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HILAR LA SANACIÓN COLECTIVA / 296

AÍDA NAXHIELLY

Nudo mixteco, largometraje de Ángeles Cruz, 2021

Kuchá, kuchá… Cuando éramos niñas y nos dolía la barriga, mi abuelita nos sobaba cantando esas palabras junto con la lista de cosas que habíamos comido: frijoles, tortillas o queso, cualquier alimento que recordáramos y que fuera potencialmente la causa de nuestro malestar. Es una forma, nos decía, de curar a las personas en el pueblo. El remedio también incluye la exageración de las porciones, por ejemplo, si le decía que había comido dos tortillas ella las aumentaba a veinte; o si le decía que comí un plato con frijoles ella hablada de diez. Con ese proceso alivió infinidad de veces eso que claramente sentíamos en nuestro estómago.

Empachos o dolores históricos, estoy convencida de que la panza es ese espacio en donde re-sentimos muchas cosas y, por ello, sanarlo es vital para seguir andando. Que mi abuela dispusiera tiempo y espacio para acompañarnos en aliviar lo que sea que estuviera doliéndonos ahí, para mí es prueba de ello.

Nudo Mixteco (2021) es el primer largometraje de la cineasta, guionista y actriz Ángeles Cruz, originaria de Villa de Guadalupe Victoria. Y Nudo Mixteco también es la manera en que se conoce al conjunto de cerros que se alzan entre lo que hoy se conoce como Puebla y Oaxaca. Un espacio geográfico accidentado que ha visto pasar durante mucho tiempo historias diversas: miles de ellas de migración causada por condiciones de pobreza, así como falta de oportunidades laborales y educativas que marcan a la Mixteca.

Son esas condiciones que se viven en la región, junto con el cruce de vidas que no dejan de andar, las que Ángeles plantea para hilar tres historias de personas que salieron de un pueblo denominado San Mateo. Con su retorno a esa comunidad ficticia —pero tan real y cercana en muchos aspectos—, conocemos a la demás gente que ahí habita y que las protagonistas, incluso sin desearlo, dejaron al salir.

Como un ejercicio para reconocer en la migración un acto doloroso pero necesario para la subsistencia propia y familiar —una forma de cuidado si así se quiere ver—, cada relato refleja diferentes motivos para decidir salir. Porque si bien la motivación económica continúa siendo la que más pesa, o al menos de la que más se habla públicamente, existen otras razones que pueden ocasionar el desprenderte del lugar que te vio nacer y que son igual de importantes, aunque sólo se digan en silencio.

Los temas que se entretejen a lo largo del largometraje no resultan sorprendentes para quienes conocemos los trabajos previos de la directora: mujeres que aman a otras mujeres, violencia sexual en el ámbito familiar, machismo, lengua y migración son tópicos que vuelve a manejar porque decide no voltear la mirada ni dar por terminada la discusión, a la que se suma siempre con su propia voz.

Insistir y redefinir en sus historias ese conjunto de circunstancias en medio de un mundo que tantas veces ha negado nuestra capacidad política y al mismo tiempo romantizado la vida comunitaria sin duda es un acto de valentía. Pero, además, hacerlo con la sensibilidad que consigue Ángeles es una forma de honrar la existencia misma de muchas comunidades y mujeres mixtecas, de decir que contrario a varias ideas extendidas no nos conformamos ni pasamos por alto las violencias internas y externas… que nunca lo hemos hecho.

Sus trabajos son una muestra de lo mucho que importa dejar de lado la condescendencia en el ámbito cinematográfico y en todas partes; de la dignidad que hay detrás de cada una de las personas que conformamos comunidades atravesadas por violencias sistémicas; y de la posibilidad que sí hay de construir personajes que acojan la diversidad que se habita. Ante ello, quienes eligen la salida fácil al reproducir estereotipos raciales sólo dejan en claro lo poco que les importa nuestra existencia. Aunque el canto que hemos aprendido de mi abuela responde en principio a un dolor muy específico —el de los malestares por comida—, la realidad es que el mismo me ha salvado en otros momentos.

Porque en nuestra barriga habitan las emociones, me han dicho mis tías y mamá un centenar de veces. Y lo he comprobado también en muchas ocasiones: cuando he sentido angustia, miedo, tristeza o enojo y enseguida mi estómago empieza a hacer ruidos, sentirse vacío, arder u oprimirse.

Entonces, en esos momentos, he acudido a ese saber. Me ayuda sobarme mientras me repito —aunque sea sólo en mi cabeza— las palabras que he aprendido. Quizá me alivia porque me permite distraerme y respirar, o tal vez porque me remite a esos momentos felices de mi infancia con mis hermanas y mi abuela, a ese espacio seguro que es nuestro hogar. A mí me gusta pensar que es porque ella, de alguna manera, se traslada a mi lado y me acompaña, como si mis manos se convirtieran en las suyas y con su calor se llevaran todo lo que me pesa ahí dentro.

En mi vida como migrante en la ciudad y también al retornar al pueblo, son esos actos que me recuerdan mi origen los que me han sostenido en medio de todo, los que me acompañan en momentos de duda, los que me limpian las heridas y me permiten continuar. Kuchá, kuchá… me digo para sanar y es como si todo volviera a su lugar.

Cada uno de los personajes de Nudo Mixteco, especialmente las mujeres, cargan dolores que buscan curar con errores o aciertos, según nuestros ojos. En ese sentido, la cinta se niega a darnos respuestas fáciles porque la vida en comunidades rurales, así como en zonas urbanizadas, nunca es tan simple: muchas de las decisiones que se toman también están vinculadas a estructuras más amplias como el patriarcado, la desigualdad, el racismo… Aunque en la película no hay una discusión sobre el origen de estas violencias, no se niegan las afectaciones directas que sí hay en los cuerpos y vidas de las personas, sin que ello signifique que la narrativa caiga en la negación política que acarrean el paternalismo y el “complejo de salvador”.

Desde María, joven lesbiana que es negada por su familia debido a su orientación sexual y migra para desempeñarse como trabajadora del hogar. Pasando por Chabela, quien se casó con Esteban, que salió del pueblo por razones económicas y descuidó su relación, lo que la lleva a enamorarse de otro hombre a pesar de algunas opiniones externas y recibiendo el respaldo de su suegra, quien también resiente la ausencia de su hijo. Hasta Toña, que fue abusada por un miembro de su familia y migra para trabajar como comerciante dejando a su hija bajo el cuidado de su madre, creyendo que en el pueblo estará más segura que en la ciudad. Y en medio, todas las demás personas que conforman a la comunidad. Cada una de estas historias es, por sí misma, una narración sobre la que puede decirse mucho y en esa complejidad habita su potencia.

Pero quizá hay un rasgo que, por lo menos hasta ahora, me queda muy marcado: Toña, al rememorar los abusos de los que fue víctima, revive en su cuerpo la tristeza, el enojo y el miedo. La idea de que este espacio que habitamos, este primer territorio, experimenta aquello que nos pesa en el alma y busca la manera de arrancarlo es puesta en escena, retomando al estómago como punto donde anidan las emociones. Hacia el cierre de la película, Toña está en un río con su hija, a quien se lleva del pueblo. Una decisión descorazonadora por el contexto y la amargura de saber que, muchas veces, irse es lo único que queda. Ahí, mientras están sentadas, saca una piedra que se había llevado la primera vez que migró sin saber muy bien por qué. Esa roca la pasa por el agua y después por el cuerpo de la niña, también herida, quien después se ofrece a hacer lo mismo por su madre. La piedra es aventada al río en un acto que nos habla sobre la posibilidad de dejar juntas, en ese espacio, los dolores que las habitaban. Un dolor que Toña rememoraba en su cuerpo y que no pudo evitarle a su hija, pero que sí pudo acompañar porque el camino para sanar, a fin de cuentas, necesita reciprocidad y cuidado.

Entonces siento que se me estruja mi propia panza porque algo así, pienso, era el ser sobada por mi abuela: una forma de sanación heredada entre nosotras y que tantas veces me ha rescatado. Kuchá, kuchá… me digo en la mente para no llorar.

Mostrarnos estas historias en la pantalla grande es, en palabras de Ángeles durante el estreno, una forma de pensar en voz alta cómo defender nuestro cuerpoterritorio y permitirnos conocer algo sobre las vidas de las mujeres de su pueblo —y otros, de paso. De sumar, así, a la sanación política de mujeres pertenecientes a comunidades originarias que nos permita construirnos mundos más vivibles, añado yo.

Con historias que nos apapachan la nostalgia, piedras de río que rompen ciclos de violencia o cantos y sobadas de panza que se llevan nuestros dolores: aquí estamos, reconstruyendo narrativas y rituales, extendiéndonos las manos y los brazos unas a otras.

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