EL AGUA COMO TERRITORIO / 293 — ojarasca Ojarasca
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EL AGUA COMO TERRITORIO / 293

Las luchas por el agua que crecen y se multiplican por el país y el mundo adquieren distintos rostros pero su fondo y su cauce son los mismos. Se trata de mantener el agua en su lugar para que se multiplique, y no drenarla, explotarla, envenenarla, venderla ni desperdiciarla por y sólo por ganancia económica de los unos cuántos que administran desastrosamente el planeta.

El botín es el agua. ¿Y dónde está? En los territorios de los pueblos campesinos y originarios. Las voracidades del progreso, esto es, de los planes empresariales y de los gobiernos, mantienen bajo asedio las aguas y las tierras de quienes no han cedido al despojo de los poderosos e incluso han recuperado territorios. A costa de su propia vida en ocasiones.

¿No es acaso la defensa del río Yaqui contra acueductos e intervenciones una lucha contra el abuso urbano de la rica Hermosillo y las industrias sedientas de dólares? La toma de Bonafont en Puebla y el freno, quizás tardío, al saqueo de una empresa transnacional modélica, ¿qué nos dice? ¿En cuántas partes del país Coca y Pepsi hacen lo mismo y nos ensartan el líquido embotellado en plástico que va a parar a los mismos ríos o sus cadáveres? Defender la riqueza hídrica, de Temixco a Xochicalco y Coatetelco en Morelos contra otra mina de oro para los canadienses, equivale a detener las grandes porquerizas, las vías férreas y el desbocado turismo que se expande por encima y a costa de los prodigiosos cenotes de la península maya.

Los humedales que quedan en Xochimilco y Tláhuac son vitales para una ciudad que sin ellos quedaría definitivamente condenada. Su manto lacustre es santuario de aves notables. La Tierra aún responde: tras el alto al aeropuerto sobre Texcoco, las ruinas de la obra abortada se han repoblado de pelícanos y garzas pues las aguas van regresando. Una vegetación acuática trata de revivir sobre esos páramos del neoliberalismo que, no se confíen, seguirá insistiendo en la urbanización de ése y otros predios a la redonda. En Temacapulín, Jalisco, promesas más, promesas menos, la gente sigue con la presa encima. En El Salto, también Jalisco, padecen las consecuencias del envenenamiento brutal de su río. En tierras guarijías nada detuvo la presa Pilares. En Zacacuautla, Hidalgo, la defensa de los manantiales y bosques se vuelve angustiosa. En la región indígena entre Hidalgo y Puebla la resistencia al gasoducto Tuxpan-Tula es ante todo una defensa de su agua. Urge evitar la muerte de lagos y lagunas: Chapala, Coatetelco, Zirahuén, Na Há. Permitir que llueva en Wirikuta si se acallan los cañones de los tomateros que dispersan las nubes. Impedir que las lagunas y marismas de los ikoot y zapotecos en el Istmo pacífico se conviertan en más fábricas de viento para las empresas de energía falsamente limpia.

Agua, agua, agua. Ese mismo elemento que, vengativo, tiende a recuperar sus cauces y recipientes naturales, y resiente la deforestación, la urbanización atrabiliaria, la desecación del subsuelo hasta colapsarlo, la acumulación de basura indestructible que obstruye los drenajes naturales y hasta los construidos por el humano. Deslaves, inundaciones, derrumbes son la respuesta de las aguas, sometidas a estrés a escala planetaria, siendo quizás lo peor el deshielo imparable de los polos y la desaparición de lagos (para allá va Cuitzeo) y mares interiores.

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