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LA MUERTE, VIDA AL FIN

HERMANN BELLINGHAUSEN

LA POESÍA RECIENTE DE JUAN HERNÁNDEZ RAMÍREZ EN NÁHUATL Y CASTELLANO

De la muerte que llega y se instala habla este libro, de la muerte que está en el camino, la de todos los vivos que viene, que se aproxima. Nunca se sabe si ya mero o si aún dilata. Nunca se sabe, pero bien que se sabe. Itstetl tonatij / Sol de obsidiana es un paseo por los pasajes y paisajes de la muerte en la noción de que estamos vivos.

La primera estación, “Nacimiento del hombre, nacimiento de la muerte”, busca la raíz de las cosas y también la raíz de nuestro fin. “.Quién es la de la frente blanca?”, indaga Juan Hernández Ramírez, quien comienza el paseo por las preguntas. Para qué se nace, a dónde vamos si es que vamos “en este cuerpo que me abraza” y “se desliza como el aire”. Desde el mundo de los vivos el poeta contempla el río que todos cruzamos de regreso. Porque a eso se resume todo: vamos de vuelta.

La tierra, la madre tierra

deberá comer la carne de sus hijos

para que el verdor y los frutos

pinten de colores el mundo

 

La segunda estación del paseo con la pelona de blanca frente se remite a “la creación del mundo” como una “muerte de la muerte” donde la celebración canta y se duele en la vena de Nezahualcóyotl, el inspirado señor de Texcoco, quizás el único verdadero poeta (en el sentido occidental) que conocemos del mundo antiguo. Un mundo que sin embargo mantiene la conexión de voz de los ríos profundos de los pueblos mexicanos de herencia nahua:

Solamente una vez,

nunca jamás dos veces,

se viene a vivir aquí en la tierra

 

El hombre espera a la muerte “ataviado con plumas” en “esa borrachera eterna/como un juego de pelota”. Total ya nacimos, ahora nos toca ir a Tonacatepetl “a buscar nuestro sustento/y por el camino encontrar la muerte”. Quien confiesa que ha vivido, como Hernández Ramírez en el umbral de su séptima década, sabe que “el caracol camina lento y siempre muere”. Esta es la estación más vital de un libro que, pese a su asunto, no es fúnebre aunque asome seguido el tormento. Hay celebración del deseo y los placeres físicos:

Aquí solamente dejamos el recuerdo

de un cuerpo rugiente como el fuego

que tuvo delirios en las madrugadas

 

Vivir besando, vivir como la dulce primavera. El amor tenido nunca acaba:

Deja ondear tu cabellera rebelde

y vence el paisaje de mis ojos,

mientras eres mariposa de agua

enredando mi piel en tus pechos libres

 

Es donde está más cerca de su gran libro amoroso y de ausencia Tlaxikitl / Ombligo de la tierra (2015), canto al amor sensual y al cuerpo de la amada más allá de la pérdida en la batalla de durar “mientras el mundo sigue girando”, impávido ante el destino de los mortales.

La tercera estación de Sol de obsidiana lleva al pasado de la muerte, a su historia. “Muerte en la Colonia” recuerda los siglos de conquista como si siguieran sucediendo mañana:

Así nace otra muerte

así nacen otros dioses

otra forma de violencia

 

El día que murió el Quinto Sol sus hijos entraron en una larga oscuridad de la que han huido a través de la celebración rebelde y gozosa del Día de Muertos. Si “la iglesia es la casa de los muertos”, los pueblos se cobran revancha celebrando:

Sólo la gente desnuda, la gente pobre,

encuentra en la vibrante muerte alegría

llorando un sol nuevo en las flores de sus huesos

 

Hija de todos los tiempos históricos y míticos, la fiesta de muertos, Xantolo, cumple la cuarta estación del viaje al Inframundo y sus recovecos de uno de los mayores creadores nahuas de todos los tiempos, como dirían los comentaristas deportivos. La fiesta es nuestra, nos dice: “estoy todavía aquí, para reír una vez más”. Xantolo los pone a todos a colaborar, reaviva las comunidades y las razones del corazón: “Todos trabajan sin trabajar/unos tocando gratis y otros quemando cohetes”, pues “al cielo no se le puede abrazar sin fuego”. La aceptación del destino, que los historiadores cristianos y el indigenismo vieron como fatalista, es una fuerza más para la vida:

Es cierto, al morir, no todo acaba,

existe un alma que vive allá, pero viene acá

después de haber cruzado el río con su perro

 

Sabemos que la nostalgia de la muerte, la fascinación por ella, ha viajado su intensidad ininterrumpida en la poesía mexicana antes y después de la conquista. La cruz y la espada (que dijera Chesterton) impusieron otras verdades y otros entendimientos de la muerte, pero no lo hicieron impunemente. El flujo de los ríos profundos infiltró las reglas y los símbolos cristianos y los transformó en una celebración mágica y trágica, espantosa y gozosa.

A riesgo de extralimitar estas líneas, intuyo en la poesía de Hernández Ramírez la síntesis, más allá del encuentro en dos lenguas y pensamientos de dos épocas distintas, la de Nezahualcóyotl y otros cantores aztecas, y la de tradición moderna con Xavier Villaurrutia, Jaime Sabines y sobre todo José Gorostiza, cuya putilla de rubor helado resuena con sencillez en estos poemas:

La muerte muere para volver a vivir,

ríe para no llorar, muriendo de risa.

Ja, ja, ja, ja, todos estamos muertos

 

Ja, ja, ja, ja, nochi timiktokej. Los dioses de la muerte mexicana se carcajean, se emborrachan y ahítan junto con los vivos entre cirios y flores, cantan y se arrullan hasta el amanecer y saludan el triunfo de la vida, que sin ellos no existiría.

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Debemos a Juan Hernández Ramírez un puñado de poemarios imprescindibles en la actual literatura en lenguas originarias: Auatl Iuan Sitlalimej / Encinos y estrellas, Eternidad de las hojas, Chikome xochitl / Siete flores, Tlatlattok tetl / Piedra encendida, Totomek intlajtol / La lengua de los pájaros, Tlixocimili / Jardín de fuego y Tlalxiktli / Ombligo de la tierra. Tan sólo este último puede considerarse una de las obras claves de la nueva escritura en lenguas mexicanas y en castellano.

Estrictamente bilingüe, la escritura nahua en la variante peculiar de la Huasteca veracruzana ha dado otros poetas contemporáneos como Sixto Cabrera y el muy constante Natalio Hernández Hernández.

Con Itstetl tonatij Juan Hernández Ramírez añade otro capítulo mayor de su escritura, con la libertad necesaria para comprender que nada se crea ni se destruye, todo recomienza.
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