PIEL DE JAGUAR
Los Ángeles, California, W Vernon Ave & S Broadway. El bostezo de la noche y de las sombras,1 la travesía del sol se apresura, su aureola disipa hechizos y tortura de cráneos,2 voltea sin dar ráfagas de luz en mis pupilas de grano de capulín, se aleja, desvanece estelas en silencio, chamuscados y desolados mis pies se atascan, se mudan en calzado de mecate, camino, camino, no consigo rebasar estampas en este lago artificial que oprime, ahoga y destroza alientos. El ambiente se vuelve gélido con suspiros de vientecillos ligeros, ojos opacos y traslúcidos de indigentes que se asoman entre carpas pintarrajeados, agachados balbucean, estrujan cada exhalación de cigarrillos que elevan garabatos en casuchas de madera abandonadas de luces melancólicos.
Desconociendo miradas, refugio e impulso mi frente, mi iris a la decoración de nubes cristalinas coloreando a los astros, sorprendido. Las nubes blancas delinean formaciones y creaciones de pinturas silvestres, antepasados han trepado, enredado en nudos el pelaje y manchas del jaguar, ¡estos relatos ancestrales predecían! presagio, creencias de un cercano temblor y enfado de los veinte cerros Zempoaltepetl.
Angustiado en mi camastro, envuelto en cobijas sucias, maltratado, con huellas de agonía y del paso de las sombras, la cabeza inclinada hacia un costado contiguo a una ventana transparente llena de rostros polvorientos, rostros de aparecidos, rostros y piel del jaguar, cortina viejo y hueco surgen los pocos claros del resplandor caído. De pronto en un escondite se asoma un leve estallido. Grito. Tiembla. El rugido se esfuma en mi almohada manchada de saliva, la pared ahuyenta mi garganta incrustando una manzana. Me doy cuenta que estoy en un laberinto con salida al desfiladero. Interrumpo y retrocedo en un viaje de recuerdos sin viajar
Tamazulápam Mixe. Media noche, estrella del alba en la médula de la esfera, la aguja del reloj solar arroja contornos de luna llena esparcidos en las techumbres de tejas, donde las lechuzas brujas revolotean con aterrador canto, supersticiones que distan catástrofe o indicios de buena predicción. Las manchas del jaguar, cáscara de calabaza del jaguar “chilacayote” propio de los abuelos y de los pueblos, embellece y enreda en lo alto los picos de veinte cerros divinos.
La quietud del silencio y del viento escalofriante cobijan las ánimas que flotan en atajos de estrechas veredas, extraviado y fatigado, con un solo pie, entre casuchas desahuciados, malezas espesas, arbustos que estorban la unión de sus horizontes y memorias aplazados, un leve ajetreo de los cerros vivientes y sagrados. Adelanta sacudiendo las paredes de adobe arcilloso y techos de asbesto, tejas de barro recargado en polines de encino que estiran el forcejeo.
Los tejidos del petate adormilado y desgastado por el andar del ciclo lunar es arrasado en un piso de tierra ondulado que se clava en la espalda corvado, lomo que ha soportado cargas de leñas, vasijas de barro, costales de mazorcas que se acuestan en un mecapal de soga trenzado con los cabellos disparejos.
El candil de vidrio, lleno de petróleo crudo, humea y arde en una mecha torcida y alargada de trapo, despliega su antigüedad, rutina vigilante y enemigo de sueños espantosos, ilumina con un suave destello que se suspende en una esquina donde las arañas de patas largas tejen, apresurando su escape a la guarida tapizada de seda.
Del rincón posterior, junto a la puerta única, se alza un pedestal de custodia que impide el ataque de seres visitantes, este entorno es elegido en cada raíz y casa, sitio designado, lugar de ofrendas y resguardo del símbolo natural, tradición, costumbre que han sabido defender los ancianos. Ahí en el nidal alcanzaban a empollar las aves domesticas, la hembra guajolote incuba sus doce huevos durante muchas lunas a distancia, estira y convoca sus patas entumidas, se esponja elevando sus plumas y alas como una bóveda de abanico, con sentido atormentado cacarea de cercanía y asombro.
Los ronquidos se han esfumado por los estruendos de las fallas, el crujir de grietas, y del animal de doble cabeza que se evapora retorciéndose en la ceniza; la puerta de madera grita un chillido desesperado que se confunde con las charlas y tartamudeos de grillos, ladridos de perros que ahuyentan los fantasmas de bestias que buscan huesos indefensos.
Ella. Adela, mi madre, con cautela abraza su dibujo envuelto en un rebozo de lineas finas, bordado y tallado con la cresta de los cerros elegidos: “Xukxnëm” y “Tsää ëkujy äm”3 escolta de los Veinte Cerros, simulando un arcoíris y un eclipse lunar colorido en huipil blanco que aparenta una cascada tejido por la corriente de ríos y lloviznas nocturnas.
Descalza apresura los pasos al patio, las plantas de sus pies adormecen pequeñas gravillas que saltan de emoción, unos pocos fragmentos quiebran sus tachuelas en cruzada desafiando los callos y talones agrietados. El suelo sucumbe al enojo de nómadas transparentes. Árbol de madroño, encino, palo de águila, sacuden sus ramas alargando e inclinando sus hojas y troncos hasta alcanzar el latido de cúmulos que despuntan y brotan desde el regocijo de truenos, la intensidad viva de las nubes detiene la ansiedad de los meteoros, cometas que caen y se desintegran en el lomo de zanjas de sembradíos, estrella fugaz y relámpagos que encarnan su cabello canoso.
Sitio enigmático “ritual del temblor” (Ujx jëkjëntsë’kyëp), “centro del patio”, lugar del culto y circulo de energías nebulosas, allí donde caen las primeras gotas de lluvia y lágrimas que purifican espantos, allí donde los animales humeantes temen acercarse y desvanecerse bajo los polvos.
La mirada y ojos de tierra elevado al este decía los pétalos de orquídeas silvestres color turquesa, cascara de chilacayote, piel del jaguar exhalan energías desde el cielo, hablan de la cercanía del temblor. Conmoción de parcelas, milpas y mojoneras, los caminos estrechos se perderán en medio de matorrales, los animales salvajes sufrirán extravíos al cambio sometido. Los trazos arqueadas de la mano, rasgos y flechas del viento, ritual ancestral es restregar y sacudir con la palma de las manos, las rodillas, brazos, hombros para alivio del cansancio y dolencias que harán expulsar las enfermedades, retroceder animales de humo que husmean con su ceguera.
Ha llegado el temblor. Torcedura brusca e intensa de los cerros sagrados y frondosos, gritos de abismo al precipicio de ecos, alborotado plumaje de aves que elevan y alteran sus venas al vuelo. El viento frío dilata y contrae respiración de nahuales al cielo esponjoso; el adobe soporta el empuje, resiste el equilibrio de zancadillas, las rodillas tambalean fatigas y esfuerzos.
Inmóvil, con sus dos pies incrustados al suelo, ve alejar el zumbido del temblor que ha purificado su espejo y carga, ha moderado las dolencias y trastornos. La intriga desafiante del doble animal se ha ido, ha sido arrastrado al vacío y del tiempo. A la lejanía las campanas sonrojan y repican recorridos de luciérnagas que se escabullen en las caídas de hojarascas. Los escarabajos negros de antenas flexibles rebotan arrastrando montículos de tierra para velar las fisuras. El caparazón en espiral se ha ido a planicies distantes, ha dejado exhausto al caracol.
Ella gesta un ademán que ilustra el retorno y descenso de las figuras del jaguar hacia la boca de picos no conquistadas. A su vez, con simetría saltan formaciones navegantes de constelaciones ancestrales y luminosas: Jëënmo’ony, “estrella del atardecer y de la madrugada”; to’oky “petate”; yu’un, “arado”; tutk pa’an, “nidal de gallina o guajolote”; kë’ëk, “huarache”. Estas enseñanzas de representación, creencias del espacio, guían mi tsö’ök, “nahual”, en parajes ajenos.
Se apresura el desvelo y amanece.
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1. Pedazo de sombra “Ëka’xy”. Publicado en Julio, Ojarasca núm. 291
2. Tsö’ök tortura de cráneos. Publicado en Mayo, Ojarasca núm. 289 3. Xukxnëm, Cerro Chuparrosa; Tsää ëkujy äm, Cerro Abismo entre Piedra.
BENITO RAMÍREZ CRUZ es originario de Tamazulápam Mixe, Oaxaca. Reside en Los Ángeles, California.