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EL ARTE SÓLIDO DE TOMÁS GÓMEZ ROBLEDO

HERMANN BELLINGHAUSEN

Hay una cosa firme, sea cosa cuerpo o cosa cosa, en los cuadros de Tomás Gómez Robledo. En la estirpe de Cézanne enfrentando al mundo en su esencia material, o la de Léger dando al cuerpo la trabajada fuerza de la certidumbre física, su creación plástica busca en la materia su realidad sensible.

Alguna vez discípulo de Roger von Gunten, nunca intenta la levedad colorida y mágica del maestro. Su sensualidad (que la hay) es la del escultor, carne como piedra como carne con peso vivo y actitud directa. Pareciera un poco más próximo a Gilberto Aceves Navarro, con quien colaboró diez años en su escuela-taller, pero la ruta de Gómez Robledo es menos expresionista que concreta, y sus colores residen a ras de tierra. También se aproxima al siempre firme Alfredo Zalce. No se trata de influencias, sino de confluencias.

Sus figuras humanas tienden a una actitud grave, quizás porque no escapan a la fuerza de gravedad a que la obliga su peso material. No así sus desnudos, que se acogen a lo básico de la belleza femenina. Acomete la naturaleza con claridad y hasta alegría, no siendo su obra particularmente alegre. Muchos de sus rostros, sobre todo en grupo, si no en masa, están ausentes pues los gestos íntimos no son para cualquiera. Pero en sus retratos los extrae con vigor, sencillez y destreza.

Cuando explora la euforia, el baile y los músicos en acción, los colores enrojecen con cierta violencia. Pero si el humano es cuerpo, también lo son los automóviles, los aviones y los zapatos, todos ellos aliados del movimiento. Sí, el arte de Tomás Gómez Robledo es una apuesta en marcha que sólo busca lo que encuentra.

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