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LÁGRIMA ALCALINA

SILVIANO JIMÉNEZ JIMÉNEZ

Una mañana el invierno vapuleaba el aura del amanecer. El hielo cubría el césped agreste en el exterior de una vivienda hecha con bareque, barro y cubierta con techo de paja y hojas de palma. El frío espeluznante llegó al cuerpo de una mujer que se encontraba acostada sobre una cama fija, construida sobre horquetas que sostenían los parales. Era de estatura media, delgada, angulosa, con cabello recogido en una cola de caballo. Sus rasgos físicos se asemejaban a las amas de casa trabajadoras y tesoneras que han enfrentado los embates de la vida. Anita, que es su nombre, mantenía oculta la moralidad imperante y sumisa en soledad inmensa. Ella se despertó y se dirigió a la cocina en la parte exterior de la casa. Tomó una tea y se dispuso a abrasar el fogón levantado en madera y cubierto por greda. En una olla, construida con las manos burdas de su abuela, comenzó a preparar el pote’k uki (bebida zoque). Constantemente tomaba el fuelle para avivar la lumbre.

Era la hora laudes cuando Mateo y Maximiliano se acercaron a la fogata. Sentados en corro, Maximiliano recibió una taza de pote’k uki, mientras Mateo templaba la guitarra, aunque nunca llegó a tocarla. Al poco instante, Mateo se olvidó de su guitarra y pidió una taza de pote’k uki para acompañar a su abuelo. Mateo era un niño de tez clara, nariz pequeña, pecas en las mejillas rojitas, burdas las manitas, los ojos cafés y siempre le acompaña una sonrisa encantadora que le formaba hoyuelos sobre sus mejillas. Mateo heredó del abuelo la guedeja indómita, la pasión por la música y las lenguas. Maximiliano, en cambio, era un anciano decrépito, tenía crecidas y espesas las cejas, garzos y hundidos los ojos, arrugada la tez y cana del todo el escaso cabello hirsuto, que peinaba con sin igual arte.

Después del pote’k uki, Maximiliano le dijo, en tarahumara, a Mateo: “We ne ‘inóma sewá aminá wasachí jáwame” (“vamos a observar las flores que ornamentan el campo”). Mateo aceptó con cautela. Durante el trayecto Mateo blandía el viento con sus manos burdas, mientras Maximiliano recitaba la frase de un poeta zapoteco: “Guiranu bíchinu, riní’nu túbisi diidxa’, nadxiinu’ guendanabani, guibá’ ni rusieepa íquenu, ubidxa xiñá’, yudé xti’ neza, ca diidxadú’ xti’ guendarannaxhii” (“Todos somos hermanos, hablamos la misma lengua, amamos la existencia, el cielo que nos cubre, el rojo sol, el polvo del camino, las palabras tiernas del amor”). Continuaron el trayecto bajo las gotas de rocío en el declive de la montana. El abuelo se sintió cansado. Se detuvo y en silencio se dijo en zoque: ’Ax dey ’on yokto’eba ke bi tsamkuyjo’k junjun, ney dexe bi ney jejkuyjo’k junjun, ya do yukpoydama mangkuyjonan, ’on yukpoydampa bi den tsokoydokjonang (“Hasta ahora entiendo que el camino arcano de la montana, como el de la vida, no se recorre con las piernas sino con la mente y el corazón”). Continuaron caminando. Llegaron a un lindo y hermoso lugar donde las aves hienden el aire de las alturas y donde los rayos crepusculares acarician el culmen del estratocúmulo que avista las lluvias. Se sentaron sobre una roca. Maximiliano poseía un gracejo especial para describir las curiosidades de la tierra y de la vida, por ello, le dijo a Mateo: “Te voy a contar una historia real que le sucedió a Rubén, un hombre muy apuesto y con garbo”.

Hace muchos años, Rubén tuvo un desengaño amoroso muy grande. Sufrió demasiado, razón por la cual no se había vuelto a enamorar. Luego de un tiempo prolongado, abrió su corazón para que el eco del silencio de Melanie se posara para siempre. Melanie era una mujer capaz de escribir sus sentimientos dentro de la piel de quienes la conocen. A pesar de estar muy enamorado, Rubén intentó tomar ciertos recaudos con el afán de evitar el sufrimiento y el desengaño. Melanie estaba tan enamorada, de tal modo que la situación ya había comenzado a hacerle daño. Cierto día, Rubén había decidido ponerle fin a esa distancia y darle el título de “novia” y decirle que quería compartir con ella el resto de su vida. Lo que no tenía claro era cuándo hacerlo, dado que él anhelaba que ese momento fuera muy especial. Un día, Melanie le dijo a Rubén que necesitaba hablar con él. Se citaron en Bi muypa’k tsuxu (“La esquina que dobla”), a eso de la hora nona. Llegaron. Tomaron asiento y ordenaron dos bebidas. De pronto, se escuchó, una voz meliflua, en zoque: ya dø nømobam yøjønang (“ya no puedo seguir con esta situación”), mientras lágrimas de agua recorrían sus mejillas de musa. “Mix ’øn tøpa ’øn tsokoyjønang, pe yan oknøktø’am yøde tø’okuy, yøde ’angmeke” (“Te amo con el corazón, pero ya no puedo seguir sintiendo esta inseguridad, esta incertidumbre”).

Se intensificó el llanto de agua y se volvió a escuchar en zoque: “yan ’oknøktø’am yøde tø’okuy ’øn tsokoygo kapay nøke. Mejme mix ’øn tøpa, mix ya mix tø’ junang døx mix ’øn tøpa, nømø Melani” (“ya no quiero seguir con esta relación, aunque me destroce por dentro. Te amo demasiado, pero tú no me demuestras el mismo sentimiento, dijo Melanie”). En ese instante, Rubén estuvo a punto de abrazarla y decirle todo lo que sentía por ella, pero sus pensamientos abruptos le hicieron creer que aún no era oportuno blanquear toda la situación a la primera lágrima, motivo por el cual decidió fingir y aceptar la decisión de Melanie. Se despidieron. Melanie, sin dejar de llorar, regresó a casa, mientras Rubén fue a encontrar a un amigo. Rubén le contó a su amigo lo sucedido.

A eso de la hora víspera, se escuchó decir en zoque: yan pømam. Yan pømam yøde toya øn tsokoyjo. Mix pøknøkø Melani ’øy tøkjo. Nenti yaktigo kawø Melani. Døx øn tøpa y dey dø nøkpan nømjaye” (“ya no aguanto más. No tiene sentido prolongar esta agonía. Llévame a casa de Melanie. No hay motivo para que ella siga sufriendo de esta forma. Yo la amo y tengo que decírselo ahora mismo”, dijo Rubén). Se encaminaron a la casa de Melanie. Al llegar, Rubén vio a un joven en la puerta del edificio. Esperemos un momento acá, le dijo a su amigo. Se quedaron observando desde la esquina. Ese tipo está esperando a Melanie, agregó Rubén. ¿Qué te hace pensar eso? Preguntó el amigo. No sé… no sé… lo presiento.

Ella tiene la costumbre de hacer esperar veinte minutos cada vez que pasaba a buscarla para salir, agregó Rubén.

En ese momento se abre la puerta del edificio y aparece una sonrisa de nínfula, era Melanie. Abrazó al joven. Se besaron durante un minuto, que para Rubén fueron dos o tres horas. Luego, abrazados y sin dejar de sonreír, se dirigen hacia el coche, que estaba estacionado a unos metros. Se suben y se van. Rubén no podía creer lo que había visto. Hace dos horas estaba llorando desconsoladamente por mí, dijo Rubén. No puedo creer que todo sea una farsa porque tiene a otro tipo. .Por qué lloró de esa forma? No sé, pero creo que se necesita ser mujer para saber eso, dijo el amigo.

Regresémonos a casa, dijo el abuelo. El silencio atronador del aroma de las flores mantenía inspirado a Maximiliano, por ello, a través del acento yámbico de sus palabras incitaba a Mateo tener cuidado con los corazones de cofradías. Las furcias sólo abrasan el culmen del éxtasis como el sol a la arena, en la hora sexta, durante el período canicular. Recuerda lo que dijo un poeta: “La donna è mobile qual piuma al vento muta d’accento e di pensiero” (“La mujer es cambiante, cual pluma al viento, cambia de acento y de pensamiento”). “Mateo: norma, orden y supervivencia necesita el hombre”, le dijo.

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Silvano Jiménez Jiménez, escritor y académico de origen zoque.

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