ÚLTIMO SUSPIRO / 295
Mientras la abuela Josefa agonizaba en una casa de adobe con techado de láminas oxidadas en El Duraznal, todavía logró decir que llevaría a uno de sus hijos o nietos en cuanto muriese, puesto que la habían maltratado durante el tiempo que estuvo enferma y estas palabras constituían un último suspiro. Minutos después, dejó de hablar y cerró los ojos. El calor en su cuerpo desapareció lentamente y el frío se abalanzó hacia ella, dejándola tiesa en una cama de tabla. Por fin, huía de la “catástrofe del nacimiento”, como afirma Emil Cioran en El inconveniente de haber nacido. Los que estábamos allí fingimos estar tristes. Salí y afuera el viento correteaba a la neblina y en la orilla de la milpa los pájaros comían peras hasta el hartazgo. Montones de esa fruta ya estaban podridos en el suelo; quizá en poco tiempo la abuela terminaría así y los únicos bienaventurados serían los gusanos. Al día siguiente, justo cuando tratábamos de colocar la caja de madera al centro del patio donde la abuela parecía estar dormida bocarriba y cruzado de brazos, mi tío Rogelio comenzó a retorcerse de dolor y con la mano derecha intentaba darse masaje en la espalda.
Me acerqué y me pidió que le pasara un frasco de alcohol que tenía marihuana. Quité la tapa y tomó un buen sorbo. Creí que él sería el primero en llevarse la abuela. Sin embargo, había sido nada más un calambre porque volvió a ayudar a cargar la caja de madera hacia la carretera y la subimos en una camioneta para trasladarla al camposanto de Tamazulápam. Después de esto, ya nunca más volveríamos a ver físicamente a la abuela y sólo aparecería en los sueños. Allí recuperaría la voz y hablaría. Otras veces, llegaría a visitar a sus hijos arrastrándose y sacaría la lengua o posaría en la rama de algún árbol y cantaría o aparecería entre el monte y aullaría. Esa misma noche regresamos y antes de entrar a la casa, nos bañamos con humo de copal en el patio para protegernos de los malos espíritus. Luego, mi cuñada Lidia nos sirvió unas copas de mezcal y al día siguiente regresé a Oaxaca. Nueve meses después del fallecimiento de la abuela y un miércoles viajaría a Constitución Mexicana. Por ello, una noche anterior, mientras cerraba las ventanas de mi casa vi a un animal trepado en la pared y era como una lagartija.
Bajé corriendo al patio para buscar una escoba y cuando regresé había caído. Quedó bocarriba y hacía como que moría. Yo ni siquiera lo había tocado ni empujado y enseguida apareció entre la oscuridad una mariposa negra y también posó a la pared. A pesar del miedo que me infundió, la atrapé con un pedazo de papel y la eché en la taza del baño. Bajé la tapé y jalé la palanca. El otro animal lo tiré hacia el terreno baldío y traté de dormir. Desperté temprano y levanté la tapa de la taza y aún seguía viva la mariposa. Allí la dejé y tomé una mochila para ir a la terminal Los Chiguanos. Llegué alrededor de las cinco a la región el Bajo Mixe y me acosté en una hamaca. Entre las palmeras y el árbol de mango salió una víbora no tan grande y pasó sin prisa alguna donde yo descansaba. Luego, se escondió debajo del lavadero. Al día siguiente, bajé a pizcar maíz y antes de regresar, me senté a un lado del río Jaltepec y pensaba qué era lo que querían decirme los animales que había visto. Más tarde, mientras tomaba agua de limón en la casa de Juan, me avisaron que había muerto mi hermano Indalecio en Oaxaca.
Él había terminado la primaria en el internado de Guelatao y después asistió unos días a clases en la secundaria de Matagallinas, Ayutla, pero desertó porque mi mamá no pudo comprar una Biblia que le pedían en la escuela. Regresó a Tamazulápam a trabajar en la parcela de Angélica y se quedaba en la casa de la abuela Espíritu. Una noche peleé con él y mi mamá nos propinó unos buenos golpes con mecapal y al día siguiente viajó con mi tío Herminio a Bahías de Huatulco para trabajar de albañilería. A los pocos meses, mi tío regresó e Indalecio se quedó. Pasaron los años y él no regresaba. En aquella época, yo ya estudiaba el bachillerato en Etla y al finalizar el segundo semestre, viajé para buscarlo y también trabajaría. Después de llegar a Huatulco, fui a Tangolunda, donde comenzaban a construir varios hoteles. Pero era un domingo y encontré a un guardia y dijo que regresara lunes por la mañana. Así que me senté en el parque y pensaba adónde me quedaría esa noche porque no llevaba dinero y tampoco había comido. No sé si fue coincidencia, pero desde lejos vi a Rafael que llevaba puesto un sombrero blanco de palma y era mi paisano.
Cuando yo era niño me regalaba panes y me llevó donde rentaba. Dos meses trabajé con él como ayudante de albañil y unos días antes de regresar a Oaxaca, encontré a Indalecio y comía pollo asado en un comedor. Yo estaba parado afuera y detrás de unas rejas metálicas del local. Al verme no me habló y yo tampoco. Una década después regresó y solamente hablaba en español porque decía que había olvidado la lengua mixe. De Constitución Mexicana viajé a Oaxaca y llevé los restos de él a Tamazulápam. Esa noche tomé casi medio litro de mezcal y quedé completamente borracho. Me despertó muy temprano mi tío Rogelio para que cargara un poco de leña que había traído en una camioneta desde El Duraznal y serviría para los preparativos del ritual del entierro. Todavía él me acompañó a velar algunas noches a Indalecio y para que no nos atrapara el sueno, me contó otras historias fascinantes del mundo mixe. A sus setenta y dos años de edad se veía fuerte y sano. Sin embargo, un mes después también murió y aquella tarde se formaron montones de nubes grises y negras en el cielo mixe y apareció la imagen de un jaguar.
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Juventino Gutiérrez Santiago, narrador ayuuk de Tamazulápam Mixe, Oaxaca.