LO QUE LA TIERRA NOS DA Y NOS ALIMENTA
LEVANTAR UNA CASA EN DERRUMBES
Enseñanza familiar. Nací hace más de 40 años en una familia campesina tradicional en la que, además, la tradición era tener muchos hijos, de siete hermanos yo fui la menor. Al nacer, mi madre enfermó y no pudo amamantarme, por lo que me alimentaron con atole de masa de maíz. Cuando cumplí un año de edad, mi padre tuvo que migrar a los Estados Unidos porque quería darnos una vida mejor; de esta manera, mi madre se quedó sola, con siete hijos por criar. Nunca le pregunté, pero supongo que tomar las riendas de la casa y del trabajo en el campo no ha de haber sido nada fácil. Yo sólo recuerdo que siendo niños la acompañábamos a dejar la comida o a fertilizar las plantas de maíz, a traer leña, a cortar el chícharo y a la cosecha; luego había que desgranar el maíz en casa o guardar la mazorca en el tapanco. Mi madre invertía hasta el último peso que mi padre ganaba en los Estados Unidos en el trabajo del campo, por lo tanto siempre había qué comer en casa, las cosechas eran abundantes, había suficiente para nuestro consumo y también para los animales de carga y los domésticos.
Desde muy chicos nos inculcaron el cuidado de las semillas. No debíamos dejar los granos de maíz tirados en el piso, se recogían una vez que se había terminado de desgranar las mazorcas o de limpiar el frijol; cuando nos daba flojera y no lo recogíamos, mamá siempre nos contaba que en la época de la Revolución los abuelos no tenían qué comer, nos contaba que los cultivos fueron saqueados y el poquito maíz que se tenía se revolvía con el quiote del maguey para que rindiera; de esta manera, nos ensenó a cuidar y a no desperdiciar. En casa aprendí que el cultivo del maíz, del frijol y de la calabaza es muy importante para las familias campesinas, ellas saben que el futuro puede ser incierto ya sea por el temporal o alguna enfermedad familiar que pueda impedir el trabajo en el campo. Fueron 30 años en los que mi padre fue migrante y en los cuales no hubo un solo año en el que no sembrara el maíz y la milpa en nuestra casa. Todo esto fue posible gracias al trabajo de mi madre y al esfuerzo de mi padre.
Alimentación cotidiana en la vida de las y los zapotecos de la sierra. Dentro de las actividades que se realizan en la organización a la que pertenezco, las ferias de la milpa son muy importantes. Se trata de espacios en los que se recrea la vida comunitaria, la vida que gira alrededor del maíz y la alimentación diaria de las comunidades. A lo largo de más de diez años he podido constatar in situ toda la diversidad no sólo en cultivos sino también en las formas de preparación de los productos derivados del maíz y la milpa, de la parcela o el solar; este último es un espacio de trabajo autónomo 100% femenino. De esta manera, con el trabajo de las mujeres en la elaboración de los platillos típicos que podemos encontrar en cada feria y que se comparten a propios y extraños, se muestra la gran diversidad alimentaria que tienen las comunidades: la tortilla de maíz con plátano o la tortilla de maíz con yuca, las memelas de maíz amarillo con granos de frijol (a las que yo nombro jaguarcitos), las memelas de elote, el amarillo con papa, los chayotes y ejotes, el amarillo con pitiona, el chileatole, el amarillo-negro (sí, así como se lee, “amarillonegro”, un tipo de mole elaborado con el olote de maíz quemado), el atole blanco, el atole con panela, el atole de maíz tostado, el pinole para las bodas (que no puede faltar acompañado de su atole con chocolate), el pozol (que le da fuerza a los campesinos para hacer el tequio, para quemar el rozo y para la siembra) y el chintexle (necesario para echar el taco de los señores que van al rancho a las labores del campo y que a veces se mezcla con pepita tostada). Además, hay que agregar la gran variedad de quelites como la hierba mora, el quelite de venado, los riquísimos frijoles guisados con puntas de chayote, los chayotes cocidos dentro de la calabaza, acompañados de ricos y tiernos elotes que se ofrecen a los trabajadores que van a la cosecha o a desgranar maíz.
La alimentación para los pueblos indígenas y campesinos no es sólo comer por comer, cada alimento tiene su temporalidad basada muchas veces en un sincretismo religioso donde sobresale la memoria gastronómica de nuestros antiguos. En septiembre, en las fiestas de San Miguel, con las abundantes lluvias, podemos disfrutar de las guías de calabaza, las flores de calabaza, los elotes y los ricos chapulines. En noviembre o fiesta de Todos Santos, se preparan los deliciosos dulces de calabaza y tejocote; también podemos encontrar los deliciosos tamales que van desde los de chepil o frijol hasta los preparados con carne y los muy exóticos tamales de pescado o de rana. En la Semana Santa, se disfruta el agua de chilacayota con panela y, para comer, hay chícharo seco de ceniza con nopales. Durante los meses de lluvia, abundan las frutas de la temporada como el durazno, la pera, los higos, las manzanas, las guayabas, las maravillosas tunas y el cuajilote (estos dos últimos son silvestres y se traen de la zona caliente), y ni qué decir de la diversidad de hongos comestibles que abundan en los bosques y que se comen asados con epazote y sal o en guisado amarillo, dependiendo de la especie de que se trate.
La alimentación de los zapotecos, además de lo que producen en sus comunidades, se complementa con el intercambio comercial entre las micro-regiones de la sierra a través de los mercados regionales en donde se expenden una gran variedad de ricos productos de las distintas temporadas. Es posible hallar una gran diversidad de aguacates (aguacatillo, aguacate bola y el famoso chinene procedente de las zonas tropicales de la región), diferentes tipos de chayotes (blanco, verdes, con espinas, sin espinas, aguanosos, secos o el chayote- papa), varios tipos de chiles (el canario que se da en zonas frías, los chiles secos como el chile guajillo proveniente de Solaga en la tierra de los Bene Xhon, o el chile piquín de Yagalaxi en la zona tropical), un amplio abanico de frutas y verduras como los plátanos de las comunidades Xidza (el 4 lomos, el dominico, el morado o el de seda) u otros productos como el tepejilote o el cuajinicuil de la zona conocida como el Rincón. Todos estos productos que existen en ciertas regiones se han intercambiado por muchas generaciones en los mercados o bien a través del comercio ambulatorio; por ejemplo, la venta del pescado bobo, que se caracteriza por su gran tamaño y sabor peculiar, se realiza en Semana Santa y proviene de la comunidad de Yae, de Lachichina o de Cuajé. La gran diversidad y agrobiodiversidad que habita en los territorios, en este caso zapotecos de los tres rincones Xidza, Leaj y Xhon, complementan la dieta de por sí ya rica y nutritiva de las comunidades que cultivan sus alimentos. Cuando compran lo que no tienen en sus regiones, tienen el privilegio de saber de dónde proceden e incluso pueden saber hasta el nombre de la persona que los ha sembrado.
La alimentación zapoteca, así como la alimentación de los distintos pueblos de México, tiene un antepasado prehispánico el cual consta de un bagaje de conocimientos culinarios que han pasado de generación en generación hasta llegar a nuestros días. Hay un gran valor en el proceso de nixtamalización del maíz, en el conocimiento profundo de cada comida, de cada planta y de cada animal; gracias a este bagaje heredado, los pueblos zapotecas conocen las propiedades de cada alimento, de sus naturalezas frías, calientes o templadas, pues así son clasificadas desde una cosmovisión indígena; hay alimentos que dan salud cuando nos alimentan y a los cuales se les puede cambiar su naturaleza inicial cuando se les adicionan condimentos como el cilantro de monte, la cebollina, la pimienta, la canela, entre muchas otras.
Al hacer este recorrido de productos provenientes de las comunidades y que son parte fundamental de la alimentación serrana, intento reproducir en cada persona que pueda leer este documento esa memoria que se encuentra en cada uno de nosotras y nosotros y que hemos ido perdiendo. Muchos hemos salido a las ciudades y nuestro estilo de vida ha sido permeado por la forma de vida citadina, que incluye, entre muchos otros aspectos, otra forma de alimentación. La mayor parte de lo que consumimos son productos de los cuales no conocemos su forma de producción ni su procedencia, productos en su mayoría empaquetados, enlatados, con una serie de conservadores y que incluyen ingredientes transgénicos (manipulados genéticamente). En las ciudades se compra casi todo; en la comunidad si te hace falta tomate, cebolla, hierbas de olor o chiles, sólo es cuestión de salir a la parcela y cosecharlo. Si necesitas tomar un té, cortas la manzana, el tejocote, la manzanilla o la hierbabuena y te lo preparas. Existe un auge en las ciudades de la venta de productos orgánicos, lo que, dicho sea de paso, ha creado mercados y productos harto elitistas por lo caro de sus mercancías que solamente pueden ser adquiridas por personas con un cierto estatus económico; quienes no pueden hacerlo, no tienen otra opción más que consumir la basura de los supermercados por ser mucho más baratos.
Yo también he sido migrante y a cada lugar que voy llevo conmigo mis plantas y cuando me instalo en algún sitio trato de crear un pequeño huerto en el que me gusta sembrar hortalizas. Me gusta recrear el espacio de la parcela familiar, de la misma manera en la que los zapotecos de la sierra recreamos la comunidad y las formas de organización en cada sitio a donde vamos. Me gusta reconocer también a las personas que producen alimentos agroecológicos y que son accesibles, me gusta buscar mercaditos tradicionales o mercaditos agroecológicos de la bandita, iniciativas que también van en aumento en las ciudades, en donde se pueden comprar o incluso intercambiar diferentes productos. En estos espacios una se va reconociendo con otra gente y cuando eres clienta asidua hasta te dan tu pilón.
Mi espacio laboral también es muy diverso, confluyen personas de distintas micro-regiones, confluimos en ideas, trabajos y conocimientos pero también creamos un espacio de compartencia de productos ricos y sanos de nuestras regiones o de nuestras parcelas. Así es como se reproduce la vida en las comunidades, en donde cualquier espacio es bastión para fomentar no sólo una alimentación sana, sino también la siembra de nuestros propios alimentos. El cambio no vendrá desde arriba, vendrá desde cada parcela, desde cada solar, desde cada azotea o maceta, desde cualquier espacio donde sea posible recrear la vida. Alimentación y pandemia: resiliencia comunitaria. Es casi obligado hablar de la alimentación en tiempos de pandemia en la región; el coronavirus llegó a las comunidades serranas sin esperarlo. El cierre de las comunidades buscando prevenir el contagio desnudó una situación que va en aumento en algunas comunidades. Se trata de una situación producto de la migración forzada a la que han sido sometidas, la cada vez más escasa siembra de maíz y milpa y una alta dependencia de alimentos (principalmente chatarra) provenientes de la ciudad. Al aislarse, las comunidades hicieron importantes reflexiones al interior de sus asambleas comunitarias sobre los productos externos a los que sí se les permitiría entrar. Se priorizaron alimentos (leche, huevo, tomate, cebolla y hortalizas que no se producen dentro de la comunidad); los productos catalogados como no prioritarios y a los cuales se les impediría la entrada fueron principalmente los refrescos, los de la empresa Sabritas y los de la empresa Bimbo. Sobre el gas se dijo que era mejor sustituirlo por leña; del pan, dijeron que sólo se compraría el elaborado dentro de la comunidad; ante la falta de tortilla, las mujeres empezaron a hacer nuevamente sus propias tortillas; de las verduras como el tomate, miltomate y cebolla, se buscó realizar las compras únicamente con productores de la región. Durante los primeros meses de la pandemia, muchas personas volvieron a los campos a sembrar el maíz, el frijol, la calabaza, el chícharo, el trigo y por supuesto las hortalizas de ciclo corto. En contraste con el cierre de los mercados regionales, se crearon “mercaditos” locales en donde las mujeres vendían productos derivados de la milpa que de por sí cultivaban. Algunos de estos espacios se mantienen hasta ahora, como es el caso de la comunidad de Guelatao que aglutina a productores locales y de comunidades vecinas.
Por esas mismas fechas, se empezó a leer en los medios escritos que las comunidades no sólo habían cerrado las puertas al COVID sino también a los productos chatarra, como lo hizo público la comunidad zapoteca de Yalalag y la comunidad mixe de Totontepec Villa de Morelos y, seguramente, muchas otras. Estas medidas se tomaron de manera más o menos paralela a la aprobación en el Congreso de Oaxaca de la llamada “ley antichatarra”, que prohíbe la venta de alimentos con alto contenido calórico y bebidas azucaradas a menores de edad y que fue aprobada en agosto de 2020. Sin embargo, como ya se mencionó, las medidas comunitarias de rechazo a la comida chatarra tienen su razón de ser y se tomaron en el contexto de la pandemia por COVID-19. El reto que tienen las comunidades ahora es seguir manteniendo estas medidas de manera permanente, aun cuando la emergencia pase.
Los largos tiempos de encierro nos ensenaron a mirar nuevamente al campo y a la parcela pero también a poner en práctica conocimientos propios o compartidos a través del trueque de saberes, estrategias para poder conservar los alimentos a través de conservas con productos locales como chiles, nopales, mermeladas, frutas deshidratadas, jugos naturales y la fermentación de bebidas. Todo esto es y ha sido la resiliencia comunitaria.
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Del dossier de alimentación de las Trece Semillas de la sección especial Tzam, en Desinformémonos de octubre.