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HIJO DEL METATE

JUVENTINO SANTIAGO JIMÉNEZ

La mayoría de la gente en El Duraznal creía que el primero de agosto de cada año llegaba a sus casas uno de tantos dioses del mundo mixe, y para hacerle saber que lo estaban esperando, preparaban tamales de amarillo o de frijol envueltos en yerba santa o un delicioso machucado. Pero mi mamá no hacía nada porque no tenía suficiente maíz y lo poco que había era para alimentar a sus nueve hijos. Entonces, era imposible darle de comer a alguien más y por el hecho de no seguir ni cumplir con la tradición heredada de los abuelos, ella sabía que habría consecuencias, y transcurría ya la primera semana de agosto de 1984. Luego sucedió que cada vez que mi mamá molía nixtamal en las mañanas o en las tardes desaparecía una buena porción de masa y esto pasaba porque ella no había esperado con comida al Dios del Maíz. Una manera de castigar era que él comía masa todos los días y al compás del movimiento del hijo del metate, porque estaba escondido debajo del metate. Muy pronto quedó vacía la casa del maíz, y a finales de ese mes me inscribieron en el internado de Cuatro Palos, Tamazulápam mixe, para estudiar el cuarto grado. La primera noche que me quedé en el albergue llovió mucho y al día siguiente las cocineras dijeron que fuera a recolectar hongos.

Llevaba puesto un par de huaraches e intentaba esconder mis manos debajo de un gabán negro que me había regalado mi tía Irene. También sentía mis cachetes como si estuviesen quemados, y después de almorzar guisados de hongos, subí a la escuela y dentro del aula había que respetar varias reglas. Una de ellas era la más difícil de cumplir porque se trataba de hablar en español y si algún alumno tuviera ganas de hacer sus necesidades fisiológicas, tenía que decirle al profesor Emiliano: “¿Me da permiso para ir al baño?”. Y como yo no podía comunicarme en esta lengua, pues me oriné en mi pantalón. Justo en aquel incidente anunciaron que ya había terminado la jornada escolar y salí corriendo rumbo al albergue. Me quité el pantalón mojado y lo escondí debajo de la cama donde pasaba las noches más tristes porque extrañaba a mi mamá. Enseguida, otro niño llegó corriendo detrás de mí y les dijo a mis compañeros del dormitorio que yo me había orinado en el salón de clases. Ellos reían. Luego, fui a un ojo de agua a lavar el pantalón y a bañarme. De regreso, comí. En el internado nadie me quería porque mis compañeros se burlaban de mí por no hablar en español y las cocineras me obligaban a tomar leche y a comer queso. El director constantemente me amenazaba con expulsarme porque me escapaba en días hábiles para ir a ver a mi mamá.

Horas después, bajé a Linda Vista a traer víveres y llevaba amarrado un mecapal en la cintura. Allá esperaban algunos integrantes del Comité de Padres de Familia y ellos decidían qué cosas tenía que cargar. Aparentemente no era mucho lo que llevaba en mi espalda, pero conforme iba subiendo, la carga pesaba más y más. Así que descansé un momento y más arriba se reventó una de las correas del huarache. Al día siguiente bajé a El Duraznal porque ya era fin de semana y un domingo de madrugada salimos caminando rumbo a Tamazulápam y de allí a la plaza en Ayutla. Llegamos y almorzamos tortilla embarrada de frijol y morcilla de res. Enseguida, entramos al mercado donde exhibían un montón de huaraches de correa roja y negra. Regresamos después del mediodía a Tamazulápam y descansamos unos minutos en la casa de uno de mis tíos porque me lastimaban muchísimo las correas nuevas. Luego mi mamá bajó al basurero del pueblo a buscar algunas cosas que aún podríamos usar y caminamos otras cinco horas rumbo a El Duraznal. Mientras tomábamos café a un lado de la fogata en la casa, mi mamá comenzó a contar que a los siete años de edad había caminado descalzo desde El Duraznal hasta Jaltepec de Candayoc.

Sesenta años después viajaría nuevamente a aquel pueblo, pero esta vez no iría a pie sino en carro y la ruta sería de Xoxocotlán a Tuxtepec y de allí a María Lombardo hasta llegar a su destino. Aún era de madrugada cuando tomamos un colectivo rumbo a la terminal Los Chiguanos en Oaxaca y las montañas habían quedado atrás porque a las once de la mañana llegamos a Valle Nacional. Mientras almorzábamos una torta, le comenté a mi mamá que en ese lugar vivían personas que hablaban el chinanteco y que también había curanderos. Entonces, ella recordó a una señora de El Duraznal que se escapaba después de la media noche y justo cuando su esposo estaba profundamente dormido. Ella se reunía con otros dos hombres en la cima de un cerro. Allá daban piruetas en tres ocasiones para desprenderse de sus cabezas y luego los escondían al pie de un árbol. Ya sin cabezas se convertían en seres nocturnos y desde aquel lugar podían ver a las personas enfermas. Enseguida, volaban hacia las casas de ellos para saber con exactitud el día en que morirían. Ya de madrugada volvían al cerro para colocarse sus cabezas, pero la última vez que ella escapó, su esposo la espió hasta el cerro donde se reunían y allí vio con sus propios ojos todo lo que hacían. Mientras seguían con su rutina, el esposo aprovechó para rodar la cabeza de ella entre la maleza y cuando regresó no estaba su cabeza donde lo había dejado. Entonces, comenzó a buscar y finalmente la encontró. Días después murió.

Todavía se sentía bastante calor cuando llegamos a la región el Bajo Mixe y nos quedamos en la casa de Juan. Pero desde el momento en que ella pisó estas tierras, le salieron dos gotas de lágrimas porque anhelaba regresar a El Duraznal y aunque allá ya no tenía nada porque la parcela que alguna vez suya ya había pasado a manos de sus compadres. Los mismos que habían matado a su esposo y la casa que habían tardado en construir más de un año también agonizaba lentamente porque el techado de zacate ya estaba podrido. Las varas atravesadas en los muros de piedra y lodo se asomaban y tal vez querían volver a ser árbol. A pesar de estas circunstancias, mi mamá quería volver.

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Juventino Santiago Jiménez, narrador ayuuk de Oaxaca.

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