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LLUVIA DE LOS DIOSES

JUVENTINO SANTIAGO JIMÉNEZ

Cursaba el quinto grado de primaria y todos los viernes cuando terminaba las clases regresaba a comer al albergue en Tamazulápam. Minutos después, salía del comedor con el estómago contento y entraba al dormitorio para agarrar un morral donde había guardado un cuaderno y algunos libros de texto. Enseguida, me dirigía a El Duraznal y en una ocasión comenzó a llover justo cuando había llegado a un ojo de agua. Al cruzar un puente de madera en el río de Rancho Pescado la lluvia se intensificó con ráfagas de viento; las ramas de los árboles se movían desesperadamente y por doquier caían hojas. Los pájaros volaban despavoridos y también me asusté un poco porque no era un aguacero normal, sino que se trataba de la lluvia de los dioses. Así que intenté caminar aprisa para encontrar un lugar donde refugiarme porque no llevaba nada para cubrirme y por suerte divisé abierta la boca de una casa de troncos. Los perros lanzaron fuertes aullidos cuando llegué e inmediatamente una señora se asomó y dijo que entrara porque estaba completamente mojado.

Me acerqué a la fogata para secar mi ropa y luego me senté en una banca pequeña que tenía la forma de un conejo para tomar una taza de café. En aquella casa permanecí más de hora y media. Continué la caminata cuando ya sólo caían algunas gotitas de lluvia; el azul del cielo mixe había desaparecido y sólo se veían montones de nubes grises. Enseguida, pasé enfrente de la casa de una señora que había caído a un lado de las Piedras Gemelas en El Duraznal y en los límites con Cacalotepec cuando su esposo apenas había asumido el cargo de agente. Conforme avanzaba, me preocupaba llegar a una zona tupida de árboles de ocotes y donde los rayos descargaban toda su furia cada vez que caía la lluvia de los dioses. Todavía estaba allí de pie la mitad de un árbol que años atrás el rayo lo había partido en forma vertical; agonizaba y lo único que lo mantenía vivo era su corazón que estaba muy bien escondido bajo tierra. Sin embargo, no sucedió nada en cuanto pasé a los ocotales y la explosión del trueno se escuchaba lejos y débil.

También el brillo de los relámpagos había disminuido; el día moría lentamente y pronto saldrían las luciérnagas para alumbrar el camino. Mi abuela decía que si alguien llegaba a matar a estos insectos, después experimentaría dolores insoportables de cadera o de espalda. Kilométros más arriba llegué donde a Justina la habían dejado casi calcinada por la ira del rayo, pero la gente decía que había sido el nagual de alguien de Cotzocón porque su esposo se dedicaba a comprar café y engañaba a los vendedores al momento de pesar la carga. Media hora después, ya me encontraba en la desviación a Cuatro Palos y allá había estudiado el cuarto grado. El frío y la neblina me hizo recordar que en aquella vereda mi hermano mayor me quitaba y tiraba todas mis canicas que ganaba en los juegos. Lloraba con todas mis fuerzas, pero nadie me oía. En ese año escuché por primera vez que el nagual de un niño era el jaguar y por las noches robaba guajolote en Guadalupe Victoria, Tlahuitoltepec.

Dos de sus dedos estaban chuecos y decía que se había lastimado al caer en un barranco con la presa en el hocico. Los humanos lo perseguían para matarlo, pero siempre se escapaba. Seguí avanzando y vi de reojo la cruz de madera que habían colocado de mi abuelo Merino justo antes de llegar al Encino. De allí en adelante todo era ya de bajada y volví a sentir algo de temor, ya que pasaría donde un grupo de personas hacían algún tipo de ritual para desprenderse de sus cabezas después de la media noche. Finalmente, llegué a casa y ya había oscurecido. Al día siguiente, mi mamá estaba sentada sobre una silla en el patio y con la cabeza apoyada en el brazo derecho. En esa posición salía de su boca muchísima saliva y también en sus mejillas escurría un río de lágrimas porque decía que desde el día anterior le había comenzado a doler una muela. Durante la noche había intentado curarse con diferentes remedios caseros para aminorar el dolor, pero éste no cesaba.

Entonces, aquella mañana concibió la idea del suicidio y moriría en un día sin sol, puesto que las nubes aún lo mantenían escondido. “¡Largo de aquí! ¡Me mataré con un hacha!”, dijo y a un lado de ella esperaba inmóvil el arma homicida que daría fin al dolor y a su vida. Hubiese preferido que ella me regañara o escuchar “que se iba a romper la cabeza contra la pared”, como le decía Ben-Tovit a su mujer cuando volvía a dolerle la muela en Ben Tovit de Leónidas Andréiev, y de esta forma se retrasaría su viaje al inframundo. A pesar de ello, todo indicaba que no habría marcha atrás a tal decisión y yo quedaría en la orfandad. Me marché de allí y fui al monte a buscar un palo de águila para hacer un trompo. Después, me senté entre la hojarasca húmeda e imaginaba que cuando regresara a casa encontraría a mi mamá ya muerta en un charco de sangre. Pero cuando llegué no vi nada ni a nadie en el patio…

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Juventino Santiago Jiménez, escritor ayuuk de Tamazulápam Mixe, Oaxaca.

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