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UNA LECCIÓN DESPUÉS DE LA TRAGEDIA MIGRATORIA EN CHIAPAS. TERRITORIALIZAR LA VIDA Y LA ESPERANZA

FERMÍN LEDESMA DOMÍNGUEZ

La tarde del 9 de diciembre del 2021, dos camiones cruzan el río Grijalva a través del puente Belisario Domínguez que conecta la ciudad de Chiapa de Corzo con Tuxtla Gutiérrez, la capital de Chiapas en el sur de México. El conductor de uno de los camiones pierde el control y el camión vuelca con más de 150 personas a bordo hasta estrellarse con un puente peatonal. La magnitud de la tragedia revela 56 personas muertas y cientos de heridos, todos migrantes indígenas de origen quiché de Guatemala, monolingües e incluso algunos con lazos familiares cercanos, quienes se dirigían en busca del american way of life que, como bien dice el académico Armando Bartra, es también la búsqueda de la buena vida que oferta el capitalismo en Estados Unidos.

Los primeros en auxiliar a los sobrevivientes son los vecinos de El Refugio, una colonia empobrecida de la periferia tuxtleca y chiapacorceña. De manera ágil atienden a los heridos en sus viviendas o sobre el asfalto. No hay más recursos que improvisar ante la emergencia. Unos peregrinos devotos de la Virgen de Guadalupe detienen su marcha para ayudar. Hay quien se atreve a cuestionar en medio de la angustia los incesantes sobrevuelos de un helicóptero del gobierno que sólo contribuye a pensar que se trata de un espectáculo.

La reacción espontánea e inmediata de los vecinos habilitó lo que algunos llaman la gestión del riesgo desde abajo cuando la gente de a pie se organiza y se solidariza en momentos de tragedia porque los servicios de emergencia bajo control del Estado son rebasados e insuficientes o porque sencillamente los protocolos de actuación, estructurados de forma jerárquica, son expedientes empolvados en la burocracia gubernamental. La frase predilecta es: nada se mueve si no lo autoriza el jefe. ¿Habrá otra manera de gestionar la emergencia?

Las redes de solidaridad no pararon después de la tragedia. Nuevamente, los propios vecinos organizaron los tradicionales rezos católicos antes de los nueve días de los hechos; días más tarde, en un acto inusual, el patrón de los parachicos, Rubicel Gómez Nigenda, ofreció música de tambor y carrizo a los migrantes caídos, un ritual que sólo se acostumbra a realizar durante la fiesta de enero a los danzantes muertos en Chiapa de Corzo. Habían pasado apenas tres días del accidente cuando un artista del grafiti ocupó un muro para plasmar su obra en honor a los migrantes. El 19 de diciembre, el obispo de Tuxtla Gutiérrez, Fabio Martínez Castilla, un ex misionero que padeció la tragedia de la guerra civil en Angola ofreció una misa desde el lugar de los hechos, con la ventaja de que fue transmitida en vivo vía Facebook para los feligreses católicos.

El 29 de diciembre, un colectivo de 12 mujeres sanadoras apareció en el lugar con un ritual de origen maya, denominado Ceremonia Sin Fronteras, para acompañar de manera espiritual y dar luz a las víctimas, pero sobre todo se trataba de un acto para sanar la tierra y el espíritu de los migrantes quiché.

A primera vista, el conjunto de actos religiosos, artísticos, ceremonias y rituales indígenas son formas políticas y simbólicas de territorializar el espacio, es decir, construir un territorio de memoria que evite el olvido de las muertes sin identificar, la indiferencia del gobierno o que los muertos sólo sean un asunto de la estadística migratoria. También son actos simbólicos que permiten superar las tragedias colectivas y sanar el cuerpo-territorio, algo que manuales y protocolos de emergencia ignoran porque consideran que las experiencias traumáticas sólo son asuntos de la psicología.

Desde ahora, la curva del migrante en Chiapas es y será parte del paisaje urbano que nos recordará la tragedia migratoria y solidaridad desde abajo, pero sobre todo, la conexión entre pobreza, muerte y migración, la corrupción y la desesperanza de los más desfavorecidos del tercer mundo en el siglo XXI. Es ahora un espacio para territorializar la vida y la esperanza.

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Fermín Ledesma Domínguez es investigador en el Centro de Lengua y Cultura Zoque.

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