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LA MUERTE DEL VENADO

JUVENTINO SANTIAGO JIMÉNEZ

Lo primero que escuché cuando desperté la mañana de un martes fue el rugido de la corriente del río que provenía del arroyo principal en El Duraznal, puesto que los últimos dos días del mes de mayo había estado lloviendo muchísimo y al salir al patio vi también que la fuerza del agua aún seguía levantando bastante espuma blanca en la cascada enfrente del cerro. Lo blanco me recordó la nieve que caía en invierno cuando estudiaba en el internado de Cuatro Palos y al pisarla me resbalaba y caía con la carga de leña que había ido a cortar al monte. A unos kilómetros de la cascada vivían mis tíos y contaban que noche tras noche el viento los visitaba con la intención de arrancarles el techado de zacate de su casa. Debido a este fenómeno pronto tuvieron que huir y años más tarde se enteraron que el viento que los había estado molestando era el nagual de un familiar que estaba enojado porque ellos habían construido en el terreno de la abuela Josefa.

Y a pesar del frío de aquella mañana fuimos a trabajar a la parcela rumbo a Magueyitos ya casi llegando a Cacalotepec. Hicimos alrededor de una hora en bajar la vereda y llegamos a la parcela de la escuela primaria donde había plantas de café, árboles de aguacate y algunas matas de plátano. Hacía apenas unos dos meses que Fidencio Manuel había caído en aquel lugar de una altura de seis metros mientras cortaba frutas de granaditas en lo alto de un árbol y de milagro sobrevivió, porque después del accidente lo encontrábamos en el camino cuando íbamos al ojo de agua que compartíamos. Iba sin camisa y tenía amarradas las costillas con telas viejas, se veía flaco y con barbas. En aquella época él tenía un burro que siempre se le escapaba y se metía en el pedazo de parcela que teníamos y comía las plantas de maíz, frijol y calabaza.

Al poco rato también llegaban sus gallinas a terminar de comer lo que el burro había dejado. Algunas veces estas plantas retoñaban y otras se secaban por completo. Mi mamá le hablaba a Fidencio para que cuidara a sus animales, pero él no entendía y las cosas seguían igual. Así que una tarde mientras la neblina cubría completamente las veredas, casas y arroyos, ella agarró un palo que usábamos para sembrar y de un solo golpe mató a una gallina. Enseguida puso agua sobre el fogón ardiente para desplumarla y la preparó en caldo, le echó un poco de chile molido, hierba santa y cilantro. Cuando terminamos de comer, ella nos advirtió que mantuviéramos bien cerrada la boca y buscó una pala para ir a enterrar al monte las plumas de la gallina. Más tarde subió Fidencio y preguntó si habíamos visto a una de sus tantas gallinas. Mi mamá le respondió que no.

A un lado de la parcela escolar debíamos de cruzar un río y me daba miedo meter mis pies al agua por varias razones. Primera, el río era caudaloso y pensaba que me arrastraría quién sabe a dónde. Segunda, meses antes ya había caído allí, y, tercera, alguien me había hablado mientras pasaba solo en el río y la voz salía desde unas piedras. Finalmente, llegamos y dejamos algunas cosas dentro de la casa del maíz y nos dirigimos hacia arriba donde terminaríamos de pizcarlo. Unos metros abajo de la casa del maíz había una cueva y cuando hacía calor allí entrábamos para tomar agua de masa batida.

En aquel refugio también vivían un montón de animales de cera y los nombrábamos así ya que después de comer la miel solamente quedaba la cera y a veces lo masticábamos un buen rato como si fuera chicle.

La cosecha de maíz que levantábamos en aquella parcela cada año era muy poca y en una ocasión intenté sembrar mariguana. Pero las semillas no germinaron. Por la tarde dejamos de pizcar y cada quien tomó su carga de mazorca. De regreso, caminamos alrededor de media hora y descansamos sobre un bordo que encontramos en la vereda y allí colocamos el costal para ir a tomar agua al río. De pronto apareció al otro lado un venado que también se dirigía al río. Bajamos rapidísimo y mi mamá se escondió detrás de un tronco viejo. Allí lo esperó y cuando el venado comenzó a tomar agua ella le lanzó una piedra. Pero no le tocó y el animal dio unos saltos con sus patas delgadas y flexibles. Luego, corrió río abajo y ella lo siguió. Al llegar nuevamente a la parcela escolar, Luis y Camerina ya habían matado al venado y le salía sangre por el hocico.

Ellos nos regalaron un pedazo de carne y subimos a la casa casi a la media noche. Dormimos un rato y despertamos cuando escuchamos los ladridos agudos de un perro negro que teníamos. Aquellos ladridos sugerían que algún animal merodeaba cerca de la casa. Nos levantamos y al salir mi mamá tomó una lámpara y un machete porque afuera todavía estaba oscuro. Ella comenzó a alumbrar por el patio y al principio no se veía nada. Enseguida, nos dimos cuenta que el perro ladraba justo debajo del árbol de capulín y entre las ramas aparecieron dos puntos luminosos. Pensé que eran luciérnagas, pero no. Aquellos puntos brillosos eran los ojos de un tejón y el perro seguía ladrando hasta que por fin decidió bajar. Entonces, empezaron a pelear y rodaron más de cien metros. Terminó el combate cuando el tejón dejó de defenderse y murió.

Pasaron los años y Camerina se marchó con sus hijos a Tamazulápam, dejando solo a su esposo Luis en El Duraznal. Al poco tiempo él murió de tristeza y de soledad. Diez años después ella asumió el cargo de diosa del pueblo por el hecho de ser viuda, pero antes de terminar con la encomienda también murió. Los problemas de separación de esta familia y el final trágico de ambos tenían su origen en haber matado al venado y el perro que había matado al tejón se volvió malvado al tumbar por las noches las plantas de maíz para comerse los elotes…

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Juventino Santiago Jiménez, narrador ayuuk de Tamazulápam Mixe, Oaxaca.

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