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REVELACIONES INNATAS

JOSÉ ISOTECO PALEMÓN

Rutilo, con los primeros rayos del día, se despierta apresurado. A pasos gigantes surca caminos distantes de ruido humano cuyo objetivo es forrar los estómagos de sus reses. En una de tantas mañanas nubladas, encontrándose en colinas tenebrosas se topa con un anciano de nombre.

Cenobio que parece surgir de la nada.

Chepe enseguida se avecina e invita a un descanso a aquel hombre harapiento, intercambian algunas palabras y el reumático comienza a desentrañarle algunas cosas innatas.

–Acompáñame, quiero mostrarte algo maravilloso.

–Ah chirrión. ¿Dónde? ¿Está lejos de aquí?

–Despreocúpate, es aquí cerca, a unos cuantos metros.

Caminan hasta una gruta. En la entrada el escuálido vejete muestra un lóbrego socavón; recoge y arroja algunas piedrecillas, éstas suenan, chocan y caen al fondo; luego saca su remendado sombrero y repite la misma escena. Sin embargo, después de unos minutos cierto aire lo emerge y el campanudo soyate sale volando; el anciano se dirige a levantarlo y dice:

–Ora tira el tuyo y pasará igual.

–No quiero, que tal no regresa; me van a regañar y no tenemos pesos para conseguir otro.

Finalmente se convence y lo arroja.

–Veo que tienes nervio —replica el desmirriado veterano.

En menos de que cante un gallo, el sombrerillo indemne desde abajo es elevado y al peso cae a unos metros de ellos;

Chepe corre tras el objeto y se lo vuelve a encasquetar. El viejillo se acerca para continuar el trayecto.

–Ora te enseñaré otra cosa admirable, ven, sígueme.

Salen de la profundidad insondable, se encaminan hacia donde se esconde el sol; el otro temeroso y asustado chasquea sus pies y cuando llegan, la voz de experiencia exterioriza:

–En este sitio hay un pequeño agujero lleno de agua dulce.

Levanta un manojo de zacate y pronto borbotea una trenza de agua cristalina, luces de colores e ineludibles acentos de un piano.

–Con esta jícara tomo agua y después tú beberás. El anciano comienza a gorgotear y cuando termina, Chepe restriega la jícara con la mano y la llena del líquido diáfano; le da sus primeros sorbos y balbucea:

–Sí que está redulce esta agüita.

–Te entero que justo aquí, por debajo, corre un río hasta aquel borbollón.

–¿Y cómo sé que no me chamaquea? —rezonga Chepe.

–Si quieres lo comprobamos, aventaré estas cempasúchiles y llegarán a aquel arroyo.

Deja caer dos pares de flores, enseguida atraviesan atajos hasta el manantial y al llegar a dicho sitio descansan algunos minutos; encienden unos cigarrillos y cuando lían, el cuarteto de pétalos amarillentos llega. El vaquero, confundido, no comprende lo que ocurre, mientras que el anciano murmulla entre dientes:

–Qué tal te quedó el ojo. ¿Ahora sí me crees?

–En mi vida nunca había visto cosa más rara —el joven con mustio pelo y boca de batracio queda sorprendido por aquella enigmática e inexplicable chispa.

–Nada más no vayas a ir con el soplo. ¡Éste será nuestro secreto! Nadie lo debe saber, de lo contrario me perseguirán y luego me juzgarán como prisionero de guerra —dijo el enclenque anciano.

–No me crea tan de altiro, lo llevaré hasta la tumba

—replica breve y lacónico.

El caporal perdido en la inmensidad se palpa su cabeza calva. Descienden entre boscosas colinas arreando el ganado, dicen que por ahí se despidieron y desaparecieron; ya estaba anocheciendo; al instante los animales famélicos comienzan a visajear, los vacunos oyen y huyen respingando; mientras el vasto campo desparrama miríadas de luciérnagas.

Su despedida se concreta en un apretón de manos. De pronto el avejentado transforma su figura esquelética en una fugaz centella. Un fogonazo.

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José Isoteco Palemón (Acatlán, Chilapa de Álvarez, Guerrero) biólogo y escritor nahua.

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