CULTURA Y VIOLENCIA EN SAN CRISTÓBAL DE LAS CASAS / 300 — ojarasca Ojarasca
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CULTURA Y VIOLENCIA EN SAN CRISTÓBAL DE LAS CASAS / 300

CARLA ZAMORA LOMELÍ

Despertad pueblo de México y del mundo, urge que alcemos la voz y movilizarnos”, se escuchaba a través del sonido que acompañaba la marcha de las y los zapatistas que el pasado 13 de marzo se manifestaron a favor de la paz, en el contexto de la guerra que ocurre en Ucrania, desde las calles del centro de San Cristóbal de Las Casas. Dos días después, sobre el mismo andador turístico corrían atemorizados los vendedores ambulantes y transeúntes al escuchar un grito que repetía “código rojo”; mientras en las inmediaciones del mercado Castillo Tielmans ocurría un enfrentamiento entre locatarios e integrantes de la Almetrach, una organización multiactor dirigida por Narciso Ruiz, sobre quien pesan diversas órdenes de aprehensión, y que ahora colabora con el gobierno municipal para operar la aceptación de los locatarios para la remodelación del mercado. Los vecinos de la zona recuerdan que hasta la tarde se respiraba el olor a pólvora en un conflicto que fue resuelto por los propios locatarios que lograron desarticular a los participantes de la Almetrach sin que hubiera ningún pronunciamiento público al respecto.

En San Cristóbal, ciudad indígena que conserva sus bastiones coloniales en su arquitectura y la mente de algunas personas, existe un crisol de organizaciones sociales, desde las no gubernamentales hasta aquellas que han crecido en su poder territorial diversificando su naturaleza social y política al grado de aliarse con células del crimen organizado y ofrecer servicios de protección a través del uso de la violencia para dirimir cualquier conflicto, incluyendo los viales.

Al mismo tiempo, ha crecido un estigma contra las personas que habitan la zona norte de la ciudad, de origen indígena en su mayoría, un espacio que al mismo tiempo evidencia un crecimiento económico regional por el comercio y una amplia diversidad religiosa. Pero también son visibles algunos cambios alrededor, por ejemplo, al recorrer las inmediaciones del mercado Castillo Tielmas en el camino que conecta hacia el norte, se encuentra una discreta presencia de prostitución, venta de accesorios para consumir marihuana (y la misma hierba en complemento), además de pornografía indígena que asoma en los puestos de los mercadillos alrededor. Francisco vende mangos en un puesto sobre la calle con su mamá y sus hermanos, viste una gorra que lleva bordada la figura de Joaquín El Chapo Guzmán, su carácter es áspero y mira con recelo a los jóvenes que transitan en parejas con motocicletas; ellos visten sudaderas con capucha, gorras y cubrebocas (más por esconder el rostro que como medida de sanidad).

La gente en la ciudad les ha llamado “motonetos” y se les teme por las ocasiones en que han actuado de manera violenta, lo mismo sitiando la ciudad que asaltando e incluso asesinando a determinadas personas como sicarios. Son jóvenes de entre 15 y 30 años de origen indígena y mestizos que habitan en las colonias periféricas del norte, sur y poniente de la ciudad, y cuando actúan en grupo, se movilizan en al menos 30 motocicletas. Por lo general portan armas de fuego.

Extraoficialmente se habla de al menos cinco grupos con características parecidas, que probablemente operan bajo el liderazgo de caciques locales que han incrementado su poder bajo el amparo de diversas administraciones municipales y estatales, con quienes se tejen favores políticos, se diversifica la corrupción y crece la impunidad.

Estos grupos al mismo tiempo son parte de organizaciones que ofrecen sus servicios de violencia colectiva a cambio del pago de una membresía mensual. Algunos de los afiliados presumen que son más de tres mil personas que integran esas organizaciones y que al menos hay tres de ellas operando en la ciudad, también con servicio de distribución de drogas a domicilio o al punto de trabajo.

Asimismo, la violencia de las pandillas de motociclistas se ha incrementado al menos desde el pasado contexto electoral. Tan sólo durante el 2021 se dieron cuatro enfrentamientos armados entre estos grupos y la policía, y cuando uno de sus integrantes es aprehendido en flagrancia, las organizaciones bloquean los accesos carreteros a la ciudad o secuestran a personal de gobierno como medida de presión para liberar a sus agremiados, lo cual han logrado en dos ocasiones. En cualquier caso, el poder judicial recurre a la detención arbitraria de personas que en muchas ocasiones son sometidas a tortura para admitir la culpabilidad de alguna causa, tal como ha documentado desde hace tiempo el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas. El sistema judicial es una fábrica de culpables. No existe la capacidad de investigación y a esto se agrega la desconfianza para recurrir a las demandas judiciales para iniciar los procesos, por lo que también en varias ocasiones los delincuentes quedan libres.

Uno de los hechos de violencia ocurrió el 20 de febrero, cuando una mujer fue asesinada al tomar una fotografía de quien estaba robando la motocicleta de su hijo. A partir de ello, el presidente municipal Mariano Díaz reconoció que estos grupos han incrementado su poder y prácticamente declaró que su margen de acción era acotado. Días después aparecieron los presuntos culpables, de manera similar a la ocasión en que fue asesinado el fiscal para la Justicia Indígena Gregorio Pérez en agosto del año pasado, la Fiscalía no es clara con respecto a los procesos de investigación que derivaron en tales aprehensiones.

En todo, es claro que existe una disputa por el control territorial de grupos asociados con la delincuencia organizada que cada vez se diversifica más. Un funcionario del gobierno estatal considera que los jóvenes se involucran en ese tipo de actos debido a problemas de desintegración familiar y se ilusiona pensando que un programa podría solucionarlo. “Hay que arrebatárselos al crimen organizado”, afirma. Sin embargo, la problemática es más compleja. El fenómeno de la violencia hace tiempo que se ha enraizado culturalmente en varios sectores de la sociedad, y resulta atractiva particularmente a los jóvenes que se identifican con los grupos descritos. Hay poco que hacer ante una oferta cultural, social, y económica de esta naturaleza. En cambio, la autoorganización de jóvenes vecinos en la misma zona norte pone la muestra de que otra cultura es posible. En espacios que llaman “semilleros” se reúnen para desarrollar el gusto por la lectura, la escritura en lengua originaria e incluso, para trabajar en pequeños huertos colectivos. Reconocen que el zapatismo les ha mostrado otra forma de ser indígenas, una con dignidad.

Tomando distancia cultural de esta reivindicación, el Ayuntamiento Municipal conmemoró el 494 aniversario de la fundación colonial de la ciudad en el parque central. La gente mestiza y los turistas bailaban al ritmo de la marimba, olvidando por un rato la oleada de hechos de violencia que ha ocurrido en los últimos tiempos. Un cambio en la dirección de seguridad llega rodeado de dudas y cuestionamientos, mientras el próximo episodio de violencia puede ocurrir en cualquier momento.

Tratar de comprender la magnitud del fenómeno de la violencia implica mirar a la complejidad de un sistema que todo lo encubre para maximizar las ganancias y el poder en unas cuantas manos; entretanto, la población vive bajo una sensación de inseguridad cada vez más recurrente sin fecha de llegada para la estabilidad.

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Carla Zamora Lomelí es investigadora de El Colegio de la Frontera Sur, autora de un estudio sobre la organización Las Abejas de Chenalhó y colaboradora de Ojarasca.

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