar por la tarde en el pedazo de parcela que teníamos en El Duraznal y bajábamos cerca a la entrada de una cueva. En temporada de lluvia allí nos resguardábamos. Luego, regresábamos a la casa de tronco sin techo y nos sentábamos alrededor de la fogata que mi abuela había hecho en el patio para remojar unas tortillas de elote dentro de la taza de café. Enseguida, tendíamos unos costales viejos en el piso de tierra y antes de que nos encontrara el sueño, mi tío contaba que habían vivido algunos años en un lugar donde hacia muchísimo frío y que allá pocas veces veían el sol por la densidad de la neblina. También decía que mis abuelos no sembraban maíz y solamente se alimentaban de papas. Para conseguir maíz, caminaban varios días con huaraches patas de gallo rumbo a Jaltepec de Candayoc y la vereda principal era bajar primero a Atitlán y de allí a San Pedrito. Más abajo se divisaba Cotzocón. Después, pasaban a Puxmetacán y hacían otras horas de camino hasta que finalmente llegaban donde se cultivaba maíz y café. Cuatro décadas después, me llamaron del Instituto Superior Intercultural Ayuujk con sede en Jaltepec de Candayoc para una entrevista de trabajo y pensé que era una oportunidad para conocer aquellas tierras donde mis abuelos habían trabajado como peones.
Así que un martes por la mañana el sol me recibió con una sonrisa enorme mientras cruzaba el Puente Jaltepec e intenté buscarlos en lo más profundo del río. Pero no los vi por ningún lado del caudal porque mis abuelos ya habían muerto desde hacía tiempo. Minutos después, llegué a las instalaciones del ISIA y me invitaron a almorzar. Aquella escuela me hizo recordar varios de los internados donde yo había pasado la mayor parte de mi infancia. Enseguida, dos profesores me entrevistaron y al finalizar caminé rumbo a la iglesia y bajé al río. Me senté sobre una piedra e inmediatamente me atrapó ese pensamiento que siempre me ha perseguido… y de pronto, escuché una voz que decía: “¡Sube!”, al girar, vi que era un bongo* y entonces comencé a remar hasta llegar a Constitución Mexicana, San Juan Mazatlán mixe. Pedí posada en la casa de Juan y al día siguiente amaneció nublado en aquella tierra de limones. Almorzamos y luego una camioneta nos llevó a la parcela para cortar limones y al mediodía regresamos caminando. En el hombro derecho llevaba un ayate repleto de yerba mora; en la otra mano, llevaba un gancho y un machete. Al llegar, la esposa de Juan había preparado tamales de mole y después me acosté en una hamaca.
Horas después, bajé de la hamaca y me puse a rajar leña con un hacha como lo había hecho cuando era niño. Luego, me bañé y cené caldo de yerba mora. Ya había caído la noche y apareció la luna. Para dormir, me ofrecieron un catre, pero preferí quedarme en el piso y aquella madrugada soñé que habíamos llegado no sé de dónde. Ella estaba sentada y parecía como si estuviera enferma. Yo me levanté para seguir caminando y más adelante el ayate se atoró entre las matas del frijol y luego me detuve justo enfrente de un comedor. Allí vi a dos niños que vendían algo, pero no tenían huaraches ni zapatos. Volví a sentarme porque no dejaba de pensar en el rostro de aquella mujer que había visto y también me causaba una tristeza interminable la desnudez de los pies de los niños. Decidí hablarles. Sin embargo, no me respondieron porque eran mudos. Desperté y ya era a las cinco de la mañana. Tomé mi mochila y viajé a Puerto Escondido para ver a ella. Cinco días después, me despedí del mar y faltaban unos kilómetros para llegar a Oaxaca cuando al asomarme por la ventanilla del carro, vi que todavía estaban unas cuantas vacas lecheras en el establo y algunos de los árboles de limones se habían secado. El cercado de malla se notaba muy deteriorado en el internado de Reyes Mantecón, donde había estudiado la secundaria y por las noches me sentaba a un lado del portón y allí lloraba por varios minutos. Otras veces, no comía durante dos a tres días y la ración de comida que me tocaba mis compañeros del equipo se la repartían en el comedor. Yo me quedaba tumbado en la cama en el dormitorio Ricardo Flores Magón y sólo pensaba en regresar a mi pueblo.
Al llegar al centro de Oaxaca, mi tío Herminio me habló por teléfono desde El Duraznal y dijo que la abuela Josefa estaba muy enferma. Al abordar el camión para Xoxocotlán, recordé que ella y otras tres mujeres, sus naguales se habían reunido en el lugar sagrado Ka’atsykyëpäjkp, “Piedra Tirada”, para planear cómo atacarían a un pueblo vecino.
“El techado del municipio es de zacate y en esa casa guardan muchos rifles. Una vez que lleguemos allá, nos convertiremos en perro o en algún otro ser nocturno”, Josefa les dijo a sus compañeras. Los guardias de la casa del pueblo estaban ya acostados y uno de ellos fumaba un tabaco. Los naguales de aquellas mujeres estaban trepados y se asomaban en una de las esquinas. “¡Tengo mucho sueño y no sé qué pasará! ¿Será que vienen los de El Duraznal?”, dijo uno de los vigilantes. Enseguida, todos quedaron dormidos y al que había estado fumando se le cayó su tabaco. Uno de los naguales aprovechó para descolgarse de la esquina y agarró el tabaco para incendiar la casa con techo de zacate. La casa estaba en llamas cuando los guardias abrieron los ojos y así fue como terminó el pleito de ambos pueblos que se había prolongado por varios años.
A las cinco de la tarde llegué a mi casa.
* Un “bongo” es una canoa de gran tamaño.
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Juventino Santiago Jiménez, narrador ayuuk de Tamazulapan Mixe, Oaxaca. Escribe regularmente en Ojarasca.