CRÓNICAS DEL VOLCÁN / 300 — ojarasca Ojarasca
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CRÓNICAS DEL VOLCÁN / 300

JAIME SABINES

Gracias al editor Rodrigo Núñez, de Tuxtla Gutiérrez, en el número 14 de nuestra primera época (noviembre de 1992), Ojarasca publicó las breves crónicas escritas por Jaime Sabines tras la erupción del volcán Chichonal en el norte de Chiapas, cuando estos textos eran poco conocidos. Habían aparecido originalmente en La oveja negra, suplemento cultural de El Sol de Chiapas en 1982. Existen ediciones recientes en la antología de Julio Solís, La crónica en Chiapas. Una perspectiva del siglo XX (Biblioteca Chiapas, 2018) y en una edición de la UNAM en su colección Licenciado Vidriera (2019). Al cumplirse 40 años de aquel cataclismo que marcó para siempre al pueblo zoque, reeditamos algunas de las memorables viñetas del gran poeta tuxtleco.

El volcán hizo erupción a las diez de la noche. Empezó́ arrojando piedras y arena, vapores, gases, ruidos tremendos. Los habitantes de Francisco León no estaban durmiendo: les había llegado el espanto desde antes, por los temblores, las fumarolas, el escándalo que había debajo de la tierra.

Ha de ser como el fin del mundo. Es, en realidad, el fin del mundo. Uno piensa en “la cólera de Dios”, pero, ¿por qué́ se encabrona Dios con esta pobre gente? Llueven las piedras. En vez de agua caen piedras, grandes y pequeñas, arena gruesa, piedras molidas, la piedra pómez, que es la espuma de la roca hirviendo, un aguacero de piedras, piedras que perforan las láminas de zinc, arenales sobre los techos que caen, granizada mineral y caliente.

“Yo me metí con mis dos muchachitas debajo de la mesa. Le puse un colchón encima y todos los trapos que encontré́. Por eso vivimos”, dice una anciana robusta, despeinada, locuaz. “Primeramente nos refugiamos todos en la iglesia, pero cuando empezó́ a tronar y a caerse el techo, salimos corriendo y nos tapamos con lo que pudimos cada quien”, decía otro.

“Sáquennos ya de aquí́, ¡qué joder! Siquiera a donde haya un camino para seguir a pie”. Esto lo gritaban todos. Llegamos a las once de la mañana del día siguiente, el 29. Y la mayor parte de los hombres, jóvenes y viejos, estaban borrachos. Y seguían bebiendo.

Mi hermano, el gobernador, los reganó. Les dijo que había que trabajar, limpiar la pista para que pudiera bajar el avión, la cancha de basquet para el helicóptero. “Tiene medio metro de arena”. —“¡Y qué, cabrón!”.

El día 30 pudimos bajar de nuevo. Les llevamos un poco de maíz, galletas y latas de sardinas. Un médico y un socorrista los atendieron. Regresamos cinco heridos en el helicóptero. No se me va a olvidar su susto y su borrachera. Tenían razón.

No he podido dormir pensando en aquellos, los de Francisco León. Parece que primero fueron gases, bolas de fuego, nubes ardiendo que quemaban todo. Luego, la caída de las piedras, de montañas de piedras y de arena caliente que no se podía tocar a los tres días. Sepultados, amortajados en sus casas, así quedaron. La vieja que conocí́ y sus niñas, el presidente municipal que nosotros llevamos en helicóptero el lunes, chaparrito y gordo, joven todavía; nuestro amigo Soto, el sismólogo, que don Federico llevó el viernes pensando que volvería por él al rato, y todos aquellos que conocimos brevemente y que no pudieron salir.

–Yo a lo que Dios diga —me dijo un anciano, y algunos más le hicieron coro. “Onde voy a poder caminar tantas leguas, y con la arena tan alta que se resbala uno”.

–¿Por qué hicieron su pueblo en este lugar, tan lejos de todo, entre tanta montaña, sin un camino, tan lejos?

–Por el río tan bonito. Y por la tierra, que siempre era buena.

Muchos, de las riberas, de los ejidos y rancherías, salieron; pero en el mero Francisco León se quedaron quién sabe, ochenta, ciento cincuenta, doscientas gentes. Quemados, asfixiados, sepultados en una capa de rocas y de arena de ocho a diez metros de espesor. Sólo el borde superior de los muros de la iglesia sobresale en aquel paisaje lunar.

Era el único clima, el único terreno que le faltaba a Chiapas, el del desierto y la desolación. A diez o doce kilómetros a la redonda no hay nada, no dejó nada El Chichón.

Cuando veníamos en la carretera, dejando una cordillera de polvo a nuestra espalda, los pajaritos del monte salían a estrellarse contra el carro o se quedaban quietos frente a nosotros para ser aplastados. Era el desorden, el caos; no habían comido ni bebido en ocho días y casi todos estaban ciegos. La arena seguía cayendo. Todo el campo era un paisaje nevado y ardiente.

Tal vez las lagartijas soportaron más, pero los insectos, los escarabajos, las mariposas, las abejas, ¡las abejas!, todos se estaban muriendo, no había cómo sobrevivir. La ecología cambió en una buena extensión. Y no se diga cerca del volcán, allí́ no quedó nada: vacas rostizadas (como dijo don Federico), perros y gatos, culebras, armadillos, tepescuintles, lo que había sobre la tierra y en el aire, palomas, zopilotes, gavilanes. Todo lo que volaba o se arrastraba, familias humanas sepultadas, fugitivos cogidos en el monte. No quedó nada. Arenales calientes, varillas vegetales, arbustos arrancados, troncos ardiendo, arroyos desquiciados, ríos que buscan salida, presas originales, dunas donde no había, lomeríos de reciente creación, hendeduras y grietas en los cerros, columnas de vapor.

Desde Rayón me traje un pajarito vivo a Tuxtla, dentro de un sombrero; pero cuando llegamos ya estaba quieto.

El volcán ha cambiado. A los veinte días ha perdido altura y se ha hecho más extenso. De los mil trescientos y pico de metros sobre el nivel del mar, ha bajado a mil cien, y su boca, o “caldera” como la llaman técnicamente, ha crecido de cien metros, aproximadamente, de diámetro, a unos trescientos. En el fondo arenoso ya no se observa el cono de los primeros días, ni aquel “tapón” que señalaba don Federico: sólo se aprecian seis o siete columnas blancas de vapor de agua y una de color gris, que arroja arena a no gran altura. Juan está loco indudablemente para tomar estas fotos directamente sobre el cráter.

Un sismólogo pasa reportes diariamente. De 400 microsismos que eran detectados cada día, en un principio, ahora se han reducido a 12, a casi nada. Calcula este muchacho que el magma se encuentra a veinte kilómetros de profundidad, y dice que se haría peligroso nuevamente al llegar a 2 y medio o tres kilómetros de la superficie. (Lo que no nos ha dicho, porque no lo sabe, es en qué tiempo, ¿unas semanas, unos días, unas horas apenas?, alcanzaría el magma nuevamente este nivel de catástrofe).

La vulcanología, no cabe duda, es una ciencia en pañales. Recoge datos históricos, establece diferencias, clasifica tipos de volcanes, y nos da sólo conjeturas y posibilidades. No puede hacer más por el momento. Y se equivocan aquellos que le piden pronósticos deportivos.

Lo cierto es que El Chichón se ha quedado tranquilo. ¿Por cuánto tiempo? Nadie lo sabe. Todo vuelve a la normalidad. Sobre las ruinas, sobre los muertos, sobre las casas sepultadas y los campos yermos, ya no hay nubes de polvo, baja la luz, el sol, baja la lluvia. ¡La lluvia! El agua, nuevamente, limpia la atmósfera, enamora a la tierra, lava y acaricia a los Hombres.

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