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PÓLVORA EN EL AIRE CHAMULA / 290

JAIME SA’AKÄSMÄ

Mikel Ruiz, La ira de los murciélagos, Ciudad de México, Camelot América, 2021

Conócete a ti mismo y conocerás los demonios y el infierno del que formas parte parece ser la premisa que guía a Ignacio Ts’unun al atravesar los muros de Chamula. Y es que, a medida que el narrador va penetrando en sus propios traumas y los derroteros de Ponciano Pukuj, el infierno se vuelve más palpable: “Chamula es el nuevo Xibalbá” (p. 232).

Así, el planteamiento central de La ira de los murciélagos, primera novela de largo aliento de Mikel Ruiz (1985), para mí sería éste: ir al interior, a lo más hondo de uno mismo para desentrañar las trampas, las máscaras, los espejismos, del sistema-mundo que habitamos. Como decía Sven Lindqvist, no es conocimiento lo que falta, lo que falta es el coraje para ver lo que ya sabemos, lo que está ahí, en nosotros. Campo de guerra y espacio para la ‘aventura’, Ilíada y Odisea contemporánea, La ira de los murciélagos marcha en dos direcciones aparentemente divergentes: narrar los complejos humanos y literarios de Ignacio Ts’unun, aspirante a escritor, y las patéticas peripecias y correrías de Ponciano Pukuj, aspirante a presidente municipal de Chamula. Cada cual esgrimiendo sus armas para lograr sus propios fines: la pluma, uno; el AK-47, el otro. Cada cual considerando su interés personal antes que el bien común.

Aquí se rompe uno de los tantos tótems que se han creado en torno a los indígenas. Pues ¿qué es realmente una comunidad indígena hoy día? ¿De verdad en ellas se busca siempre el bien común? De ser así, ¿quién sí y quién no? Aún más, ¿no caben ahí otras formas de experimentar la realidad? ¿No sortean, en su interior, también sus propias contradicciones, sus propias violencias?

De este modo, Mikel Ruiz emprende un ejercicio valiente: narrar la disputa por el poder político-religioso-económico de Chamula a mano de los mismos hombre-murciélagos. El autor conduce nuestras miradas a las violencias, a las luchas de poder, de control (del territorio y la identidad en su vertiente más exaltada) al interior de su pueblo. Ésa es una de las victorias del libro: mostrar, llevar a un extremo lacerante la mirada hacia distintos tipos, hacia distintos niveles de violencia. Por eso la novela es arriesgada, peligrosa, y libre.

Los personajes, en su mayoría chamulas, se enredan en el laberinto de la búsqueda de poder. Pero esta lucha por el poder también es una lucha por sostener cada cual su identidad. Aquí, se enfrentan a muerte católicos contra protestantes, tradicionalistas contra quienes abanderan la ‘modernidad’, hablantes de una lengua contra los de otra, gente de un partido contra los de otro. De tal forma que religión y partido diferentes, tradición y lengua distintas son el meollo del problema: lo diverso, lo diferente, es lo que causa el problema. ¿Qué pretende cada uno? La abolición del otro, su desaparición. Qué importan los medios.

De ahí esa lucha encarnizada, esa disputa extrema, en la que no se concibe puntos medios. Los personajes, pues, se balancean en la cuerda floja de los extremos, hasta que simplemente desaparecen. En algún momento, a Ignacio Ts’unun no le queda de otra que reconocer: “Mi pinche pueblo que se ha ido a la mierda en manos de los propios chamulas” (p. 237).

Sin embargo, entre líneas queda claro que esta lucha no es intrínseca, el pueblo y aun los sujetos que llevan a cabo la disputa son sólo instrumentos de un sistema, de fuerzas externas que batallan dentro de la comunidad, dentro de uno mismo. Y también es significativo que las contiendas se den sólo entre hombres (es que “en Chamula no hay putos”). El machismo imperante de la novela es innegable: hay una exaltación y una búsqueda excesiva (casi enfermiza) de virilidad. Ésta es, sin más, la primera frase que pronuncia Ponciano Pukuj: “¡Juana, ¿tengo o no güevos para ser presidente municipal?” (p. 11).

La ira de los murciélagos es, entonces, un mundo de machos.

La presencia femenina es mínima. Las mujeres, por lo general, aparecen sólo para reafirmar la virilidad de los ‘hombres’: en ellas proyectan su placer y sobre ellas ejercen su poder más inmediato: la subyugación y el afán de ser servidos, complacidos. Las mujeres parecen una mera escenografía de una sociedad patriarcal. No obstante, esto es parte de la intención del autor, exhibir ese mundo violento, donde la mujer parece no tener cabida plena, donde la mujer no es sino ornamento. Y es que el mismo ‘hombre’ solamente lo es cuanto más hombre es: cuanto más violento, más despiadado se muestra. Y aun así puede ser reemplazado por cualquiera, no importa por su ser humano. Es mera mercancía de una estructura socio-política que trafica no sólo droga, sino también almas, miedo, modos de vida, estándares violentos. El machismo que se exhibe en la novela es, pues, crítico.

Y tal vez la única fuerza femenina potente es Juana (¿representación femenina de San Juan?), quien está ahí, desde un inicio, mestiza, rubia postiza, maltrecha y pasiva, hasta que las circunstancias y la necesidad la empujan a determinar su porvenir.

Esta condición me lleva a pensar que, pese a tener cierta profundidad psicológica, los personajes son esencialmente la encarnación de un tipo. O mejor, se apropian, encarnan un tipo: toman una identidad, una máscara con la cual subirse al ring del teatro-mundo, de un mundo de apariencias. Así, lo manifiestan los nombres de los protagonistas, Ignacio Ts’unun (Colibrí) y Ponciano Pukuj (Diablo). A los demás apenas los conocemos por sus sobrenombres: el Matapollos (sicario); el Mariguano (pa’ qué más); los tres barrios: Juan, Pedro y Sebastián. Y los restantes: Ángel, el Licenciado, Juana, el Meco, etc.

Asimismo, ésta es una obra que se construye con restos de otros textos, un relato que se apropia de textos múltiples: va de los narcocorridos a la filosofía, de la lucha libre al cine de culto, de Jaime Sabines, Rosario Castellanos y Josías López a William Faulkner, Robert Musil y James Joyce. Todos los textos sirven para dotar de profundidad, para mostrar de dónde nacen unas ideas, cómo se construye un texto: un texto es la suma de otros textos: palimpsestos que se ensanchan sin fin como en un cadáver exquisito. Sin embargo, todos esos cuerpos textuales no tienen el mismo tratamiento: algunos entran como marco referencial, como cita; otros, se integran a la obra en una intertextualidad más honda, que el lector tiene que ir develando con inteligencia. Hay homenajes profundos, pero también hay espacio para el humor, para construir parodias que se van al extremo en que texto e intertexto crean un nuevo con-texto y suman su sensibilidad o su profundidad. En ese sentido, vale la pena mencionar el pasaje más erótico y sexual de la novela, aquel en que los fragmentos del Cantar de los cantares ayudan a liberar el deseo contenido y el deseo de dejarse ir, huir, de los personajes.

Igualmente destaca el tono ensayístico y metaficcional de la novela. El narrador está inserto en la obra, es un narrador que descree del “omnisciente”, así que, consciente de sus recursos y sus posibilidades, descubre en la literatura un arma peligrosa, una posibilidad de tener poder. Y aprende a usar no sólo la literatura, sino incluso el otro idioma, el idioma del kaxlan, para incendiarlo con la pólvora de su corazón, de su rabia, sus traumas, sus miedos. Las reflexiones (y el cuestionamiento, las múltiples preguntas) vienen de parte de Ignacio Ts’unun, aparecen en los momentos en que se toma el tiempo para situarnos en cómo es que llegó a inmiscuirse en una aventura semejante.

Esta obra exhibe todos sus recursos, que no esconde intenciones. Pero no nos engañemos, es ficción, el narrador simplemente hace evidentes los límites y los entresijos del mundo que está narrando. No es un narrador que haga non fiction, pese a que invoque a Truman Capote una y otra vez. Está inserto en un mundo literario y se esfuerza por construir un mundo propio, con su propia voz, para superar los traumas, los complejos, que carga consigo. Para ello, Ignacio Ts’unun enlaza Los hijos errantes (primer libro de Mikel Ruiz) con esta novela: quiere hacer de Chamula lo que Juan Rulfo con Comala, lo que Juan Carlos Onetti con Santa María, lo que William Faulkner con Yoknapatawpha. Otros referentes son James Joyce con Dublín o Sherwood Anderson con Winesburg, Ohio, puesto que el narrador hace de Chamula el nuevo Xibalbá, un infierno de letra y pólvora que estalla en el aire del sur de México. Con esta obra, Chamula abre sus puertas al mundo ficcional una vez más, en un nuevo oficio de tinieblas, y se queda ya en el imaginario de una sociedad violenta y violentada, en plena búsqueda de conocimiento de sí misma. La ira de los murciélagos es una novela ambiciosa, de estructura sólida y estilo directo y contundente. Violentas y certeras son las frases que articulan las tramas que tejen el rostro del Chiapas contemporáneo.

Esta obra es para mí no sólo una de las mejores novelas chiapanecas, sino tal vez una de las mejores novelas mexicanas de los últimos años, que se aúna crítica con desparpajo. A pesar de ello estoy consciente que si bien, por una parte, entusiasma a personas como yo, también puede incomodar a quien no se tome el tiempo necesario para ver la ‘realidad’ propia y circundante de forma crítica nuestros territorios y nuestras identidades, sin miedo ni tapujos.

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Jaime Saakäsmä es miembro del Ore’is tyäjk (Centro de Lengua y Cultura Zoque A.C., Chiapas).


 

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