ALFREDO LÓPEZ AUSTIN EN EL CÓSMICO JUEGO DE PELOTA
Se trataba de explicar la mágica relación entre la dimensión material, la arquitectura del Juego de Pelota sur de El Tajín y la cosmovisión de los antiguos indígenas que le daban sentido a tan extraordinario ritual mesoamericano. “Es necesario entender que hay temas en los que la historia, la leyenda y el mito se mezclan y le dan sentido a las cosas”, recordó Alfredo López Austin mientras el sol del medio día caía a plomo sobre poco más de 50 alumnos que habían sido llevados por valles y montanas de Veracruz en dos autobuses de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM para tan especial práctica de campo.
La madrugada del 15 de octubre de 2021, López Austin falleció de cáncer a los 85 años en la Ciudad de México. Volvió a entrar en ese anillo cósmico por donde la pelota del ancestral juego hace su trayectoria para transmutar hacia un nuevo ciclo. Y es que el juego de pelota supone un cambio, una renovación en el tablero del cosmos. Ahí, donde los antiguos jugadores de los pueblos de Mesoamérica se purificaban, ofrendaban sangre y se preparaban para la vida y la muerte.
“Sobre ese aspecto específico, honestamente no sé”, comentó en varias ocasiones en sus clases de historia mesoamericana en la Facultad, en el Instituto de Investigaciones Antropológicas y en las prácticas de campo. Esa “laguna” de conocimiento daba cuenta de la necesidad de seguir, con pasión, investigando sobre alguna señal, dilema, misterio. Se trataba de dejar claro que había todavía caminos por construir de conocimiento sobre un tema. Para Alfredo, existía una necesidad de evitar quedar satisfecho con algún paradigma en la ciencia histórica y arqueológica. Un método en el que las huellas del venado en el lodo suponían los indicios. Las delicadas pistas del cazador eran analizadas, cotejadas no sólo con la disciplina científica y mirada asertiva sino también con la calidez humana, finura y el amor por la cultura, por las raíces, por los ancestros y las nuevas generaciones. Un oficio de historiar y de practicar una pedagogía única, original, suya. Y para esto la universidad pública fue el espacio predilecto, excepcional, el caldo de cultivo para germinar sabiduría.
Lo paradójico era que López Austin no sólo construía conocimiento al andar sino también experiencia al escuchar. Esto, poco o nada en los congresos o en las universidades extranjeras, sino a través de las múltiples y nutridas preguntas de sus decenas de estudiantes. Escuchaba tanto a los veteranos como a sus más jóvenes alumnos. Y en los datos arqueológicos y fuentes históricas también le preguntaba a las “pruebas” provenientes de lo material e inmaterial. Se trataba de los desafíos por escudriñar las narraciones pertinentes que pudieran acercarse a la explicación de cómo era el pensamiento, sueños y anhelos de una de las grandes civilizaciones originarias, la mesoamericana.
Pero poco o nada se trataba de un cúmulo de datos, cronologías o explicaciones académicas lineales. La pasión de López Austin por viajar alrededor de México y Centroamérica supuso también el contacto con pueblos indígenas contemporáneos. El disfrute por la cultura, comida, tradiciones y lugares hacía necesario el contacto entre el escritorio, los archivos, la academia y la lucha por la vida de los pueblos herederos de las viejas culturas. El trabajo de campo, también lo fue de “museo”, como en sus visitas guiadas para sus alumnos por el Museo del Templo Mayor. Ahí, sin dogma ni resentimiento apuntaba desde la historia y las evidencias: “Lo que sucedió con la invasión europea fue el genocidio del noventa por ciento de la población originaria”.
Saber escuchar y saber preguntar. Una metodología que pocos logran pues supone paciencia, sensibilidad, humildad y generosidad. Ayudar al alumno a crecer, a brillar en su pasión por el conocimiento. Y cuando existía algún dato que a Alfredo se le escapaba, casi en todas las sesiones de licenciatura o posgrado su inseparable compañera Martha Luján se encargaba de acotar, apuntalar el tema, enderezar el barco. Era como una pareja de abuelos que narraban a los nietos las historias y los sueños de los ancestros. Y de esas experiencias provinieron quizá tres de sus obras que con lenguaje sencillo lograron “educar” a decenas de generaciones en la comprensión de nuestras raíces: Los mitos del tlacuache: Caminos de la mitología mesoamericana (1990), Tamoanchan y Tlalocan (1994) y El pasado indígena (1996).
Se trata, sin miedo a la equivocación, de una pedagogía y escuela original de Alfredo para comprender y ensenar la macro región mesoamericana y la cosmovisión de sus viejos y contemporáneos habitantes. Ése es un digno oficio de quien comprometida y coherentemente fue asesor de los estudiantes en las huelgas de la UNAM de 1986 y 1999, lo mismo del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en los diálogos de paz que culminaron con la firma de los Acuerdos de San Andrés Sakamch’en de los Pobres en 1996. De las acciones políticas posteriores a la Marcha del Color de la Tierra (2001), Alfredo se mantuvo con reservas, como el sabio de aguda visión que desde la distancia observa, escucha y analiza precavidamente. Sin embargo, tampoco había concesión para quienes desde los gobiernos habían intentado re-construir pirámides y zonas prehispánicas para integrarlos a sus discursos o propaganda turística.
Desconfiado del proyecto del Tren Maya, López Austin ha sido en los últimos años uno de los intelectuales independientes críticos con el actual gobierno mexicano. Y como pocos, representa el necesario contrapeso social que emerge del incansable afán por seguir escuchando a los pueblos indígenas desde abajo y desde el pasado. Hoy que Alfredo regresa al cósmico juego de pelota, su retorno a ese anillo de los antiguos es sólo un paso más por el espiral cíclico de la historia, el mito y la leyenda.