NARCONOVELA EN TIERRA CHAMULA — ojarasca Ojarasca
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NARCONOVELA EN TIERRA CHAMULA

ELISA RAMÍREZ

¿Es literatura indígena este libro de Mikel Ruiz, hablante de tsotsil, que antes ha escrito en su lengua y ahora lo hace solamente en español? Hemos auspiciado y promovido una literatura, llamada indígena, con un solo rostro que resulta completamente predictible, folclorizante, endogámica, a modo para el consumo no de los propios hablantes, sino de congéneres, activistas y jurados, encadenada a la imposibilidad de individualizar la temática y condenada a ser juzgada política, no literariamente; que no tolera la crítica y utiliza una situación histórica —innegable y terrible— como chantaje plañidero para ocupar un sitio propio en el anaquel de los libros mexicanos.

Si bien esta literatura se vierte mayoritariamente en poesía, también hay otros géneros; la novela es uno de los menos concurridos. El acompañamiento musical de este libro no es el bolonchón sino el narcocorrido; su referente visual no son las cruces del cementerio a la entrada de Chamula, tan fotografiadas, sino las modernas casas de dos pisos con elevador de los alrededores; su referente ideológico no es el zapatismo, sino el más decadente de los capitalismos tardíos y el tráfico de drogas; su paisaje no es la montaña, sino el despeñadero; su reclamo no es la asamblea comunitaria, sino la obediencia ciega; su lengua no es la del curandero en la iglesia, sino la del escritor de amplia cultura cosmopolita que, en la novela, narra sus desventuras.

Aquí no se añora la comunalidad, la costumbre ni la tradición; los personajes no hablan a nombre de nadie ni representan a ninguno. Las bandas luchan a muerte —literalmente— por la presidencia municipal; y no por el prestigio y el estatus que traen aparejados, sino por la impunidad y la legitimación de la violencia que permitirá a los candidatos. En este libro no se habla ni de pobreza, ni de héroes de la resistencia: trata de la lucha interna donde el enemigo no es ni el mestizo, ni el cacique, ni el hacendado, sino otro chamula. El que los visitantes reconocemos en el expulsador, el del partido oficial, el que cobra por entrar al templo, por fotografiar la plaza; el que pone el sombrero con listones al político; el que viste chuj y rolex, la que usa enredo y cocaína, el que cumple mayordomías y ametralla al adversario.

Este libro no trata de la identidad étnica, la injusticia del sistema, las estrategias decolonizadoras, los movimientos sociales, la sumisión o la liberación. Ya no hay que bajarse de la banqueta cuando pasa el auténtico coleto —el caxlán que aparece en la novela es mediador y sumiso seguidor de Ponciano Pukuj— y lo lleva por el centro de las carreteras en camionetas blindadas. No hay héroes en esta novela, no hay buenos ni malos, sólo sobrevivientes y cadáveres.

Y también está, de manera esencial, lo que sí es este libro: una novela escrita con tal facilidad que se olvidan prontísimo las palabras para deslizarse rápidamente por una trama fluida, una historia bien armada, tan cruel como grotesca; farsa exagerada de una realidad de suyo pantagruélica y donde no hay buena intenciones, redentores ni final feliz. Ni siquiera el escritor se salva —el que aparece en la novela, no el autor— quien por fin cede, mata, obedece, teme, traiciona. Con suerte logrará escapar y seguir con sus cultas y cosmopolitas elucubraciones. Lo que cae, ante este retrato despiadado de Chamula, es la idea del antropólogo, el activista o el escritor en lenguas: el buen salvaje agraviado y ofendido, víctima mayestática que tolera y resiste.

Aquí, los indígenas de ambos bandos luchan por las rutas del trasiego de drogas y personas. Esta narconovela es más cercana a Élmer Mendoza que a Miguel León Portilla. A través del retrato de la violencia, Mikel Ruiz hace una la crítica feroz de una faceta de nuestro país que rara vez se encarna: violenta, sanguinaria, arbitraria y cercana, fortuita y arbitraria. El libro se sitúa en Chiapas, en un entorno indígena: podría suceder en Sonora, Chihuahua, Nayarit o Jalisco entre seris, mayos, yaquis, tepehuanos, tarahumaras, huicholes o coras. No se trata de comunidades en lucha por la dignidad o la justicia, sino de individuos que cobran venganza y luchan por el poder y el territorio con una ferocidad inusitada. Y es indígena porque también hay memoria y tradición oral de violencia en las comunidades, ahora revestidas de ropajes externos perfectamente apropiados y naturalizados.

Y está escrita en español, solamente, sin traducción, puesto que no pretende ganar concursos ni demostrar pertenencia, adscripción o fidelidad alguna. Se sostiene en su propia trama y voz; tras los chujs y los enredos se esconden la insumisión femenina y las armas de alto poder. El horror no se disfraza, pero sí se aligera con el humor macabro, el dibujo fino de los personajes, la lengua vertiginosa donde vemos cómo el murciélago, sots’, se convierte en vampiro. La historia se resume en un símbolo: la sustitución de la escultura del héroe local, El Pajarito, que antes estaba en la plaza, por la del hijo de Juan Pérez Jolote —el hijo del baluarte de la literatura indigenista— que el jefe se la ha llevado a su jardín y ha cambiado la vara de mando de la escultura por una AK-47.

Éste es un buen libro de literatura —sin el adjetivo o apellido de indígena. La trama se despliega en Chamula: sede del primer Centro Indigenista, el de las velas y los rezos, de las cruces y las fiestas. Aunque el contexto y el escritor lo sean de allí, aquí apuesta por desprenderse de la carga emblemática y hacer literatura, a secas, sobre estos hombres murciélago, iracundos y terribles. Ojalá y abra una puerta para escapar del arquetipo aprisionante, impuesto y autoimpuesto por un imaginario sobre lo que es y lo que no es indígena.

El mérito principal de este libro es servir de espejo a otra indianidad, menos fotogénica, nada romántica ni folk, donde la típica Madre Tierra es más bien la Abuela Caníbal de los mitos: se nutre de la sangre de sus nietos. Y los muertos no son los que visitan el altar con cempasúchil, sino los que el Matapollos disuelve en ácido.

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