VIGENCIA DE JEAN ROBERT. LA MIRADA Y EL COMPROMISO / 294
Quien conoció a Jean Robert se sorprendía de su sencillez y generosidad, y de la naturalidad mágica que le permitía sacar lo mejor de todas las personas con quienes entablaba relación. Esto provenía de una suerte de modestia, natural también, que lo hacía situar la mirada en las relaciones que guardaba con la infinidad de personas con las que conversaba.
Para él, cualquier conducta activa estaba sometida o debía someterse a una ética, a un compromiso con la acción ejercida. Y la mirada para él era activa, no pasiva. Lo visto no se recibe. Jean Robert reivindicaba, al igual que Giordano Bruno y los griegos, lo que ya desde Homero era conocido: que miramos EN los ojos, NO con los ojos.
Alguna vez le escuché articular la noción de que antes, “la óptica era ética, era la ética fundamental. Y alrededor del ano mil Al-Haytham postuló que el ojo recibe los rayos del sol y que es mucho más pasivo de como lo habían imaginado los griegos. Eso dio la base para la óptica promovida por la ciencia, que encuentra su cumplimiento en Kepler. Ahí empieza una óptica científica que ya no es ética”. Jean en cambio continuó con la mirada activa, necesariamente ética, comprometida, como un modo de ejercer su estar, su ser. De entender nuestro propio lugar en el mundo: un lugar desde donde ver a las otras personas en toda su dimensión. Ésa es una de sus grandes enseñanzas.
Siempre sabía lo que tenía que hacer: guardaba un sentido de responsabilidad que te ofrecía y te lo ponía en el centro de la relación. Tal vez parte de su modestia venía de tener una conciencia propia, muy precisa, de su lugar en el mundo.
Para él la proporcionalidad no era tema, sino vivencia perenne. Parecía decir con Leonardo da Vinci: la persona ES lo que aloja, lo que mira, asumiéndose entonces como una frontera, como una superficie, como una piel que ejerce el mirar y se compromete, se reconstituye a sí como sujeto de la mirada, es decir, de la relación. Antonio Machado lo dijo así: “el ojo que tú ves no es ojo porque lo veas, sino porque te mira”. Su responsabilidad, su compromiso con el puente, con las relaciones, con el lugar y el tiempo desde donde cada quién es y se despliega plantea una proporcionalidad, una complejidad, y como tal una encarnación, una corporeidad de la relación.
En todos los asuntos que habitó, buscó el lado humano no cosificado y siempre fruto del saber en colectivo. Del agua como ámbito de comunidad o la ciudad como encuentro y desencuentro, de la diferencia entre los desechos y la basura al robo del tiempo que significa promoverle velocidad al transporte, abrevó siempre de lo que podían relatar las comunidades enfrentadas a los agravios. Al abominar la guerra contra la subsistencia y el desgarramiento programado de los conglomerados humanos y sus territorios para forzarles sumisión precarizada, Jean estuvo siempre del lado de la gente común, de las señoras o los jóvenes con quienes reivindicó la construcción de saberes pertinentes, cercanos e imaginantes.
Su obra corre paralela, amplía y continúa las visiones que compartiera con Iván Illich, su amigo cercano, con quien colaboró en el Centro Intercultural de Documentación (CIDOC). Son propuestas, ideas y visiones que por años trabajó un grupo de amigos y amigas dedicados a la crítica de la deshabilitación progresiva de las capacidades humanas: un proceso mediante el cual se impide que la gente resuelva por medios propios lo que más le importa, se desfiguran los aspectos cruciales de la comunidad y de los saberes y prácticas pertinentes, al extremo de arrancar a las personas de sus entornos de subsistencia, entendida ésta como todo aquello que subyace a la existencia y contribuye a cuidarla expandiendo sus habilidades autónomas.
Esta deshabilitación impuesta por el capitalismo mediante la industrialización del pensamiento y de la existencia es un proceso continuo que determina los modos en que el imperio de la escasez derruye cualquier actividad o aptitud que se hayan mantenido fuera del ámbito de la reproducción del capital, precarizándolas y fragilizándolas, en una “relación de parasitismo que destruye gradualmente la capacidad autónoma que tienen los seres humanos de producir valores vernáculos. Las condiciones de la acumulación capitalista nacen de esta ruina progresiva y continuada”, afirma Jean hacia el final de Los cronófagos.
Los cronófagos es entonces una sistematización puntual de ese parasitismo, de ese desvalor, que obligan a la gente a ejercer un esfuerzo adicional al que les es exigido como parte de los supuestos términos de referencia de un empleo. Es el trabajo fantasma, que cumplen amas de casa con sus cruciales quehaceres cotidianos, sin los cuales la vida no existe y que subvencionan el trabajo de sus familiares empleados; de campesinas y campesinos que alimentan al mundo, aunque su quehacer no aparezca en las estadísticas, y hacen posible que prolifere mano de obra para la industrialización. Es todo ese trabajo que las personas tenemos que cumplir, sin remuneración alguna, invisibilizado y menospreciado por el sector patronal, empleador, que exprime plusvalía de lo que la gente trabaja, y de lo que tiene que hacer para cumplir con el trabajo.
Uno de esos tantos puntos es el tiempo invertido en que la gente se transporte de un punto a otro para cumplir con su empleo o retornar a casa, en un mundo, además, en que el pensamiento industrial parece decir que con velocidad y aceleración resolveremos nuestros problemas de tiempos requeridos para cumplir nuestras tareas, cuando que el resultado es un empantanamiento de la movilidad general de la población como producto de esa supuesta aceleración, con una serie vastísima de efectos colaterales medibles en contaminación, calentamiento global, aglomeración, violencia, desigualdad, desencarnamiento de las relaciones, destrucción de nuestras capacidades autónomas de desplazamiento y la propia configuración de nuestro entorno y sus posibilidades.
Los cronófagos se publicó en francés con el título de Le temps qu’on nous vole (contre la societé chronofage) en 1980. Cuarenta años después Jean se propuso publicarlo en castellano con ayuda de Héctor Peña, y en el proceso entendió perfectamente que tal traducción no era obsoleta. Lo crucial era el proceso de sistematización abierto años antes, que espera que grupos de investigadoras e investigadores jóvenes retomen la sistematización de datos y la lectura de fuentes donde Jean decidió dejarla.
Hoy crece la pertinencia y la lucidez de su lectura del desfiguramiento social que entrañan las ciudades actuales con sus sistemas de transporte, su promoción a ultranza de automóviles y su afiebrado empeño por producir vías “rápidas” de paga y autopistas de “altísima velocidad”, los transportes colectivos que rompen la textura de los barrios y las posibilidades de convivencia, de retomar nuestro caminar y nuestro encuentro con las demás personas.
Será que atestiguamos el surgimiento de un nuevo tipo de sujeto que ya normalizó este creciente derruir nuestros valores de uso al punto de que no reconoce lo que ocurre, no entiende lo que se le ha hecho y piensa que el problema lo cargan él o ella como parte de su propia condición? La era de los veloces transportes no es una “ventaja” ni resuelve nuestras vitales necesidades: estorba la convivencia entre las personas y sus quehaceres. La desigualdad crece y las ventajas para los ricos surgidas de los transportes le cuestan a la gente común de muchísimas maneras.
Tenemos entonces que derrumbar los axiomas de la modernidad, nos alerta Sylvia Marcos, su compañera de vida, y recuperar la autonomía de todos los ámbitos de comunidad posibles, darle cuerpo a nuestra imaginación situándola ante la incertidumbre y el misterio, ante la injusticia y la ceguera con nuestro ser, individual, colectivo, inmemorial.
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Una versión más larga se publicó como uno de los prólogos de Los cronófagos: la era de los transportes devoradores de tiempo, Editorial Ítaca, México, 2021.