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ZOQUES: EL CHICHONAL REVISITADO (COMPILACIÓN)

MARINA ALONSO BOLAÑOS, FERMÍN LEDESMA DOMÍNGUEZ, FORTINO DOMÍNGUEZ RUEDA, JAIME SA’AKÄSMÄ

I. DE LA PERPLEJIDAD A LA ACCIÓN. LOS ZOQUES Y LA ANTROPOLOGÍA

MARINA ALONSO BOLAÑOS

En una ocasión pregunté a un habitante de Chapultenango si acaso la erupción del volcán El Chichonal en 1982 habría conllevado algún aspecto positivo. La respuesta fue que poco tiempo después del fenómeno natural las autoridades arreglaron caminos e instalaron energía eléctrica —¡hasta entonces varias localidades comenzaron a gozar del servicio público! Otras personas aseguraron que quienes nunca antes habían salido de sus pueblos migraron en busca de empleo, lo cual les brindó la posibilidad de conocer lugares y gente distinta. De manera que, pese a la pauperización de sus pueblos, algunos consideraron que por fin los zoques se habían hecho visibles a los gobiernos estatal y federal, y también a la sociedad nacional. Empero, esta visibilización forma parte de un proceso más complejo que responde, entre otras razones y más allá de las secuelas inmediatas de El Chichonal, a la impronta que la práctica de la antropología ha dejado en el conocimiento acerca de los pueblos indígenas de Chiapas.

En la década de 1940, misioneros lingüistas del Summer Institute of Linguistics realizaron estudios sistemáticos en torno al idioma zoque —único en el Chiapas actual que no es de origen maya—, el folklore y la tradición oral en varias localidades. Por igual, los estudios históricos de la zona y los trabajos arqueológicos se impulsaron en sitios de origen zoque brindando el sustento historiográfico para la comprensión de su fascinante pasado. En lo que respecta a la antropología propiamente dicha, a inicios de 1970, Félix Báez-Jorge y Alfonso Villa Rojas, entre otros, emprendieron un proyecto de investigación en el marco del Instituto Nacional Indigenista (INI) y la Universidad Veracruzana, el cual cubrió diversas temáticas acerca de este pueblo indígena. Los textos resultados de varias temporadas de campo se publicaron bajo el título Los Zoques de Chiapas (1975), y constituyeron la base para estudios posteriores de corte histórico y etnográfico.

Incluso, esta empresa antropológica pionera permitió al INI brindar asistencia a los damnificados, además de referir la explosión del volcán en 1982 y sus consecuencias, pues se conocían las distintas regiones histórico-culturales y fisiográficas, y las necesidades inmediatas de la población. Sin embargo, pese a la relevancia del proyecto de Báez- Jorge y Villa Rojas, los resultados de las investigaciones no tuvieron el impacto de las realizadas acerca de las localidades mayenses de Los Altos. Por el contrario, cuando se recurría a la etnografía de los pueblos indígenas de Chiapas, no se consultaba aquella en torno de los zoques —como si la contiguidad geográfica y los vínculos histórico-culturales de los grupos humanos no importasen—, sino que se recurría a la etnografía de los pueblos tsotsiles y tseltales de Los Altos. Lo anterior constituyó un modo de anular la diversidad de los pueblos indígenas y, sobre todo, de establecer una manera acrítica de mirar a los zoques a través de “lo maya”, aspecto observable en textos, museografía y programas públicos, e incluso esta situación influyó en la forma en que la propia sociedad nacional ha estereotipado lo indígena. Si bien debemos reparar en que la investigación antropológica en Chiapas y en general en México no podría ser entendida sin considerar la obra de los participantes en las investigaciones emprendidas durante la segunda mitad del siglo XX por las universidades de Harvard y Chicago en colaboración con el gobierno mexicano, el INI, el Instituto Nacional de Antropología e Historia y el Carnegie Institute of Washington, la etnografía de los zoques es aún desconocida y ha dialogado poco con la de otros lugares, lo cual constituye una deuda de la antropología mexicana con este pueblo y con los propios autores.

Muchas investigaciones sobre el volcán y sus impactos se centraron en los testimonios de los damnificados. Y cuando se pensaba que no habría más qué decir, esto es, narrar otras historias, descentrar la erupción para ver otros aspectos o plantear distintas interpretaciones acerca de lo acaecido en 1982, un tipo de antropología histórica que podríamos denominar como antropología de la erupción impulsó, quizá sin proponérselo, un proceso de reflexividad entre los jóvenes zoques académicos, estudiantes, artistas y activistas, el cual devino en la conformación de y participación en organizaciones sociales, en el florecimiento de la expresión artística, en la apertura de canales para la divulgación como el cine, el video y las redes virtuales y, por ende, en los tópicos y andamiajes teóricos de la nueva investigación. Lo anterior se sumó al trabajo destacado de la radiodifusión en la zona para dar voz a la población y comunicarla entre sí, no obstante las diferencias, disputas y graves conflictos por la tierra que se enfrentan actualmente.

Paradójicamente, el énfasis que varios autores pusieron para deslindarse de los estudios de la erupción o bien ir más allá del fenómeno natural propició que la antropología y otras disciplinas dieran un giro para observar la interconexión de los procesos sociales en las regiones zoques y, sobre todo, contribuir al acompañamiento y visibilización de sus habitantes. Entre otros, la reorganización del espacio, la construcción de nuevas territorialidades, la defensa del territorio y sus entornos y, en particular, la generación de diversas dinámicas socioculturales en lo que respecta al papel de los nuevos sujetos sociales: las generaciones post-erupción.

No obstante que por muchos años permanecieron en la perplejidad, los zoques son irreductibles a la erupción. La condición inicial responde a que un fenómeno natural deviene en una catástrofe social cuando existen condiciones de vulnerabilidad. Incluso en las zonas que no fueron completamente devastadas debido a su ubicación geográfica con respecto a El Chichonal, el evento trastocó ámbitos de la vida social que se hallaban en permanente tensión. De hecho, bajo la percepción de los habitantes zoques, existe un antes y un después cuasi absolutos. Al respecto, la reorganización del espacio en el siglo XXI ha puesto de relieve la diversidad de situaciones por las cuales atravesaron los afectados y su resiliencia. En este contexto, la antropología ha demostrado que los sistemas de creencias, los imaginarios y las relaciones sociales son dinámicos y, por ende, deben ser comprendidos en toda su complejidad e historicidad. En los últimos años se ha incrementado el número de investigaciones de la cultura e historia reciente de los zoques para la explicación de los factores que definen el rumbo de la vida social. Lo anterior se ha dado, asimismo, por el interés de los propios zoques. Tan sólo habrá que echar una mirada a las tesis de grado en distintas especialidades de las universidades en Chiapas.

 

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II. EL CHICHONAL: GESTIÓN DEL RIESGO Y NUEVO EXTRACTIVISMO

FERMÍN LEDESMA DOMÍNGUEZ

 

La erupción del Volcán Chichonal transformó el territorio de los zoques del norte de Chiapas. La experiencia de 1982 nos mostró la capacidad de agencia de la naturaleza para transformar las relaciones sociales y ambientales, pero una vez pasada la tempestad, nuevas revalorizaciones mercantiles se ciernen sobre el espacio volcánico, evidencia del capitalismo extractivo del siglo XXI que busca a toda costa expoliar a la naturaleza.

 

La colonización del volcán

En 1710, los habitantes de Magdalena Chica decidieron subirse hacia Magdalena Grande (hoy Francisco León) por los constantes temblores que sentían. Cuando los ingenieros deslindadores de la compañía Mexican Land Company (MLC), propiedad del alemán Louis Huller, visitaron las tierras en 1890, los zoques dijeron que se trataba de Piogba Cotzak (cerro que quema). Así quedó señalado en el plano cartográfico de la compañía.

En 1930, el Instituto de Geología de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) comisionó al geólogo Friedrich K. G Müllerried para estudiar la zona durante tres semanas, tras algunos temblores. Müllerried comprobó que se trataba del único volcán activo del sureste mexicano, rebautizándolo como Volcán Chichón debido a que gran parte del cerro estaba cubierto de Astrocaryum mexicanum (Chichón o chapaya), planta que los zoques usaban en su dieta alimentaria.

A raíz del reparto agrario, las tierras del volcán comenzaron a ser colonizadas en 1934. Así se fundaron los ejidos de Esquipulas Guayabal, Carmen Tonapac, Xochimilco, Nicapa y Francisco León. Desde luego, los finqueros locales que controlaban las tierras, el comercio y el ayuntamiento de Chapultenango y Francisco León se oponían, de tal suerte que implementaron un reparto agrario controlado para dejar a los zoques las tierras más agrestes.

 

Transformaciones ambientales y políticas

A partir de enero de 1982, los pobladores reportaron constantes temblores, sin embargo, las denuncias fueron ignoradas porque el gobierno estaba ocupado en la Presa Peñitas, que se construía a marchas forzadas a 26 kilómetros en línea recta al noroccidente de Piogba Cotzak.

Finalmente, la noche del 28 de marzo, el volcán entró en fase eruptiva. Los zoques asustados creían que era el fin del mundo, porque además vino una profunda crisis ambiental y social que reveló la negligencia gubernamental para gestionar el riesgo previo, durante y después: no había caminos de evacuación porque por años los finqueros se opusieron a abrir vías para no entorpecer el negocio de las avionetas por donde sacaban la cosecha del café, barbasco y cacao. La población tuvo poco acceso a información pese a las evidencias que recabó la Comisión Federal de Electricidad sobre el aumento de la actividad sísmica en la zona.

La falla más grave ocurrió cuando el gobierno de Chiapas y el vulcanólogo Federico Mooser, asesor del entonces gobernador Juan Sabines Gutiérrez, ordenaron el retorno de la población después de la erupción del 28 de marzo, porque ya todo había pasado. Sin embargo, los días 2 y 4 de abril sobrevinieron erupciones más violentas y destructivas (Tilling, 2009).

Las fumarolas alcanzaron 17 kilómetros de altura y los flujos piroclásticos se esparcieron hasta 20 kilómetros a la redonda. Todo se cubrió de ceniza y no amaneció durante varios días. Los ríos y arroyos desviaron su cauce y se azolvaron. Ni animales ni vegetación sobrevivieron. El ejido Esquipulas Guayabal y la cabecera municipal de Francisco León quedaron bajo toneladas de cenizas. Era la peor tragedia del pueblo zoque.

La tardía evacuación propició la muerte de infantes y ancianas, hacinados en los albergues de Tuxtla y Villahermosa. Se calculó la muerte de 2 mil personas durante y después de la erupción. Para colmo, el presidente municipal de Pichucalco, Manuel Carballo Bastard, fue encarcelado por presuntamente robarse la ayuda internacional, mientras los finqueros aprovecharon a vender sus tierras al gobierno. De esta manera, los campesinos pudieron recuperar sus tierras despojadas durante el porfiriato y dar fin a la explotación finquera.

En términos ambientales, El Chichonal contribuyó al enfriamiento del hemisferio norte entre 0.4 y 0.6 °C, uno de los casos más significativos de enfriamiento en los últimos siglos (Klemetti, 2012). Con la erupción, nació la antropología de los desastres en México para explicar cómo en un fenómeno natural interactúan relaciones de poder, crisis ambiental y respuestas locales para reponerse ante catástrofes.

 

Nuevos intereses

A 40 años de distancia, todo indica que la gestión del riesgo volcánico en tierras zoques sigue siendo un asunto centralizado en manos de “expertos”, bajo la idea del control-comando, de tal suerte que la población local tiene poca o nula participación en la toma de decisiones. La infraestructura básica sigue siendo endeble.

En 2003, el gobierno abrió un camino de Francisco León hacia Tuxtla Gutiérrez; apenas en diciembre de 2018 se instaló un hospital básico en Chapultenango, que opera con escasos médicos todo el año. El camino al volcán sigue siendo de terracería como hace cuatro décadas. El puente que Pemex construyó en la década de 1970 sigue ahí intacto.

Cada 28 de marzo, el gobierno teatraliza la tragedia para indicarnos que la población está informada y preparada en los alrededores del volcán, pero en el fondo sólo es un guión para rellenar los reportes institucionales. Por el contrario, los que sí avanzan son los proyectos de carácter extractivo, encubiertos bajo la idea del progreso y el desarrollo.

Desde 2012, el gobierno de Chiapas y la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas promueven la creación de un geoparque como Área Natural Protegida; en 2015, la CFE proyectó construir una planta geotérmica en el volcán, mientras que en 2017 Pemex pretendía reactivar un pozo petrolero a escasos 6 kilómetros del cono volcánico.

Los proyectos extractivos y sus planeadores siguen pensando que las tierras volcánicas y sus alrededores son espacios vacíos, sin gente, al grado de ignorar que un conflicto agrario sobre 2 mil 400 hectáreas ocasionado por el PROCEDE mantiene enfrentados a los campesinos en los tribunales agrarios desde 2002. Apenas en noviembre de 2021, los zoques fueron expulsados de sus tierras por un grupo armado.

El actual volcán Chichonal nos muestra cómo a lo largo del tiempo se producen nuevos valores, intereses e ideas de lo que debe ser la naturaleza. De ser un espacio de amenaza, hoy el volcán es una mercancía revalorizada por su potencial energético y geoturístico, destinado a ser explotado para beneficiar a otras regiones del país y del mundo, a costa de cercar la vida de los pueblos indígenas y vaciar sus territorios, característica central del nuevo capitalismo extractivo del siglo XXI.

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Trabajos citados: R. I. Tillin, “El Chichón’s ‘surprise’ eruption in 1982: Lessons for reducing volcano risk”, en Geofísica Internacional, vol. 48, no. 1, Ciudad de México, 2009.

E. Klemetti, “Looking Back at the 1982 eruption of El Chichón in Mexico”, en Revista Discover, 2012, https://www. discovermagazine.com/the-sciences/looking-back-atthe- 1982-eruption-of-el-chichon-in-mexico

Fermín Ledesma Domínguez pertenece al Centro de Lengua y Cultura Zoque.

 

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III. MUJABA TÖKJ –LA CASA GRANDE– THE BIG HOUSE

FORTINO DOMÍNGUEZ RUEDA


Nuestros más mayores nos enseñaron que cada generación zoque que camina sobre la tierra tiene la misión de conservar la memoria, levantar la historia propia y asegurar la existencia de nuestro pueblo

A lo largo de las últimas cuatro décadas los zoques de Chapultenango, Chiapas, hemos constatado que las erupciones del volcán no pueden verse desvinculadas de los procesos de despojo de tierras y de la violencia estructural, los cuales han recrudecido el desplazamiento y la migración. Las causas del éxodo zoque durante estos cuarenta años son justamente los hilos por donde se enraíza el neoliberalismo en el país: invasión y despojo de tierras por empresas transnacionales, crisis económicas, daños socio-ambientales por la práctica de minería intensiva —la cual es regulada y fomentada por el Estado—, relocalización de personas por las catástrofes, así como por la violencia caciquil que es desplegada desde grupos delincuenciales, sicarios, paramilitares o militantes de facciones de partidos políticos que se confrontan. De esta suerte, la nueva distribución étnica del pueblo se caracteriza por la consolidación de los lazos entre zoques urbanos asentados por varias ciudades de México y Estados Unidos. Conformando así: Mujaba Tökj –La casa grande– The Big House.

Apuntamos que desde los espacios urbanos los zoques seguimos recreando la memoria oral, sembrando según el menguante lunar indique, cocinando comida tradicional, hablando la palabra verdadera y aprendiendo otras, sin dejar de construir espacios de trabajo para la organización propia. Pensarnos desde el horizonte Mujaba Tökj nos brinda una perspectiva heurística que pone de manifiesto la expansión del territorio simbólico zoque, la puesta en marcha de formas organizativas entre zoques urbanos y la formación de comunidades conectadas por la memoria, la comida, la lengua y el parentesco. Caminar por la casa grande de los zoques nos encamina a reconocer la vida cotidiana de un colectivo humano caracterizado por su historicidad.

Acá abajo, si bien se registra una dispersión creciente de los pueblos, debemos apuntar que ahora la organización indígena urbana cuenta con redes consolidadas de apoyo y organización que no sólo se recrean en los contextos citadinos donde habitan, ante todo se encuentran arraigadas y articuladas a los tiempos y formas de lucha que la comunidad de origen despliega y a menudo trabajan de manera coordinada para defender el territorio. Incluso han alcanzado a fortalecer sus redes de apoyo mutuo y solidaridad activa con colectivos y procesos organizativos que se aglutinan en la Ciudad de México y Guadalajara, así como con el Congreso Nacional Indígena. A cuarenta años de las erupciones, los pueblos zoques están reactivando sus vínculos, compaginando objetivos de lucha entre las diversas generaciones que los conforman y caminando con más pueblos para la autonomía levantar.

P.D. Allá arriba, no sólo los funcionarios étnicos desconocen la realidad zoque contemporánea; es más que evidente que siguen reproduciendo una representación hegemónica sobre lo zoque, donde el folclor, la esencialización estratégica y la sumisión son parte constitutiva de lo que ha sido designado como Etnicidad S.A. Nosotros seguimos siendo de antes, sí, pero somos nuevos…

Somos:

Una mujer zoque en una fábrica en Boston,

Un campesino en las montañas de Chiapas,

Una compañera de lucha en la defensa del territorio,

Un ganadero en los territorios de Chapultenango,

Un cineasta, una poeta, un comunicador,

Un zoque residente en el oriente de Guadalajara,

Una estudiante que en vacaciones migra a Villahermosa,

Un rufero colocando techos en Haverhill, Massachusetts,

Una mujer, un hombre, un otroa…

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Fortino Domínguez Rueda, Zoque de Chapultenango, Chiapas. Historiador y antropólogo. Miembro del Centro de Lengua y Cultura Zoque. Sitio web: https://fortinodr.com.mx/

 

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IV. JAMNHKUY. POTENCIAS DEL RECUERDO

JAIME SA’AKÄSMÄ


A cuatro décadas de la erupción del Volcán Chichonal, uno de los acontecimientos más importantes en la historia reciente de la nación ote del norte de Chiapas, se ha generado una cantidad considerable de textos en torno a este hecho, lo que me ha llevado a preguntarme qué tipo de narrativas han ido construyendo y para qué. En general, puede decirse que estos textos han intentado dar cuenta de lo sucedido y comprender la magnitud de la tragedia. Sin embargo, la mayor parte de ellos han sido generados (o al menos articulados) por voces exógenas que, si bien han logrado dimensionar con gran sensibilidad algunas de las problemáticas más importantes en torno a la nación ote, no siempre logran dar cabida a la voz de los propios zoques; a lo mucho integran su ‘voz’ a la de ellos, de tal forma que éstas quedan supeditadas a esa la voz que otorga orden, unidad o configura el sentido (me refiero a los grandes e importantes trabajos de Félix Báez-Jorge, Marina Alonso, Laureano Reyes, etcétera).

Debido a esto, resulta cada vez más urgente ir construyendo una narrativa propia, hacer un uso más consciente de nuestra voz y de nuestro pasado, de empezar a dotar de mayor significación el relato de nuestra ‘memoria’ histórica. Como decía Natalio Hernández en “La formación del escritor indígena”, uno de los ensayos seminales para la consolidación de escritores en su propia lengua y con consciencia cultural propias, hay muy pocos registros propios de nuestro pasado y la mayor parte de ella se encuentra registrado en la “memoria”.1 Esto quiere decir que hay que buscarnos a nosotros mismos en aquello que se revela en la memorias y experiencias del pasado; hay que explorarlas, rehacerlas, reinterpretarlas, re-conocerlas. Es la mejor forma de traer al presente la (y, por tanto, de dotarse de) “tradición”.

No obstante, se debe tener cuidado con la manera en que se da esta reapropiación de la memoria, porque a menudo éstas se suelen incluir como parte de la “tradición” oral, cuando, en realidad, se trata de “textos” que se realizan en contextos de oralidad, pero que no pueden considerarse tradicionales, ya que, como señala Aurelio González en “La trasmisión oral: formas y límites”: “La obra literaria de tradición oral no se puede concebir como tal en el momento de su creación […], cosa que sí sucede en otros tipos de literatura, sino en el momento en que, por estar acorde con una estética colectiva, la comunidad la acepta y la hace vivir por medio de todas y cada una de sus distintas objetivaciones o realizaciones individuales, que son variables y a las cuales identificamos como «versiones»”.2

Hasta ahora, la mayor parte de los relatos propios de la experiencia en torno a la erupción del volcán, aunque están enmarcadas en la oralidad, importan más por lo que pueden generar en el propio momento de enunciación, por ser la experiencia, el testimonio, el recuerdo de una persona particular, como un esfuerzo humano, individual, de no ser subsumido por las circunstancias. Esas experiencias no deberían perderse en la anonimia de la “tradicionalidad”, sino que deben entenderse como manifestaciones personales de una experiencia traumática colectiva. En ese sentido, ofrecen un método válido de acceso a la memoria, ya que se parte de lo individual, como forma de investigación y de reflexión, para intentar comprender un suceso, un espacio, otro tiempo, en el que se tuvo una experiencia personal que tiene una importancia política, social o cultural. De esta manera, sin embargo, estos relatos pueden servir de base para la construcción de archivos históricos, comunes y comunitarios, con los cuales puede tenerse una mayor claridad del pasado y del presente, debido a que estos textos son parte de “un proceso de búsqueda de sentido a los acontecimientos del pasado, muchas veces inconexos, desordenados en el tiempo, que convocan siempre a una construcción subjetiva e identitaria” y que, por tanto, ofrece una oportunidad de representación en el presente y hacia el futuro3.

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Jaime Saakäsmä pertenece al Centro de Lengua y Cultura Zoque.

Notas:

1. Véase Natalio Hernández, “La formación del escritor indígena”, en Situación y perspectivas, en C. Montemayor (coord.), Situación actual y perspectivas de la literatura en lenguas indígenas, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1993, p. 103.

2. Aurelio González, “La transmisión oral: formas y límites” en Beatriz Alcubierre, Rodrigo Bazán et al. (ed.), Oralidad y escritura. Trazas y trazos. México: Ítaca/Universidad Autónoma del Estado de Morelos, 2011, pp. 11-32, p. 17.

3. Antonio Sandoval Ildefonso, “La literatura indígena en México en los albores del siglo XXI: Apuntes desde América Latina”, tesis de maestría en Estudios Latinoamericanos, Universidad Nacional Autónoma de México, 2020, p. 82.

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