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MAÍZ CRIOLLO

JUVENTINO SANTIAGO JIMÉNEZ

En la fase inicial de la ceguera veía sombras oscuras, pero conforme avanzaba la enfermedad en sus ojos, también fueron desapareciendo aquellas sombras hasta llegar al grado de que ya no recordaba ni sabía nada acerca de los colores del mundo mixe. Años más tarde, solamente sentía e intuía su camino y una mañana escuchó el saludo de una mujer en el centro de Tamazulápam: “¿Cómo está, abuelo? ¡Buenos días!”. “¡Estoy bien y ya no te encontraba! ¿Dónde estabas?”, respondió. “¿Cómo sabe que soy yo?”, preguntó Po’ “Luna”. “Pocas personas se interesan en mí y a nadie le importa que existo. Tú eres una persona de la que me he grabado su voz; aunque ya no veo, percibo tu voz. Además, tú me preguntas adónde voy y cómo estoy. Otras veces me has dicho: abuelo, viene un carro, y platicas conmigo. Me describes cómo es ahora nuestro pueblo y eres como si fueras mis ojos”, explicó el ciego. Ella caminó unos metros más para abordar el carro que la llevaría a Tlahuitoltepec para comprar pulque.

Mientras probaba el primer sorbo del néctar de maguey y después de haber regado tres gotas a la tierra, recordó que en la década de los noventa había conocido a otro ciego que sí veía y él le había robado algunos suspiros bajo el cielo mixe de Tamazulápam. En aquel entonces, ella era una niña y las señales de amor que mostraba hacia el joven, él jamás las percibió. Po’ veía que caminaba por la Escoleta, por el Crucero y por el local de El Cabrito. También una tarde vio que salió de una tienda y cuando pasó justo donde ella estaba parada, él no pronunció una sola palabra. Aunque en realidad, Po’ no esperaba que le hablara, sino tan sólo anhelaba que la mirara por un instante. Pero no ocurrió tal gesto. Así que caminó en silencio detrás del joven y tampoco hubo respuesta. Finalmente, la niña tomó la vereda rumbo a su casa y al llegar “se metió entre los brazos de su madre y lloró largamente allí con un llanto quedito”, como hizo Natalia en el cuento Talpa de Juan Rulfo. Para que dejara de llorar, su mamá le dijo: “Tú eres como el maíz criollo porque eres la niña más hermosa”.

El sol ya había desparecido y Po’ tendió el petate para dormir. Sin embargo, no podía conciliar el sueño porque imaginaba que algún día podrían coincidir y qué ocurriría en dicho encuentro. “Tal vez las palabras no salgan y hablen nuestros latidos. O nuestras miradas o una tierna sonrisa”, murmuraba. Treinta años después se encontraron y hacía frío aquella tarde de junio en Tamazulápam. Estábamos parados a un lado de la iglesia y desde allí escuchábamos los sones y jarabes mixes interpretados por la banda infantil de Tierra Blanca. Era la víspera de la fiesta anual del pueblo y cuando los músicos descansaron, le comenté que más tarde viajaría a El Duraznal. “No sé qué sea exactamente, pero a mí no me gusta ir allá porque es un lugar muy fuerte. Sólo he ido dos veces en toda mi existencia: fui ya de grande a un baile y en otra ocasión, a la iglesia. Cada vez que he estado por allá me siento extraña. Mi abuela nunca me llevaba porque me platicaba que había seres que se atacan entre sí. Los malos te roban tu espíritu y las energías para que ellos puedan seguir vivos. Si te libras de ellos es porque tienes unos buenos guardianes que te protegen”, respondió.

Pasaron unos minutos y emergieron otros recuerdos que ella había escondido en su memoria desde hacía tres décadas. “¡Tú no sabes quién soy y tampoco sabes mi nombre! ¡No sabes de qué tamaño estaba ni el color de mi piel! ¡No sabes mi caminar y no lo recuerdas porque yo no existía para ti! Dime, ¿qué recuerdas de mí?”, me preguntó y yo guardé silencio. No obstante, el comentario y la mirada de Po’ lo había sentido como si me hubiese quemado un rayo en todo mi cuerpo. Luego, se marchó a su local y quise seguirla. Pero yo estaba muy nervioso y decidí entrar a la iglesia para no desmoronarme. Para mi mala suerte, la casa de Dios estaba llena de Los jamás conquistados y me sentía terriblemente solo entre la multitud. Entonces, me quedé parado en la puerta principal y allí platiqué un ratito con Ismael. Ella regresó para decirme: “Debes saber que las letras no dan claridad por más que las escribas porque no hallarás nada. La claridad se mira y se siente. Si quieres decirme algo, me lo dirás con algo más que sólo el alma lo escribe en los ojos y no en las letras”. Sus lecturas provenían de los abuelos, de la Madre Tierra y de las enseñanzas de la vida. A ellos leyó detenidamente.

Antes de despedirnos, Po’ añadió: “Ahora te leo a ti, pero tus ojos huyen de mi mirada y sólo alcanzo a ver unos ojos negros. Si tus recuerdos son malos, tendrás que contarlo o en todo caso llorar y olvidarlo porque no hacen bien a tu vida. ¡No permitas que envenenen tu esencia! Ya después me contarás todos aquellos recuerdos que guardas, pero ya no puedes tardar tanto”. Una hora más tarde, yo iba cerca del lugar sagrado Los Colibríes y mi tío apareció entre la neblina con sus dos perros al llegar a su casa en El Duraznal. Entré a la cocina y mi mamá y mi tía tomaban mezcal porque habían terminado de arrimarle tierra a las plantas de maíz. Después salí al patio con una taza de café y me senté en una banca. Allí me atrapó la noche envuelto en un gabán que Po’ me había prestado hacía unas horas. Al día siguiente, regresé a Tamazulápam para regalarle un rebozo de mil colores hecha en telar de cintura. Llovía esa tarde y ella disfrutaba los sonidos de las gotas de lluvia. Escampó un rato y me preguntó: “¿Sabes por qué llovió hoy?”. No, le respondí. “Iba a llover mi ser a tu lado, pero llegaste tarde”. “¿Tarde?”, respondí. “¡Así es! Te dejo porque voy a perderme entre los aromas y colores de este bello momento. Aunque no me voy de tu vida porque soy una mujer que no se rinde. Sólo asusta”. Se fue y me quedé allí…

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Juventino Santiago Jiménez, escritor ayuuk de Tamazulapan Mixe, Oaxaca.

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