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NIÑA COMERCIANTE

NATALIA TOLEDO

A todas las mujeres que llenaron mi canasto

“¿Van a comprar tortillas?”. El hilo de mi voz entraba a los corredores y a los patios de las casas de los pescadores. Vender las tortillas que hacía mi abuela era empezar con el rocío de la madrugada, mientras el maíz hervía xpoco xpoco1 en la lumbre. La observaba trenzar sus cabellos con listones del color de su enagua y ponerse su huipil de algodón con grecas de cadenilla para ir al molino. Su cadera frondosa y su cintura pronunciada hacían que la tina de maíz lavado se detuviera con su brazo. Mi abuela Áurea caminaba como si tuviera un puntal en la espalda. Al regresar, la leña del horno crepitaba yéndose al fondo de la olla de barro.

Desde la hamaca la veía hacer las tortillas; apenas las pegaba dentro de la olla, se desprendían porque el carbón estaba al rojo vivo. Ése era el momento en el que llegaban las vecinas para cocer su pescado o su beladoo, carne de mecate que mi abuela enrollaba en un pedazo de fierro: una serpiente de carne con ajo, achiote y limón. Poco a poco se llenaba la casa de mujeres y niños para comprar tortillas. En dos horas mi abuela terminaba diez litros de maíz. Cuando sobraban tortillas, ella las acomodaba en forma de flor en mi canasto, después las tapaba con una manta delgada que todos los días lavaba y, antes de salir de la casa, con sus manos hacía una cruz sobre el canasto y decía “oro y tesoro”, y me volteaba a ver a los ojos: “Tus pies son de niña; vuelve pronto, hija mía”. Engarzaba el canasto a mi brazo y me iba caminando entre las casas hasta que no quedara ni una sola tortilla. Una de las mayores alegrías que he tenido en mi vida es ver la cara de las mujeres de mi casa contando el dinero de la vendimia.

Cuando mis tías y mi mamá llegaban de viaje, ellas iban a las ferias a vender cervezas, comida istmeña o curados de ciruelo y nanche. Casi siempre llegaban de madrugada; mi abuela salía a recibirlas y a ayudarlas con sus bultos. Todos los niños que parió esa casa las abrazaban porque eran nuestras mamás y porque siempre era una fiesta verlas de regreso, escuchar sus anécdotas y sus novedades. Mi abuela ponía café y nos lo servía en jícaras a las tres de la mañana.

Tengo una imagen en mi memoria: sobre la cama, la única cama que existía en la casa, mi mamá Olga y mi tía Rosy volcaban maletas de dinero. Mi abuela hacía torres de monedas, contaba todo con una gran sonrisa en la cara y lo guardaba en un velís bajo la mesa de santos. De todo lo que traía mi mamá de sus viajes por Centroamérica, subía un canasto en mi cabeza y me iba a vender; el canasto siempre fue el mismo, sólo cambiaba la mercancía.

A la par, mi mamá tenía un taller de hamacas y bordados. Para las hamacas, sus trabajadores eran hombres. Ella les pasaba las madejas de hilos de algodón que teñía para su combinación. Era muy bello ver a una mujer entre los trabajadores, diciéndoles qué hacer y que se apuraran porque ella iría a entregar las hamacas el fin de semana a las jarcierías de la ciudad de Oaxaca. Después se iba a su bastidor a bordar flores para los trajes que le encargaban otras mujeres. Mi primer traje me lo hizo mi madre cuando aún no nacía, mi traje tiene mi edad y todavía lo conservo.

En las tardes, mi abuela y yo metíamos cocos al horno porque el calor ayuda a desprender su gruesa capa, rallábamos la fruta y en una mesa destartalada mezclábamos harina y agua, con una botella de vidrio estirábamos la masa para hacer ruedas de harina que mi abuela freía en un sartén. Preparaba el coco con azúcar y trozos de piña. Cuando el coco enfriaba, hacíamos las tortitas y, al final, les esparcíamos un poco de color rojo natural, después me iba a vender.

Un día, imitando a las pescadoras que hacían sus ventas con una tina de metal sobre la cabeza, subí mi charola de tortitas de coco a la mía y la solté para empezar a caminar como esas mujeres garbosas. Era el mes de octubre, mes de los vientos, así que mi charola salió volando con todo y tortitas; todos los niños se juntaron como hormigas a comer el dulce de coco. Claro que no pude rescatar ni uno. Sentí pena por mi abuela y tardé en entrar a la casa, ella me llamó y me dijo: “Entra, no te voy a regañar”.

Cuando llegaba el 17 de noviembre, es decir, mi cumpleaños, mi abuela me regalaba huipiles; mi mamá y mi madrina de bautizo, un par de aretes de oro o alguna cadenita. Siempre preparaban enchiladas de mole rellenas de pollo, también había pastel y piñatas.

Ayudar a las mujeres de mi casa a vender lo que elaboraban fue para mí un gran aprendizaje; por eso cuando crecí, seguí haciéndolo. Tengo amigas que estudiaron mucho y, si no encuentran trabajo en lo que se especializaron, no saben qué hacer para ganarse la vida. Al contarles todo lo que vendíamos los niños de Juchitán, me dicen que eso es explotación infantil, que no tuvimos infancia. Yo nunca lo vi así porque crecí entre personas que todo lo hacen en comunión con los otros. No puedes sentarte a ver mientras los demás hacen todo. Y por supuesto que tuvimos infancia. Nos íbamos a jugar todo el día con los vecinitos y volvíamos a casa solamente cuando daba hambre.

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1. El sonido que hace el maíz cuando hierve, según mi abuela Áurea.

Natalia Toledo (Juchitán, Oaxaca), poeta en lengua diidxazá o zapoteco del Istmo de Tehuantepec. Autora, entre otras obras, de los poemarios Paraíso de fisuras, Ca guna gu bidxa, ca guna guiiba’ risaca / Mujeres de sol, mujeres de oro), Guie’ yaase’ (Olivo negro), Xtaga be’ñe’ / Flor de pantano, Guendaguti ñee sisi / La muerte pies ligeros. Este texto se publicó originalmente en Desinformémonos, dentro de la serie Tzam, las trece semillas.

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