VOLVER EN LAS NUBES DE LOS CERROS MIXES / 303 — ojarasca Ojarasca
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VOLVER EN LAS NUBES DE LOS CERROS MIXES / 303

BENITO RAMÍREZ CRUZ

Es el periodo de 1958. Linda Vista, una ranchería de Tamazulápam Mixe ubicada bajo las nubes de la SierraMixe, donde los cerros divinos alzan su mano, hablan con el cielo. En esta serranía los pobladores vivían dispersos en terrenos posesionados por los abuelos. Estas herencias se usaban para trabajaderos de sembradíos, crianza de aves y pastoreo de ganados. Algunas parcelas estaban arrinconadas en el monte cerca de grandes peñascos, otras cerca de algún manantial o riachuelo. Los campos debían ser fértiles y despejados para el cultivo de maíz y frijoles. Esta estrategia de subsistencia del día a día era precaria, ellos mismos en temporadas de lluvia recolectaban hongos silvestres y cazaban animales salvajes con trampas de piedra, sólo de esta forma podían sobrevivir con la ayuda y hombro de la naturaleza.

Las casas apartadas y refugios eran construidos a base de sedimentos del medio, procedimientos de construcción basados en las enseñanzas antiguas, tradición y costumbre transmitidos de generación en generación. Destacan las casas de carrizos, ramas y tallos secos de maíz, lodo o piedras, otros de troncos de encino con techos de pajas. Los asentamientos de casas de adobe con cubierta de tejas de barro representaban construcciones de prosperidad en los establecimientos de pueblos recientes.

Atravesar laderas, cuestas abruptas, era caminar descalzo. Los menores de edad no conocían los calzados modernos, tenían que adaptarse a la resistencia, aprender a sobrevivir desde que la luz del sol extiende su brazo. No existían las vías de comunicación o algún aparato electrónico, aun menos carreteras que hicieran factible conectar los pueblos para el comercio e intercambio de productos cosechados. Los pobladores y arrieros transitaban caminos estrechos, “veredas” que recorrían las líneas abruptas de las colinas, en dificultosa caminata ascendían barrancos y senderos macizos de vegetación, eran ajenos a la civilización.

En otros tiempos, los caminos en referencia fueron transitados por los revolucionarios, posteriormente por comerciantes fuereños, peregrinos, arrieros que emprendían la marcha por terracerías desde la ciudad de Oaxaca, cruzando los Valles de Tlacolula y Mitla. Al quedar atrás los Valles, crecían impresionantes montañas e iniciaba el viaje a pie con zancadas entre piedras y climas adversos a Zapoteco de Albarradas, trayecto excesivo, hasta la comunidad de Ayutla Mixe (“Donde abundan las Tortugas”, también mencionado como “Puerta a los Cerros Divinos”). Tras varios días de agotamiento y cansancio, se llegaba a la cima de los cerros, al paraje conocido como Hondonada del Zacatal —Mëytyëwä’äts (“Linda Vista”)—, llano rodeado de árboles de encino, madroño, ocotes y flores silvestres que abrazan el suspiro del viento. Aquí los cantos rítmicos del “pájaro regañón” revolotean en coros dando advertencias a extraños.

En la Hondonada resplandece el primer rayo solar que clava su mirada en la frente de los arrieros. La neblina se extiende como manta de algodón formando el mar de nubes. Majestuosos los cerros sagrados parecían barcos navegantes en alta mar tocando el techo del cielo. Por debajo del océano de nubes se ocultan los pueblos originarios, manantiales y ríos que arrastran olas de hojarasca, semillas que escapan de las corrientes germinando después de una tempestad.

En este lugar se veía agotar el día, se veía alcanzar las estrellas del atardecer, en las noches sólo se escuchaban los rugidos del jaguar que soltaban ecos de cerro en cerro, grillos que salían de sus madrigueras con las ceremonias de una orquesta. La llegada de lluvias muchas de las veces traía encuentro con nahuales transformados en truenos y relámpagos. Hacia las nubes altas se veía contender las figuras de dos gallos defendiendo sus aires, uno de color blanco y uno negro, luchaban aventando granizos y corrientes ventosas, saltaban en medio de las nubes exhalando por la boca un arcoíris.

En Hondonada del Zacatal se contaban los días y noches de camino a los pueblos apartados, se trazaban las travesías a Asunción Cacalotepec (“Cerro de los Cuervos”), pasando a Santa María Alotepec (“Cerro de las Guacamayas”,) llegar a San Juan Cotzocón (“Cerro Oscuro”), alcanzando los poblados lejanos del Mixe Bajo (“Jaltepec de Candayoc”); otros viajeros señalaban la desviación de San Isidro Huayápam, descendiendo a orillas de los ríos logrando acercarse a las breves planicies de San Juan Bosco Chuxnabán, a fin de ascender al poblado de San Miguel Quetzaltepec (“En el Cerro de los Quetzales”) entre cultivos de café y cañas, posteriormente recorrer los caminos de peñascos a San Lucas Camotlán, peregrinando acantilados a Santiago Ixcuintepec (“Cerro con Cabeza de Perro”) hasta Santa María Guienagati, tocando las llanuras de Ixtepec, puerta del Istmo de Tehuantepec.

A pocos pasos del llano de alojamiento, a la espalda del cerro, se levantaba una casa de campo con tierras de labranza, casa de tronco pelado con cubierta de pajas construida por el abuelo Policarpo. En el trabajadero se incorporaba un recinto a cielo abierto de yuntas (“ganados”), algunos con cerca de ramas y otras atados en los troncos.

Cada mañana al despertar el sol se dispersaban humos de las chimeneas, transpiraba la quema de leña en los techos de paja, señales de una vivienda de campo en donde crecía Manuel, de cinco años, envuelto en un gabán que colgaba hasta sus pantorrillas. Vestía ropa de manta blanca, la camisa decorada con un moño confeccionado por la abuela Josefa. Cargaba un morral viejo de fibra de maguey pulquero elaborado desde San Pablo Yaganiza, en él llevaba su tortilla de papas, granos de sal y chile pasilla molido. De su cintura colgaba una resortera de horqueta de rama seca que servía como defensa, otras veces para espantar a las aves pequeñas y ardillas que invadían las milpas.

Manuel se desarrollaba en la intemperie de trabajaderos y sembradíos, sonriente siempre en las abundancias de la niebla. Flotaba a la caída de lluvias delgadas que empapaban sus pies y calzado de campesino “pata de gallo”, tejido con suelas de piel de jaguar o venado. Chiflaba emocionado en medio del rocío, entre escarchas heladas que adormecían sus dedos achatados por combates y traspiés en las ramas afiladas. Debido al frío del invierno, mejillas, nariz y orejas se veían de color rojizo a las caricias del aire congelante.

La madrugada se detiene, los animales sin cabeza y de humo vuelan aprisa para desvanecerse en la penumbra,el canto del gallo alerta al que aún duerme. La abuela Josefa se despierta, sacude al abuelo Policarpo, que abandona su sueño de viajes mágicos, estira sus piernas y brazos dejando escapar ronquidos, mientras Manuel y Herlinda duermen dando vueltas y vueltas, patalean al regocijo del petate que cobija sus sueños con duendes juguetones. La abuela con un bostezo se arrima al candil de botella para encender la mecha e iluminar el rincón, busca las brasas de la noche anterior, remueve las cenizas que sueltan escasas fumarolas, poco a poco la lumbre adquiere un tono rojizo, esparciendo destellos al metate que suelta aromas de maíz nixtamalizado.

La abuela Josefa coloca tres piedras a orillas de la fogata que representan los tres Cerros Divinos de Tamazulápam Mixe: Chuparrosa, Abismo entre Piedra y Palo de Águila. Estas piedras servirán de soporte al comal de barro simbolizando el cielo. El comal es embarrado con cal viva como las nubes blancas, por debajo del comal la hoguera inicia su ritual, sopla y llama, presagia la llegada de un familiar cercano. Al darse cuenta de este suceso, la abuela Josefa susurra al abuelo Policarpo: “La lumbre fue a traer a un visitante”. Sonríen y se apresuran al quehacer del hogar, cuando llegue el visitante habrá un sorbo de café y tortillas recién hechas.

Comienza el día, aparecen desde las colinas los claros del viaje solar. Manuel, el guía mayor, acompañado de Herlinda interrumpe su sueño, medio dormidos acomodan sus asientos de madera “tipo conejo” al contorno de la hoguera, calientan sus pies. La abuela Josefa se apresura, reparte en porciones iguales café y tortillas embarradas de frijol, mientras resalta una historia, aclara en sus labios secos los buenos augurios del pájaro gritón: “Cierta mañana llegará el mensajero, avivará el humo de la chimenea, posará en las ramas del aguacatal, entonará himnos sublimes haciendo saber que habrá visitantes en la morada”. La abuela Josefa da una afirmación: “Cuando aparece un pájaro, vendrá una sola persona, si llegan muchos pájaros a recitar melodías con el viento al árbol del patio, significa que viene una familia completa, pero si asustas o corres al pájaro gritón con la resortera, quiere decir que no deseas peregrinos ni caminantes en tu puerta, por lo tanto, el pájaro emprenderá el vuelo a otra casa, donde puedan escuchar e interpretar su armonía”. Manuel y Herlinda escuchan atentos, el abuelo Policarpo insiste en que dejen cantar a los pajaritos, ellos hacen sonreír y alegrar el alma.

El abuelo Policarpo termina el ultimo sorbo de café de olla que le quema la garganta, se incorpora lentamente asomándose al patio iluminado por la luna llena, levanta su mirada, observa la punta de las montañas dando gracias a la cercanía del día, quieto ve la caída y alejamiento de las estrellas del amanecer, antes de despertar el sol prepara sus herramientas de labranza y semillas, se dirige al pequeño corral para emitir mugidos a sus becerros por su nombre, Craníz, Cadena, Barrosa, Carbón, Manzana, Leche y Maravilla. Los becerros se incorporan, saben que se acerca la hora de pastar.

La abuela Josefa cuidadosamente guarda las tortillas de papas untadas de frijol molido al morral de Manuel y Herlinda, ellos enfundan su morral atravesando las tiras al hombro, llaman a sus protectores de nombre Lluvia, Granizo y Trueno, corresponden con ladridos suaves insinuando que están listos para caminar a un costado del astro, desatan a los becerros que inician su sendero al campo, algunos se atascan en las madrigueras de las tuzas, otros pellizcando las milpas.

Alejados del hogar y de los trabajaderos, desde la colina Piedra Tirada (“Lugar Sagrado”), Manuel y Herlindahallan a sus conocidos Teodosia, Albina, Marcelino y Victoriano, sentados entre hierbas y troncos. Desatan manoteando leyendas y aventuras del día anterior, transcurre el día. Cuando la cercanía del atardecer ha llegado, corren en busca de los ganados, que responden con resoplidos suaves.

Ingenioso, Manuel idea diversas actividades con los demás andantes del campo. En primavera cuando despliegan hojas los arboles de encino y palo de águila, era momento de jugar e imitar a las ardillas, se trataba de trepar en lo alto de las copas, columpiar de árbol en árbol estirando las manos de rama en rama. Sorprendidos, llegaban a caer de pie o con la espalda en la hojarasca, no existía dolor en los azotes ni sentían cansancio.

Cada vez que descendía la neblina y llegaba el frio congelante, jugaban a los venados, brincaban y saltaban con destreza, se escondían a las espaldas del tronco robusto y en cuevas de piedra. El cazador designado correteaba a sus presas apuntando con la rama de un chamizo, corría tras ellos con gran agilidad, debía exhibir sus mejores mañas en su intento de alcanzarlos y sacudirlos con las ramas. Otras veces los perseguidos eran vapuleados en el torso, cabeza u hombro, gritaban o daban golpes leves para distraer al veloz corredor. El que atrapaba se volvía cazador.

En las estaciones de mucha lluvia jugaban a las peleas de gallos. Se trataba de cubrir espalda y cabeza con un petate en forma de capa. Simulaban las alas del ave en mención, sólo era saltar, empujarse dentro del charco, no importaba mojarse, procuraban llenarse de lodo, rodaban y volvían a sostenerse de pie. A distancia del lugar “Piedra Tirada” advertían el enfrentamiento de los rayos, sabían que era encuentro de animales de humo que asestaban su poderío a los dioses de los cerros idolatrados.

En tiempo de calor, tenían que buscar nuevas tácticas de juego o diversión, luego entonces decidían buscar las pencas del maguey pulquero para jugar a las resbaladillas, que era deslizarse entre la hojarasca en terrenos inclinados hasta llegar cuesta abajo, muchas veces se llenaban de tierra, escurrían sedimentos de hojas secas entre sus ropas, mostraban su felicidad a gritos y aullidos de algún animal feroz que retumbaban en la boca de los cerros.

En ocasiones jugaban a las encantadas. Imitaban el hechizo de los nahuales. Un elegido corría detrás de los demás, tenía fuerza y energía, su destino era alcanzarlos y tocarlos con la mano en cualquier parte del cuerpo, después del contacto apresurado, era gritar “¡encantado!”, y mientras el encantado se quedaba quieto, los demás se refugiaban en un lugar del umbral, sea la esquina de la casa de tronco, un árbol, piedra o un cercado de carrizo de las hortalizas. Los sitios escogidos eran un lugar sagrado, ahí se lograba la inmunidad, no podían tocarte, todo era correr a una aventura de enseñanza y de veneración a los lugares de ofrendas.

De tanto jugar, trepar y correr, se olvidaban de los ganados, no escuchaban las señales que daban los ladridos de Lluvia, Granizo y Trueno, ignoraban que los becerros se metían a las milpas. El abuelo Policarpo, enojado, castigaba a Manuel con ramas delgadas y peladas que dolían demasiado, en la espalda dejando marcas rojizas como las estelas de una cometa.
El tiempo y el espacio seguía su recorrido. En la Hondonada del Zacatal permanecían los relinchos de mulas, las fogatas de aventureros humeaban en los bosques, aún se escuchaban las conversaciones de los arrieros, que volaban en el aire. Cuando Manuel cumplió diez años tuvo su primer huarache de cuero, regalo del tío José, viajero y comerciante. Dejó de cuidar a los ganados al inscribirse a la Escuela Primaria de la comunidad.
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BENITO RAMÍREZ CRUZ, originario de Tu’uknëm, Tamazulápam Mixe, Oaxaca, reside en Los Ángeles, California.

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