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CORAZÓN DE MIGRANTE

HERMANN BELLINGHAUSEN

El mundo en que nacimos no será el mundo en que morimos. En mi cuna hubo trapitos bordados de colores como se usaban en el pueblo, arcoíris de artesano que al tiempo ahondan su finura y la paleta de sus tonos vale más.
Crecí de limosna en limosna, huérfano para fines pácticos. Mi padre no volvió y mi mamá siempre se iba. Mis hermanos fueron extraños y la calle de mis noches cambiaba cada noche ahuyentada por las redadas y las pestes de los perros y los cerdos humanos, los lobos del hombre.
En noches de lluvia mis huesos daban pena. En horas de sol y flores mis ojos bebían del aire y olvidaban el peor de los fantasmas en las quijadas y los colmillos de los lobos del hambre.
Irme a dónde si no estaba yo en ninguna parte. Cada mañana era un irse a un no tener dónde. Ni cuenta te das. Un día cambias de catre. Otro de calle. Otro de altura. Otro de barrio. Otro de puente. Otro de albergue o comisaría.
Hasta que un día cambias de ciudad, país y nombre. Te contratas de esclavo con quien te emplee. Te alivias con árnica los huesos y allí abajo donde las patadas del adiós te dolieron.

Aprendí de las ratas todo lo que sé que sirva de algo. Las hice mis amigas. Mis confidentes. Su inteligencia es más sutil que la de los perros y muchísimas personas.

Todos se iban al norte, ¿por qué yo no? Sólo necesité zapatos, y preguntando llegué al cruce de caminos. Una tras otra las fronteras ávidas y miserables del continente de donde vengo me mordieron los dedos, me tumbaron los dientes, la voz se me hizo de cuero, la risa de hielo, el pellejo de paja, y a falta de caricias sufrí pruritos de enfermo.

Alcancé al fin la frontera del agua. Por vez primera anduve entre muchos en la pelotera flotando. A mitad del agua toqué la frontera del miedo. En la orilla de enfrente palos, jaulas, agentes con casco, enmascarados. Por evitarlos me hundí, piedra, qué pesada piedra, piedra al fin.

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