DÍA Y NOCHE DE MUERTOS EN MIXQUIC / 295
Qué vivos están los muertos esta noche en Mixquic, aunque los visitantes que acuden en tropel apenas lo noten. Para los pobladores de estaancestral comunidad nahua es un día de encuentros y recogimiento. La vistosa alumbrada es el clímax, todo amarillo y humoso, pero la experiencia del día y la noche de Muertos significa para las familias un evento de reunión único en el año, donde hablar o sentir cosas serias.
Al pie de las tumbas larga es la noche. Miles de visitantes importunos los miran encantados, pero los pobladores transcurren en una realidad aparte, cual trasunto de La invención de Morel; paralela al desbordamiento turístico que en las calles adquiere un carácter carnavalesco. No así en el cementerio donde se compactan centenares de tumbas, restauradas y adornadas para la fiesta de quienes allí reposan definitivamente.
Campesinos, comerciantes, gentes humildes, despliegan una decoración fastuosa para recordar con menos dolor a sus queridos ya perdidos. Las preparaciones tomaron todo el día. Turnándose las familias se fueron juntando en el camposanto. Nueras que se enteran del suegro que no conocieron, niños que leen por primera vez el nombre completo de la abuelita y el abuelito, hermanas todavía tristes, como la que escribió en la lápida de Casandra: “La más pequeña, pero la más grande por sus enseñanzas y su amor, eres la historia que siempre podremos contar”. O madres jóvenes que cuelgan en la cruz la cabeza en globo de Mickey Mouse o El Hombre Araña. Una tumba muestra un perrito peludo hecho de dalias blancas con ojos y nariz de papel: la mascota del difuntito.
Algunas tumbas son de una sencillez dolorosa. Una, por ejemplo, es casi un talud con piedras, lleva una simple cruz de cempasúchil al centro por todo adorno. Nadie la custodia. Los vecinos le ponen cuatro veladoras en las esquinas para que se vea menos sola. Para que se vea.
–¿Y tú cómo te llamas, niña? –Artisa, señora.
–Hija de...
–Sofía.
–¿Y dónde vives?
–Por Tacuba.
–Lejos. Pero llegaste a la fiesta. Y tu mamá, ¿viene? –Al rato. Se quedó terminando el preparativo.
Afanosamente todos, algunos con destreza de albañil o jardinero, otros con torpeza de estudiante. Solícitas chamacas, salvo una que se encaramó en arco invertido de la barda, vestida de negro a la moda, y se toma autorretratos con su celular, ajena al procedimiento familiar.
–Soy de la edad de Celestino —dice un hombre.
–Ay, Celestino. Pero usted sí tiene familia —contesta una anciana.
–Sí, le habrá contado mi mamá. –La pobrecita.
La anciana y el hombre se persignan discretamente. Celestino, auxiliado por tres tímidos muchachos, enloda el rectángulo de un sepulcro y lo labra en barro como quien dice, con el agua de las cubetas que trajeron. Antes de que se seque lo alfombran de pétalos amarillos, y encima colocan flores moradas y rojas. Clavan al suelo varas para tender un arco de palma, y de la que era una discreta tumba hacen un colorido monumento mortuorio.
Al filo del mediodía repican las campanas de San Andrés y las familias que trabajan en el cementerio detienen unos momentos sus afanes colectivos, se ponen de pie mirando al viejo campanario con gravedad. Es la hora cuando comienzan a venir de donde anden los espíritus. Son los verdaderos visitantes. Y los estaban esperando.
En las casas se procede a trazar hasta la calle o callejón la senda de cempasúchil que lleva a la ofrenda familiar en el interior de la vivienda, avituallada al gusto de los ausentes: pulque y panes, el mole, los cigarros, las agujas de tejer. Y fotos. En ocasiones permiten la entrada a los turistas, gratis o no.
Volvió la fiesta, después de la suspención del festejo en 2020 a causa de la pandemia que mandó a todos a buen resguardo. El apego a la tierra y a los cuerpos que ésta cubre determina a este pueblo nahua, en un confín geográfico de la Ciudad de México. Alguna vez fue isla del lago de Chalco, cuando las tierras eran pródigas en agua y sus canales y lagos eran camino, milpa, casa. Para llegar ahora no queda de otra que surcar un rosario abigarrado de pueblos, barrios y colonias de Xochimilco, Milpa Alta y Tláhuac en poder absoluto de carros, autobuses, micros y motos. Los efectos de la urbe llegaron hace mucho, pero no la ciudad. Por algo sigue siendo una de las comunidades con mayor producción de hortalizas para la capital del país.
El pueblo existe desde el siglo VII, y fue asiento de distintas lenguas hasta que el reino azteca conquistó y sometió a Mixquic hacia 1430. La llegada de los españoles fue vista por sus habitantes aún de lejos, como ocurrió a otros pueblos y señoríos del sur lacustre. A Hernán Cortes, sus soldados y frailes les tomó unos 10 años hacerles caso después de arrasar Tenochtitlan. Eso les dio un respiro, negociaron pacíficamente con los misioneros y el nuevo reino, lo cual se tradujo en la conservación de tradiciones anteriores a los españoles, tanto en lo agrícola como lo sagrado, pasadas por el inevitable sincretismo que se construyó en todos los pueblos originarios, pero muy vivas todavía.
La relación particular de Mixquic con la muerte viene de lejos, y es muy íntima. Pocos templos católicos actuales tienen un osario al aire libre rodeado por calaveras de piedra volcánica, restos de un antiguo Tzompantli. Al centro del bello jardín, con el Iztaccíhuatl de fondo, y poco más allá el Popocatépetl, se erige una escultura prehispánica de la deidad del inframundo y la oscuridad, Mictlantecuhitli, literalmente “Señor de los Muertos”. Rodeado de flores y cactos, el viejo dios no luce tan temible.
Algunos atribuyen la fama de Mixquic a una película mexicana de gran éxito en su tiempo, Yanco (1961), pero que está relativamente olvidada. Viene siendo un caso pionero de la hoy llamada “cultura de la cancelación”, pues los errores políticos de su director, el por demás buen cineasta Servando González, hicieron su obra non grata en el medio cultural y cinematográfico. Es fama que filmó la masacre de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968 para la Secretaría de Gobernación, a cargo de su amigo Luis Echeverría Álvarez. Eso lo convirtió, a ojos del gremio y de los estudiantes reprimidos, en un cómplice directo de la represión diazordacista.
No obstante, Yanco es una obra de arte que muestra la vida y el ambiente lacustres de Mixquic hace 60 años (que podrían ser 200). La lengua es el náhuatl, el lago y los canales aún no son calles ni carreteras. No hay ni rastros de la urbe. Siguiendo la estética visual y sonora del primer cine soviético, Yanco tiene el encanto de lo tradicional y vivo. El Día de Muertos es sólo un episodio, aunque de gran fuerza, en una historia dsominada por la sensibilidad de un niño y el aurademoniaca que rodea a un violín con dicho nombre misteriosamente escrito, y que el niño de la historia se empeña en aprender a tocar. A orillas de los canales, desde una chinampa, el violín parece tener efectos funestos, hasta ser tragados, niño y violín, por un remolino lacustre.
La ubicación periférica de Mixquic permite observar al planeta paralelo de los turistas, que a lo largo del día y hasta avanzada la noche arriban por centenares. Las afueras del pueblo se llenan de carros, aunque los cuidadores dicen que antes eran más.
Quién sabe quién corrió la voz de que el Día de Muertos hay que disfrazarse y pintarse de Catrina, o vestir el overol rojo de los sicarios en El juego del calamar, los niños de Drácula y las niñas de Cruella. Sobre todo, ¿quién les dijo que la costumbre es maquillarse como calavera de Disney? Ningún poblador de Mixquic se disfraza ni pinta, aunque comercie con las prendas y los afeites, al público lo que pida.
Extranjeros aventureros, chilangos en grupos familiares o de amistades, pintados y vestidos estrambóticamente, ofrecen de hecho un espectáculo para los lugareños en su respectivo mundo, el que los disfrazados vinieron a fotografiar.
Primero muerto que cadáver. Al cementerio nadie accede sin cubrebocas ni medidas sanitarias, así que los más disfrazados ni lo intentan. El turismo representa una ganancia, quizás sufraga los gastos de la celebración. Puestos de comi- da, artesanías, dulces y baratijas llenan las calles por donde desfila una multitud de turistas hambrientos.
Será la fuerza aún viva de la tradición, pero la otredad se siente en Mixquic más que en otras plazas. Un jaranero solitario con el rostro blanco de calavera, contra el muro blanco del panteón, toca la jarana y canta La Bamba con su caja para monedas al pie del muy práctico panteonódromo, una tarima por sobre la barda para que los turistas suban y fotografíen de arriba sin estorbar la alumbrada que embellece la noche.
Olor a cera, a copal, a flores frescas. En alguna tumba un grupo de personas se arranca con una porra. De eso se trata: de celebrar con todo a los que se adelantaron. Aquí, la gente espera la visita de sus difuntos con las puertas de sus casas abiertas para que los festejados puedan pasar. El amarillo de los cempasúchiles traza caminos de luz y pétalos, vistiendo los sepulcros viejos y recientes.